GABRIEL PRACH -.
Ellos dijeron que con el tiempo todo sería más fácil, pero no lo ha sido. Puede ser que después de todo me haya acostumbrado a esa clase de suerte despiadada que insiste en ponerme contra la pared, a dejarme a la deriva sin miramientos. Y no se trata de sentir lástima de mi mismo que de eso ya he tenido bastante, ni siquiera es un mínimo reclamo o un maldito exabrupto que se escapa insolente.
¿Qué es entonces? Tal vez temor, quizás solo sea terror al olvido, a que de verdad me olvide. ¿Hay algo más miserable que el olvido?
No he seguido escribiéndole cartas. He abandonado ésa costumbre masoquista He izado las defensas acostumbradas para no enseñar nada, no mostrar el consabido lado débil y ni siquiera contestar sus llamados a las tres de la madrugada. ¿Quién puede llamar a esa hora? Ella lo hace. Siempre fue tan sorpresiva y pese a que me encantaba que lo fuera, ya no es así y bebo el café intranquilo y me fumo el último que me queda y reviso las llamadas y no hay ninguna distinta a las acostumbradas. Siempre lo hago. Revisarlas, para que después de la extrañeza de encontrar un número desconocido imagine las desventuras que habrá pasado el sujeto autor de la llamada en encontrarme, pues jamás respondo el teléfono.
No, nada es fácil y normal, menos. Ponerte de pie y enfrentar el espejo es una hazaña. Mirarte la barba crecida que inunda tu rostro en una maraña negra y grisácea, y ni pensar en echarla abajo. No es normal tampoco quedarse mirando el orificio bajo la bañera por dónde asoma la mirada diminuta y mortal de una araña de rincón que parece burlarse de mi intrascendencia.
Ella está sola, lo sé. ¿Quién más que yo podría estar con ella? ¿Quién?
Hace frío aquí, no tengo estufa para el invierno que llega, no tengo ropa adecuada, no me quedan cigarrillos y no tengo zapatos para la lluvia. No he puesto papel higiénico en el baño y no hay luz aquí dentro tampoco. Y ahora que lo pienso, aún no reparo la silla que rompimos. Está adosada a la mesa como una trampa mortal para algún visitante indeseable. La vida cotidiana se ha vuelto una trampa insalvable para el común de los cristianos y los no tanto.
Podría afeitarme, abrir la puerta y sentir el sol quemar mis pupilas, podría caminar ¡Si! caminar por horas, porque no quiero quedarme, quizás hasta largarme de esta ciudad que ya está bueno que lo haga porque como que siento que me voy a morir aquí y no me gusta la idea. Viajar es la salvación, después de todo siempre somos unos viajantes, siempre estamos yéndonos o llegando de alguna parte. Hemos vuelto a ser nómades del nuevo siglo.
¡Dios apiádate! Si estás ahí, ¡Levántame! ¡Levántame! que se doblan mis piernas y tiemblan y crujen, que la pena me desgarra el alma, que no voy a querer intentarlo de nuevo. ¡Ah! pero quién sabe si me escuchas, ¿Quién me asegura que escuchas?
No he encontrado los discos que escuchaba con ella, se los llevó la condenada en alguna noche tumultuosa. Bueno, que podía hacer, tenía que irse, que no tengo corazón para vivir con ella y tampoco sin ella.
Trágicas suenan las historias de un café subterráneo en el centro de la ciudad. Cuando es muy tarde en la noche, que así fue como la conocí. Bebiendo café negro para alentar el ánimo y para desafiarnos en un juego desatado de pasión, carne y crueldad. Vaya estupidez que resultó arriesgarse de tal manera.
Supe de inmediato que algo no andaba bien en su cabeza. Esa peculiar manera de sentir las cosas, viviéndolas a concho, como si en ello se fuera la vida. Corriendo demasiados riesgos por cosas tan simples. Era una chica caótica para un tipo como yo; pero haciendo caso omiso a mi entendimiento, a decir que de las cosas del corazón nunca se saben como terminan, decidí entonces, me dirán irresponsablemente, seguir participando de tan impredecible juego.
