Me ocurre con frecuencia: lugares, espacios y seres conocidos que aquello llamado “más tarde” convierte en algo completamente distinto. Todo el proceso posee la certeza de un pestañeo en el asiento del microbús, de un suspiro en una banca de plaza pública –la que sobrevive a los alcaldes- o las promesas frente a las puestas de sol. Así suelo encontrarme con un restaurante mutado en automotora, una librería en supermercado, un cine en templo religioso, una quinceañera risueña en madre malhumorada y sus fierros dentales en trueque por dos hijos chillones.
El avanzar por la vida con el reloj histórico atrasado me ha generado diferentes tipos de inconvenientes. Por ejemplo, adjudicarle atributos a las cosas materiales por un injustificado entusiasmo, del cual no he sido capaz de detectar su origen. Sin embargo, sospecho del café en grano, de los amaneceres frescos, de las caricias en la frente, de los masajes, de las sonrisas correspondidas y hasta de la digestión oportuna.
En mis vagabundeos de estudiante por la biblioteca de la universidad, descubrí una sala dónde era posible elegir de un catálogo, música universal para ser escuchada en unas cabinas de vidrio, con unos parlantes que cubrían todo mi perfil y que se enchufaban en una placa llena de botones. Consideré que no podía esperar nada mejor para mi futuro, como era dejar atrás la dependencia de la programación en Amplitud Modulada, sobre todo en los fines de semana (sí, la biblioteca de la universidad abría de lunes a domingo, sin discriminar a los flojos rematados como yo, lo que demuestra que el estado alcanza para todos).
Pero había un pequeño detalle: la música estaba grabada en caset, ese cuadradito plástico, de cinta enrollada en torno a un carrete, con ese sonido de invierno permanente que ni siquiera el cromo pudo evitar y que al oído postmoderno resulta insoportable.
Dejemos la vergüenza para el final: corría 1992.
11 Comentarios
Ay Claudio ¡ Hace poco fui a una panaderia aqui a una media hora de casa, hace mucho que no pasaba por ahi. Mi padre nos llevaba ahi por pan, seguro para cansarnos con la caminata y dormir como angelitos. La panaderia sigue ahi, pero ha cambiado tanto. Con un suspiro le dije a mi hija. El mostrador antes era grande y estaba al final, la caja de cobro estaba a la salida con un rorniquete como los del metro.
ResponderEliminarEs extraño perder algunas referencias de la juventud, si no es que todas. Incluso la musica de aquellos tiempos ahora ya no nos suena igual.
Es dificil hayar consuelo en lo que ya no esta.
Pero es lindo recordar, cuando mira uno hacia atras, parece que ha vivido uno mucho y hasta se atreve a sentirse viejito.
Graaaaacias, nietecitaaaaaa!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarAlgo así como museos andantes, señor Obsoleto. Nos quedamos hasta el final para cerrar con llave la puerta del destiempo.
ResponderEliminarRecuerdo haber oído algunas historias tuyas sobre la tardía adquisición familiar de aparatos tecnológicos.
A mí me sucedió algo así en la adolescencia con la ropa de marca, en tiempos en que era el principal símbolo de estatus, y que no usarla significaba el destierro social. También llegué tarde a todo eso, más bien cuando ya no importaba.
Un excelente y original relato estimado amigo.
Me considero parte de tu legión de obsoletos, Claudio. Mi radio cassetera sigue en su sitio funcionando con esas reliquias de plástico que ya no se fabrican. La limpio muy seguido y los cassetes los pongo con cuidado para que no se me estropee nada. Mi madre, por su lado, aún escuha radio en uno de esos enormes trastos de madera. Hay algo de romántico en esa actitud, en tomar once oyendo ese chirreo, en perseverar en el disfrute de las cosas, en ganarle una pequeña jugada al paso del tiempo.
ResponderEliminarBuena historia, Claudio.
María Paz, Muzam y Lilymeth, quedan incorporados al obsoletos S. A. No necesitan carnet ni pagar cuotas, solo mantener la perplejidad ante los cambios climáticos e históricos y manifestarlo con un esturnudo...
ResponderEliminarCuando me siento obsoleta me dan períodos de silencio largos.. ¿para qué decir? ¿para qué escribir? Me cierro leo y observo, pero no interactúo. Sin embargo, la mente sigue parloteando sin detenerse...
ResponderEliminarCuando siento que un objeto se ha vuelto obsoleto lo meto en una caja y regalarlo al primero que pasa, de ese modo me desprendí de cosas caras y también muy queridas. Sin embargo, el deprendimiento no deviene en olvido...
Cuando me parece que un sentimiento se vuelve obsoleto, derramar algunas lágrimas silenciosas e intensas acaban con las ganas de seguir dando vueltas al asunto, guardo silencio y convierto a lo resignado en recuerdo...
11/12/2010 me siento obsoleta! Quisiera tener a mano una máquina del tiempo.
Aceptado tu ingreso al club, Lorena.
ResponderEliminarAquí la única obsoleta soy yo. Cuando vosotros nacisteis yo ya soñaba, pero eso es cuestión de paciencia. Llegaréis donde he llegado yo y comprobaréis que la edad es pura bagatela.
ResponderEliminarHace unos días pasé por delante de la casa de mis abuelos paternos, una robusta casa de piedra, con diferentes estancias: una hermosa cocina, un sobrao, una tenada, una bodega, muchas habitaciones, un enorme recibidor, un largo pasillo. Además tenía corrales para el ganado: cerdos, gallinas, vacas, aperos de labranza, etc...pues bien como ahora pertenece a un primo mío, herencia de su madre, una tía mía, la ha tirado entera. Sólo ha respetado la fachada de piedra. A través de los huecos de las ventanas se veía la nada. Mi primo se había ensañado con la casa para hacer una nueva. Senti una punzada en el corazón. Detrás del muro desnudo, del muro de la vegüenza, comenzaron a llegar a mi mente cientos de imágenes, miles de episodios allí vividos. Fue como, si de pronto, se hubiera roto una parte de mi vida y quedara pisoteada. Me sentí muy triste.
Concha, me trato de imaginar tus sentimientos y sensaciones ante la casa vacía y desvencijada, para poder imaginarme los que tendré cuando conozca algún día lo que queda de la casa solariega de mi familia vasca en Aulestia, un muro con el escudo de armas de los Soloaga. Del edificio del banco obrero en mi Maracaibo natal no debería quedar nada, de lo feo que era, pero ahi está. De la casota donde nació mi madre en el poblado bereber de El-Wizam, minas de El Rif, debe quedar algo porque era la única casa adonde iban a cenar el obispo de Melilla y el general Millán Astray, pero mi madre nunca se quiso enterar porque como la familia perdió el dinero y, tras la guerra civil, tuvo que emigrar a América, no quería acordarse de "glorias pasadas". Si me tuviera que identificar con una casa, tendría que escoger mi actual residencia... sólo que es alquilada.
ResponderEliminarMuchos abrazos a ti, a Lily, a Lorena, a todos. Mariaeu (con problemas del compu, usado por Tere, en la imagen)
Obsoleta, periclitada, anacrónica, deleitosa
ResponderEliminarLlegar tarde, cuando ya no importa mucho.
ResponderEliminarExcelente texto de esos primeros años de Plumas. Hablo desde el futuro (y debo confesarle que las cosas no han sido muy distintas)
Abrazos afectuosos