MANUEL GAYOL MECÍAS -.
Es siempre sin abstracción, es siempre sin fundamentación, sin principios, como nuestra más honda verdad se revela. No por la pura razón, sino por la razón poética.
(María Zambrano, Pensamiento y poesía en la vida española)
Desde los comienzos del racionalismo cartesiano surgió un proceso de lucha inevitable entre la verdad racional, autoritaria, y la mentira poética, como autoconciencia liberadora, al menos eso intuyo. Ambos opuestos son excluyentes, porque alguna vez alguien o algunos declararon e impusieron —en el caso de la modernidad desvirtuada— un sentido fáctico total, o lo que viene a ser igual, su iluminación absolutamente racionalista, impuesta como una escala de verdades sucesivas, irrefutables, que habrían de conducir a todo ser humano hacia un infinito progreso de hechos concretos.
Pero, de repente, en los últimos tiempos del siglo XX, las férreas líneas que llevaban a este infinito —proclamado por la modernidad—, opulento de teorías, de riquezas materiales, de patrias y nacionalismos, de axiomas matemáticos, físicos y biológicos, positivistas y darwinistas, de fanáticas interpretaciones de la fe, de sistemas ideológicos y partidos inmortales, quedaron cortadas abruptamente por un cisma-sismo inesperado de voces y acciones (¿posmodernas?).
Pero bien, repito, se creó un cisma con voces y acciones que descubrían un supuesto fin de la Historia; fin en el que nada más quedan los desechos que forman ese laberinto que ha definido John Barth, de las cosas agotadas, multiplicadas entre los espejos opuestos —algo que al decir de la crítica debió aterrar a Jorge Luis Borges. Por lo que entonces se comprendería que ese infinito de autocracia y autofagia racional no es sino la sensación de encontrarse uno solo, definitivamente solo y perdido en las encrucijadas de esos espejos, como lo evidencian también el poema de James Laughlin titulado El hombre desconstruido (1985):
Soy el hombre desconstruido mis partes están dispersas sobre el piso del cuarto de los niños y no pueden ser acopladas nuevamente porque el libro de las instrucciones está perdido limpia tu revoltijo en el cuarto dice mi madre soy el hombre desconstruido.
Según Manfred Phister, quien cita a Laughlin, “el poema actúa la desconstrucción de la identidad personal del hablante y halla el origen de esta remontándose en términos freudianos a sus inicios en la niñez temprana, cuando el hablante estaba bajo el cuidado, tan amoroso como estricto, de su madre”.(1) Entiendo que este poema es algo así como descubrir, intempestivamente, que la nada cohabita con nosotros en medio del mundo de la verdad racional.
Sin embargo, y a pesar de todo, la poesía, que se caracteriza por proponer transformaciones, ha venido vibrando dentro de uno. El cisma del siglo XX induce que también somos muchos los que aún no nos hemos querido desconstruir, porque habiendo padecido (y padeciendo) tanta alienación como cualquier ser del planeta, sentimos que formamos, tal vez, parte de esta sensibilidad posmoderna. En este caso para mí, la cara optimista de la posmodernidad, diría yo, que intenta con festiva seriedad la recuperación de viejos valores o la propuesta de reconstruir la civilización (porque de eso se trata, al menos idealmente) sobre la base de nuevas concepciones que sean visibles y profundamente humanas como, por ejemplo, el hecho de creer contra viento y marea que la salvación del ser humano, a pesar de verse tan lejana, puede estar avanzando, y avanza porque sabemos que existe otra verdad racional pero al mismo tiempo liberadora: salvación que viene asomando los ojos desde los mismos inicios del Renacimiento, y que es tal verdad porque se muestra fundida a la imaginación, a la sensibilidad del misterio poético y de la fe, simbiosis cierta que abre el camino hacia un nuevo espíritu de época.
Pienso que esto pudiera ser una visión intuitiva, ahora que puedo reconocer esa esencialidad de la poesía y de la fe que nos señala el camino —o los innumerables caminos posibles, pensando como quizás lo haría Lezama— hacia el cosmos (la poesía) y hacia el reencuentro (la fe).