No he tirado la basura aún. Se acumula en el tacho y cae por los costados. Presiento lo desagradable de su aspecto. Se parece a mí. Estoy como un tarro repleto de escombros, desperdicios insanos urgiendo por salir.
Recuerdo como si fuese hoy, las calles, las luces y el bar cerrado. El escape a la próxima plaza y el sabor de los labios ardientes mojados por el alcohol y la risa, la inigualable risa. Nada hacía pensar en algún trastorno demasiado serio en aquella mirada y así fue que llegó a mi casa, más bien se la robé a la noche y a los bares. La rescaté para ser más exacto. Piensen ustedes en mis buenas intenciones. Ya se que dirán que estaba solo, que un hombre no puede estarlo por mucho tiempo y es posible que hasta crean que pudo existir algún otro mezquino motivo. En principio pudo ser posible, sin embargo, con el pasar de las horas y los días, supe que el rescate como tal lo hizo ella. Me salvó de la indiferencia, de la apatía inaguantable, de los días que transitan sin miramiento y te dejan absorto, quieto, medio muerto a las emociones. Fue aquí que apareció ella, cual viento arremolinado que desordena todo en mi organizado e insulso mundo.
La cama era pequeña, es que no había otra y estas cosas requieren espacio para maniobrar la fantasía, cuando la pasión se desborda presurosa y fue allí que recurrimos a la silla, misma que se rompió y rodamos por el piso, acaso el suelo duro estuvo mejor y ella reía y yo sudoroso, impaciente casi, pero ella me rehuía, me buscaba y escapaba al instante y yo que no podía contenerla. Así era ella, o es. Si, todavía lo es, sólo que ya no conmigo.
Y han encendido la luz en la casa vecina y observo que están cenando, que el esposo fiel, según mi meticuloso fisgoneo, es atento y ella también. Se ven felices y no me vengan con eso de que las apariencias engañan. Las primeras impresiones siempre son definitivas. Y un niño sonríe y los mira, como yo los miro, pero yo no rió, ya no. Y me esfuerzo por recordar el olor de su pelo y no lo logro. Pienso que aún quedan familias felices y eso está bien. Al menos mis vecinos lo parecen y ello me alegra, pero me produce envidia a la vez, una envidia sana que no es tal. No lo es porque reputea la inmisericorde discriminación de la providencia, otra vez.
La primera vez fue al regreso del trabajo, en la tarde. La descubrí sentada en el sofá con un libro en las manos. La casa en silencio lucía ordenada, demasiado pensé. Ella no dijo nada, no movió las hojas del libro, no sonrió, ni siquiera cambió su sombrío semblante cuando me paré ante ella. No me miró, al contrario, sus ojos apuntaban a alguna parte indeterminada en la pared, fríos, muy fríos, casi sin vida, que eso es lo que me asustaba. Le hablé, la abracé y la besé y no hubo caso. Preso de un repentino temor, la zamarreé frenéticamente casi gritando su nombre, pero su boca no emitió ningún sonido y el libro se precipitó al suelo.
Después fue una carrera contra el tiempo, que los médicos, que la solución es inalcanzable, que se perdió su razón en el rincón más oscuro de su mente y no es posible traerla de vuelta. Y yo incrédulo a que la ciencia no fuera capaz, que esto no podía ser, que tiene que haber alguna manera, que siempre las hay, para todo; pero fueron tajantes, casi despiadados. No existe la cura milagrosa. No existen los milagros. Hay cosas que un hombre no debería saber, porque el conocerlas mata la esperanza. Que daría por ser más ignorante o quizás más creyente que a fin de cuentas pareciera que algo tienen que ver el no saber y la fe. Creer sin ver sería lo ideal en esta vida.
