Seguí aprendiendo después de su muerte


Seguí aprendiendo después de su muerte. Mucho más con sus palabras, que logré conservar y con las imágenes que de ella guardé adentro de mí. Es un baúl de recuerdos que no demacran la existencia. Es la fortaleza que encontramos en un libro abierto y en la sonrisa de un niño. Mi abuela leyó lo que pudo hasta su muerte. No ha sido literatura, porque la literatura no entraba aun en nuestras casas, eran revistas en su mayoría religiosas, el periódico que raras veces llegaba el domingo, algunos folletos que de alguna manera alcanzaban nuestras manos. Los pueblos eran pobres de ilustración, las primeras enciclopedias se acomodaban al lado de los primeros televisores. Un lenguaje acompañó al otro.

Sin lentes, se acomodaba frente la ventana que daba al patio, después de la “obligación” de lavar los platos que se había autoinfligido, se sumergía en la lectura a veces hasta la hora de la cena. Era el hábito de la lectura lo que siempre me encantó. En invierno lo hacía controlando la olla que estaba encima de la estufa a leña. Miraba yo a través de sus labios el transcurrir de las palabras, algunas emociones en sus ojos negros, el entero rostro que podía de repente transformarse. Parecía acompañar el texto.

¿Cómo no hacer un retrato de un ser? Ciertas pinturas capturan la esencia de una personalidad, algunos rasgos inviolables pertenecen a la palabra, la reproducción en el arte es la “metáfora” de todas las vanidades.

Mi abuela no se reunía casi con nadie de su edad, la sola Teresa era su compañera de caminada hacia la iglesia los domingos por la tarde, el “vespro” (la función religiosa del domingo por la tarde) era el auténtico ritual de fe verdadera, la misa también a mi abuela le pareció siempre una liturgia demasiado estética. Mucho humo y poco asado, decía ella. No le gustaban los chismes, la hipocresía que permeaba el mundo católico de aquella época. Volvían a sus casas sin pestañear, a sus oficios y mi abuela a sus lecturas.

Los cuentos que aquellas mujeres iban tejiendo, reunidas al fresco de un parral, eran cuentos que parecían siempre narrado por “primera vez”, y sin pretender ser los definitivos, sabían en su oralidad construir el arte del relato. Con sus manos siempre empeñadas, narraban y narraban todo un mundo, existido o no, que importaba entonces, que importa como lo recordamos ahora. No se olvidaban de nada, sostenían ellas, aunque alguna debía conocer algo más que la otra, y existió siempre una sana competencia. La memoria falsifica a gusto del narrador, a veces a gusto del lector.

Los tomates eran su sana terapia en los veranos. “Far el sugo” lo llamaba mi abuela. Mientras la ayudaba me enseñaba las palabras que según ella eran las mas bellas del dialecto veneciano. Y me reía, yo, de todas estas palabras, marántega, scarampána, el butiro, la Frasca, pensaba en los comerciantes venecianos trayendo a la laguna, seda, canela y palabras nuevas. De todo el Mediterráneo y aún más allá.

Lo sabe bien quien tuvo una abuela…los olores del verano, los encierros del invierno, “las ultimas huellas olfativas campestre”, el estiércol, la paja, el mosto de la uva en octubre. El sonido de las campanas “a muerto” o “de fiesta”, sus proverbios sobre el clima que nunca fallaban. Y sobre todo el retorno a la miseria que nunca deberíamos olvidar.

Lo recuerdo ahora como se recuerda a un sueño

Maurizio Bagatin, enero 2024
Foto: Mi abuela Angelina

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