En verdad, la poesía ha venido padeciendo el peso pe-dantesco de todo el aparataje teórico de la referida verdad racional, directa o indirectamente autoritaria, decidora de las soluciones definitivas sobre la base exclusiva de su verdad; verdad que, en el mejor de los casos, en su lógica sobre las experiencias de la vida, no aceptaría el hecho bíblico del perdón; es decir, cuando deja pasar la oportunidad de identificarse con el encuentro del padre para con su hijo pródigo (el racionalismo puro vería este encuentro, en todo caso, como un poder prepotente —esencia de su propio entendimiento de las situaciones vivenciales— alegando que la verdad se enmascara en un sentido de paternidad), al decir que lo perdona. Sin embargo, en realidad son la fe y la poesía las que obran aquí la justa ubicación con un sentido de amor.
Pero la poesía, parece que al ser mentirosa era (es) astuta, sutil y escurridiza al igual que una serpiente o tan burlesca como un clown con su antifaz de carnaval, y ahora se descubre lo que es: espíritu, emoción y esencia humana, vitalidad que ha estado gravitando detrás del racionalismo de la verdad. Poco a poco los vectores de la vida se van corriendo (se seguirán corriendo) hacia el misterio que nunca ha podido ser explicado por la ciencia ni por teoría alguna, y así la mentira poética, debido a su inmanencia en el ser, ha comenzado a evidenciarse (aunque realmente en muchas sociedades la poesía sigue oculta y tal parece que es una insuficiencia humana) como verdad liberadora, al desplazar al racionalismo hacia el lugar que le corresponde, o lo que es mejor decir, al reubicarlo entre sus propios límites, dejando que en estos tiempos el ojo del animador que llevamos dentro interrelacione dialécticamente la inteligencia de lo racional-concreto-lógico con lo mágico de las intuiciones y la imaginación para convertirse en un ojo verdaderamente inverosímil.
La poesía, por ser una inefable mentira, admite incluso la reflexión existencial, y por ende sus conceptos; por lo que entonces proyecta un carácter filosófico; admite asimismo la teología, cuando se ocupa de imaginar la fe religiosa y alcanza su grandeza en la mística; y hace subjetivos, en general, los aspectos de la vida.
La poesía, por su naturaleza de ser imagen, metáfora, por esa intrínseca naturaleza traslaticia que la constituye, en fin, por ser intuición del misterio, síntesis del lenguaje, connotación del sentido semántico y particular sintaxis de las ideas, es —más que una categoría— la potencialidad de hacer coherente lo irracional, ya que la poesía parte de lo más recóndito del ser humano, viene con él desde que el verbo se hizo carne, y por esta razón principalísima, la poesía es relación entre el ser humano y el cosmos, relación que puede ser aprehendida (sentida) por todo aquel que se deje provocar por la sensibilidad.
La poesía, que es exteriorización de lo poético, a mi juicio —y aunque esto quiera ser objetado— sólo es superada por el proceso de la fe religiosa (entiéndase el concepto de “lo religioso” no como fanatismo obtuso, sino como fuerza dirigida al apego del amor total, primero o definitivo, y máximo exponente de la eternidad), entendiendo el fin de este proceso al decir del encuentro con Dios, con el Dios esperado siempre, o con la fuerza infinita de nuestra propia dimensión, envuelta en el misterio del kairos inexplicable (ese momento especial en el que sucede lo esperado de la fe). La fe, en sus múltiples manifestaciones, coincide con lo poético, porque, por ejemplo, las oraciones y las sagradas escrituras, en suma, la misma liturgia de la palabra de cualquier fe esencial en el amor, están estructuradas sobre la base del lenguaje; pero más allá del hecho lingüísticamente poético, la fe es una intuición mayor porque al mismo tiempo proyecta un sentimiento de seguridad que rebasa las estructuras de la cognición; es, por tanto, una relación (sentida y más directa) con Dios, digamos, y no con el cosmos solamente, si sabemos que Dios es la exacta trascendencia del cosmos y por tanto lo contiene. De aquí que la fe también contenga lo poético o contenga la poesía como estructura lingüística, y también la ciencia y la filosofía, cuando en su relación dan lugar al pensamiento teológico.
Pero independientemente de la fe, de lo que se trata ahora es de la poesía, porque en definitiva, la mentira poética, si en determinada etapa histórica se acercó a la verdad racionalista, ahora se aproxima a su grandiosa dimensión, a su exacto valor de tránsito cósmico, presentándose como verdad poética que se desborda del mundo para hurgar y expresar los misterios del ser humano. Al menos, este es un camino que no nos conduciría, dentro del laberinto de los espejos —siempre que estemos en él, claro— a caer en la truculenta nada.