Y pareció que quizás de fe se trataba el misterio, ya que una mañana despertó con su sonrisa radiante y me abrazó. Yo sabía, me lo habían advertido, que esto es lento, que las recaídas se hacen más continuas y su personalidad distorsionada puede escaparse en cualquier dirección. Pero hice caso omiso. Sólo me alegraba tenerla conmigo y eso era lo importante. Mas sucedió que el desastre venía asomándose de a poco. Una tarde se abalanzó sobre mí con un cuchillo en su diestra intentando hundirlo en mi cuello y casi lo logra, que quizás hubiese estado bien, pero nunca se sabe. Y eso sólo fue la primera vez, que después hubo más y muchas otras cosas que de solo recordarlas me aprietan el alma. Entonces me orientaron, que siempre hay gente dispuesta a hacerlo. Es extraño, pero cuando estás con problemas hasta el cuello siempre hay alguien dispuesto a darte una solución, que a decir verdad no estoy seguro que ellos mismos pudieran llevarla a cabo. Que este paisito del sur de ninguna parte es experto proveedor de tales personajes. Tipos metiéndose insolentemente en la vida de quien les antoje, y se dicen tus amigos… El caso es que la interné, que es lo mismo que comenzar a tratar de olvidarla, a alejarme, por una cuestión de supervivencia inconsciente creo yo. Y no supe como ocurrió, que el tiempo a veces se congela en alguna esquina y deja que las cosas se olviden. Y no fui más a verla. No fui simplemente porque no quería saber más de ella. Que todo tiene un límite y el mío lo había traspasado hacía rato. Y cuanto más me embrutecía haciendo un cuanto hay para mantener la cabeza en otra parte, he allí que surgía esa llamada extraña a mitad de la noche. Es cierto, no les engaño, de veras que lo es, que de hecho llamé a mi madre para que fuese testigo, pero sé que no resultó, pues justo esa noche no lo hizo. Bueno, imaginaran ustedes lo que sucedió, que el sermón de vida respectivo, y la retórica absurda de los principios y valores, que a estas alturas ya más que ayudarme, son una condena, literal casi, pues dijo que la ayuda venía en camino, “a la vuelta de la esquina, bajo las ruedas de un carro pensé” Y se marchó murmurando no se que terribles plegarias en mi honor.
Las cosas siempre resultan como no queremos y pensándolo mejor, creo que está bien que sea así, que nos sigan poniendo trampas en cada maldito día, los mismos de siempre, porque se repiten, ¿no se han dado cuenta? Todo se repite en cierta forma. Está bien que murmuren del vecino cretino encerrado por horas en el baño sin abrir la condenada puerta por el solo hecho de no tener la menor gana de hacerlo. Está bien, muy bien. Que la vida es una mierda y cada vez me convenzo más de ello y ya está bueno que ustedes también lo hagan. Trampa tras trampa, taciturno, mirando la araña que sube por mi rodilla y el teléfono que no suena y ya son las cuatro de la mañana y el baño está frío y oscuro.
7 Comentarios
Menudo relato amigo. Me re-copó. Ya recomiendo esta misma y el blog.
ResponderEliminarParece la trama de una película, la síntesis de una novela, la tragedia de una vida escrita en un papel cualquiera. Triste, conmovedor. Hay amor, confusión, ira y frustración. Es ud el mismo que declara que no quiere ser escritor? Pues es uno muy potente.
ResponderEliminarSaludos cordiales y toda mi admiración en este timido comentario.
Cuan dura es la vida señor Prach. Lo leí con un nudo en la garganta. Usted conoce mucho a las personas. Me refiero a lo oculto y lo visible.
ResponderEliminarBesos
Clara Sandoval
Qué pedazo de historia!! Me dio escalosfríos. say no more.
ResponderEliminarUna técnica narrativa madura, apropiada confluencia de la mejor literatura contemporánea. Prach se defiende por sí solo con su enorme talento.
ResponderEliminarFelicitaciones.
Talento, enorme e indiscutible. Un ralato conmovedor y atrapante. Me encantó!
ResponderEliminarAmigo, tu relato me ha llevado a Kafka. Por un momento, a partir de la araña asomando por el ojo de la bañera, he creido que ibas a narrar tu propia metamorfosis.
ResponderEliminarMe ha encantado tu relato tan despiadado tan cruel y tan vivo.
Si eres protagonista de todo eso, te digo que saldrás adelante y si no, te digo que eres candidato al Nobel. Un abrazo amigo.