Usualmente he mirado a los Talleres Literarios con un socarrón recelo. Honestamente, no creo que sirvan para algo que no sea conversar y refrescar el ego del guía de turno. O se nace con talento o con mucho esfuerzo se llega a ser medianamente tragable.
No he estado completamente ajeno a ellos, aunque no les debo nada. Hace bastantes años participé brevemente de dos talleres literarios. Uno junto a Carlos Cerda- el notable autor de Morir en Berlín- que duraba dos años y al que dejé de asistir al tercer mes, y el otro que apenas duró un par de horas, con Poli Délano.
No buscaba aprender, pese a que los escritores guías eran considerados unos baluartes de la narrativa nacional. Más bien buscaba un espacio donde guarecerme antes de la hora de las cervezas y en lo posible conocer alguna hembra apetitosa de costumbres liberales.
El Taller Literario José Donoso fue muy publicitado en su momento. Lo organizaba la Dibam y algún predecesor gubernamental del actual Consejo de la Cultura. La convocatoria incluía una selección nacional de trabajos en los tres géneros clásicos: narrativa, poesía y dramaturgia, así como la promesa de una beca en dinero a los seleccionados de cada categoría.
Participaron alrededor de mil trabajos. En narrativa quedamos quince elegidos, repartidos entre los que se irían con Carlos Franz o con Carlos Cerda.
En dramaturgia, siete elegidos más que se irían con el encargado Marco Antonio de la Parra y otros siete en poesía con Teresa Calderón.
Mi cuento no era ninguna maravilla, pero por alguna razón quedó seleccionado. “Homo Ludens” hablaba de un vagabundo que juguetea con una pistola de agua en las puertas de La Moneda.
A Carlos Cerda lo elegí por sobre Carlos Franz, sin que eso involucrara desconocer los méritos del último. Cerda era un tipo pausado, afectuoso y profundamente respetuoso de los estilos ajenos.
En teoría, éramos el más selecto semillero de escritores que había en el país en ese momento. Las editoriales estaban encima nuestro y hacían promesas de publicación apenas se concretaran los primeros proyectos. Podría haber sido un acicate para quedarme allí, pero mi crueldad autocrítica estaba en perfecta concomitancia con mi ego y bajo ningún punto de vista me hubiera arriesgado a que lanzaran mis libros al tercer mes de venta a los cajones de ofertas.
Algunos de mis compañeros de taller escribían correctamente, lo que no equivale a decir que escribían bien. Estaba Nona Fernández, que luego escribió la novela “Mapocho”, un experimento al que le faltaban palabras para maldecir la vida. Otras escritoras allí presentes ya están publicadas, pero en este momento no recuerdo sus nombres.
Habían pelmazos cuyos escritos eran especies de redundancias de relatos de Cortázar. Más bolas de pelos e idioteces de ese estilo. Uno de ellos vestía como un atemporal dandy y sus relatos se esforzaban por parecerse a los de Henry James. No estaba mal, pero escribía en cámara lenta, las descripciones eran excesivas y cada relato superaba las cuarenta hojas.
Sólo un escritor, fuera de mi, tenía la suficiente fuerza expresiva como para ganarse un lugar en nuestro despoblado estrado de escritores. Era un oficinista que vestía como oficinista, hablaba como oficinista y pensaba como un ruin oficinista. Un inesperado talento literario lo había salvado de probables intentos de suicidio del pensamiento y toda esa ruindad la traspasaba a las letras. Sus relatos no ocupaban más de media página, pero estaban teñidos de tal grado de desolación que eran como sutiles Little Boys cayendo con sugerencias destructoras sobre las almas de los lectores. No recuerdo su nombre ni he visto su cara impresa en algún libro publicado recientemente, pero estuvo allí, a mi lado, dándome palmoteos de aprecio.
Dejé de asistir el día que tuve la certeza que la beca prometida nunca llegaría. Fui el único que se retiró y no me arrepiento.
4 Comentarios
Nunca he tenido la oportunidad de asistir a uno de esos talleres y confieso que me hubiera gustado probarlos. Tu experiencia, querido Jorge, veo que no fue lo suficientemente satisfactoria pese a que fuiste uno de los triunfadores. Ahora, después de leerte, me quedo tranquila. Talleres literarios...¿para qué?
ResponderEliminarUn beso grande.
Los escritores puros no necesitan de esas patrañas, querida Concha. Quizás a lo lejos resulta divertido compartir algunas experiencias con otros escritores, pero sólo a lo lejos. Es bueno vivir en muchos mundos simultáneamente para enriquecerse, aprender de lo diferente y no achicar demasiado la mirada. Los escritores que viven metidos en un mundillo de puros escritores se vuelven unos clones estúpidos, unos mordedores de cola.
ResponderEliminarCarlos Cerda, el escritor con el que algo alcancé a compartir en ese taller era de los buenos, de esos corazones nobles que le intentan poner sillas de oro a cada uno de sus personajes. Escribió dos novelas importantes: Una casa vacía, y Morir en Berlín. Murió hace algunos años, sin ser viejo ni joven.
Besos y abrazos mi querida amiga.
Supongo que no todos los que acuden a estos lugares lo hacen con intenciones de convertirse en escritores, algo así como quienes cursan carrerras vinculadas a las letras.. Raras veces encontraremos ahí a un escritor de peso, a veces si quiera uno en el que valga la pena invertir más de unos pocos minutos. Sin dudas creo que son lugares donde encontrar gente con intereses afines y como bien decís pasar un buen momento.. Lo tendré en cuenta, aunque creo que una clase de baile me resulta más tentadora porque soy tan mala que será inevitable morir de risa tropezando en cada paso mal dado :)
ResponderEliminarBesos querido Jorge.
Una clase poesía o de mambo te garantiza un buen apriete. Con talento se nace y se pule con esfuerzo.
ResponderEliminarLauti