La verdad puede ser relativa, y por consiguiente problemática. Lo que quiero decir es que la verdad se complica con la poesía, porque gracias a ella se anuncia como si fuera la verdad de un ángel, eso de sentir que de repente nos envuelve la energía de una espiral cósmica; o mejor, eso de sentir que formamos parte —inexplicablemente— de una fuerza creadora que busca su origen celeste, que se yergue en un vuelo vertical hacia el punto Omega.
Quizás esto explique por qué en lo poético siempre sentimos que debe gravitar un ángel. La poesía, consustancialmente, trae consigo el hecho de ser; o sea, el sello de la existencia del ser humano, puesto que sin el ser humano no es más que nada, que por ser tal no se acepta a sí misma. Y el ser humano es así el origen y fin de la poesía —a lo mejor con esta idea podríamos acercarnos un tanto a esa relación complejísima, pero feliz, de la materia con el espíritu, del ser humano consigo mismo y con las cosas, que ha sistematizado el padre jesuita Teilhard de Chardin y que ha venido a converger en la Omega de su cristogénesis.
La poesía es entonces movimiento del ser humano, condensación compleja en su devenir, su sentido de cambio en este mundo y hasta su reciclaje de eterno retorno. El ser humano poético es el reflejo imaginativo de uno mismo como cosmos descubierto. Por este motivo, la poesía trasciende la verdad racional, todo exclusivo racionalismo humano, si se quiere, que no digo razón humana que es otra cosa.
La poesía, por último, es verdad humana —con seguridad una de las más sublimes— sobre el eufemismo de ser una mentira maravillosa; mentira vital, necesariamente aceptada por naturaleza propia, que sirve de llave para abrir la puerta de los sueños. Y si nuestra memoria es poética recordemos entonces que alguna vez Borges escribió un poema que sugiere el hecho inquietante de que el ser humano no es más que el sueño de Dios.
(La Habana, 1994 – Bell, California, 2006)
[Último capítulo del libro de ensayos homónimo, La razón de la mentira poética]
(1) Consúltese a Manfred Phister: “¿Cuán posmoderna es la inter¬textualidad?”, en Criterios, La Habana, 3ra. época, enero-junio de 1991, n. 29, p.15.
7 Comentarios
Oiga, caballero, no hay quien se fume esto...
ResponderEliminar¡Es maaaaaas largo que un día sin pan, compañero!
Esencia humana, así es, eso es la poesía mi querido amigo. Intuición, adivinación, síntesis, misterio, sorpresa, amor.
ResponderEliminarUn escrito formidable.
Abrazos desde Chile
Gracias, Jorge, gracias, Lorena, para mí es un honor que mis escritos salgan en Plumas Hispanoamericanas, y adems que a ustedes dos les gusten. Un abrazo, Manuel
ResponderEliminarPoco importa la extensión de un texto publicado en formatos virtuales cuando relevancia se trasluce en sus primeras líneas, sin contar cuando leemos quién es su autor. Lo publicado por nuestro querido Gayol es tan bienvenido por nuestros lectores como lo son los poemas o relatos más breves, el nivel de comentarios no expresa una relación necesaria entre la lectura o calidad del mismo, me consta eso como administradora del blog. La verdad es que aclarar esto no debiera ser necesario para defender lo que por sí mismo tiene sustento. A leer!
ResponderEliminarSaludos.
Palabras más, palabras menos es un artículo impecable. Es por lo que leo al final de cada entrada del sr. Manuel parte de una obra más grande y seguramente genial!
ResponderEliminarLo felicito y mi tiempo invertido en leerlo lo valió, le pongo la firma.
La reflexión sobre la poesía parece no acabarse nunca, porque la poesía parece ser un lenguaje con posibilidades infinitas. Donde toda explicación se acaba, la poesía toma el relevo.
ResponderEliminarUn escrito profundo y enriquecedor, señor Gayol.
Agradecido de Mia y de Raúl. Efectivamente (Mía), este artículo (o quizás sería mejor decir: este intento de breve ensayo) es el que le da nombre al pequeño libro que lo contiene, aún inêdito, y que he tenido un enorme placer de ir publicando, por capítulos, en Plumas Hispanoamericanas.
ResponderEliminarY tambiên es muy cierto lo que dices, Raúl, la poesía, y más incluso lo poêtico, no tienen fin. Y lo es no solamente porque pueda ser un reservorio de elucubraciones teóricas, sino además y más importante, porque es un inacabable río de vida. La poesía nunca será en vano. Siempre será origen y fin del ser humano. Con sinceridad, gracias por sus comentarios, un abrazo, Manuel