CONCHA PELAYO -.
Aunque paso con frecuencia por esa calle y veo la casita de dos plantas, con ventanas pequeñas, casi conventuales, no se me había ocurrido hasta hoy, evocar las situaciones que viví allí en aquél año en que mi padre nos había instalado en casa de la señora Ángeles –curiosamente, muchos años después, también estuve en una casa cuya dueña se llamaba Ángeles, pero las circunstancias eran ya otras- cuando comenzamos nuestros estudios de bachillerato y mi familia vivía en el pueblo. Mi padre no quería que fuéramos en el autobús que la empresa de mi padre tenía a disposición de sus empleados pues viajaban chicos estudiantes y mi padre era muy serio y no quería que nos mezcláramos con ellos. Era época franquista, represiva, de confesionario y pecado, de malas conciencias. Ay, ay, ay, qué tiempos aquéllos….
En esa casita, justamente en el piso de arriba compartíamos una habitación mi hermana Manoly y yo. Teníamos 12 años yo y Manoly 11 cuando nos embarcamos en nuestros estudios de bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza “Claudio Moyano”. En aquella época, sin televisión todavía, nuestro pasatiempo favorito era el cine, ah, el cine. Cuántas películas veíamos, cuántas…. Recuerdo que muchas tardes, en vez de ir a recibir nuestras clases particulares de matemáticas y física a una academia particular, a casa de Don Antero, aquél profesor tan rudo que no tenía inconveniente en soltarnos un sopapo de vez en cuándo y se quedaba tan fresco, hacíamos novillos e íbamos al cine, a las sesiones continuas donde pasaban dos películas. Y por si fuera poco, cuando acababa la doble sesión, nos escondíamos en los lavabos y esperábamos al estreno de las ocho y, una vez el público ya acomodado, entrábamos sigilosamente en la sala y veíamos la película que tocara. Nos daba igual una que otra porque el cine era el mundo, ese mundo todavía desconocido que se nos servía en bandeja. Allí presencié, extasiada, los primeros besos, no sólo en la pantalla, sino en las parejas que estaban delante de nosotras. Se nos revolucionaba el cuerpo sin saber por qué. Recuerdo que una tarde, una parejita no sólo se besaba apasionadamente, sino que la mano del chico buceaba dentro del escote de la chica. Oíamos los besos y los suspiros. Cuando acabó la película y se encendieron las luces, el chico le pregunta a la chica: “Y tú, ¿de dónde eres?” Ni os podéis imaginar lo que supuso aquella pregunta. Dios mío, se besaban, se tocaban, se arrumaban y ni se conocían siquiera. Aquello era muy fuerte para una muchachita de trece años que no sabe nada de nada de nada y que todo era pecado, sobre todo aquello. Aquello era la cima misma del pecado. No he vuelto a olvidar aquella escena ni aquella pregunta.
En aquella casita de dos plantas de ventanas conventuales descubrí yo el primer beso y me dedicaron los primeros versos. Una tarde, un chico, también estudiante que ocupaba la habitación contigua a la nuestra me llamó y me pidió mi diario. Entonces, las chicas escribíamos nuestros inocentes diarios. Yo se lo dejé con total normalidad. Cuando me lo devolvió, en una de sus páginas en blanco había escrito: “Quieres nena preciosa que te descubra un beso, todo el amor, y haga de eso, una poesía hermosa……” y seguía el poema hasta el final. No recuerdo ahora mismo ni cómo terminaba ni de quién era el poema, pero yo creí que era del chico y me lo dedicaba enteramente a mí. Después, mucho más adelante, supe que lo había plagiado, pero lo cierto es que me lo dedicó en aquella hojilla en blanco y yo me sentí la más feliz de las mortales, toda vez que el chico era guapo y algo mayor que yo. Además, yo por aquél entonces era gordita y tenía mucho complejo y todavía los chicos no se habían fijado en mí, o era lo que yo pensaba. Otra tarde, nos cruzamos en la escalera, él subía y yo bajaba, me detuvo y allí mismo, me abrazó y me dio un beso en los labios. Mis lecciones, mis ejercicios de matemáticas y de física y toda mi mente quedaron obnubilados ante aquella doble emoción. Sin duda, estaba descubriendo el amor, estaba descubriendo sensaciones desconocidas hasta entonces. Fueron algunos besos más, sin que el chico intentara llegar más allá.
Hoy he vuelto a pasar por la casita. Sigue habitada, imagino, por la hija de la señora Ángeles, probablemente de la misma edad que mi madre. El padre, o sea, el marido de nuestra patrona era ciego y todos los días, cuando íbamos al instituto lo acompañábamos hasta la esquina del Banco Herrero donde él vendía sus cupones. Recuerdo que me llevaba del brazo y si yo giraba la cabeza para mirar a alguien con quien me cruzaba, él me decía, no te distraigas y mira para adelante. A mi me hacia mucha gracia aquello pues, incluso, aunque miraba simplemente por el rabillo del ojo lo notaba y me decía lo mismo.
Todavía me cruzo con aquél chico del beso por la calle. Yo apenas lo miro pero noto que él me mira. Por supuesto, nada nos decimos.
El tiempo pasa y los recuerdos afloran como las margaritas en primavera.
Pintura: Ron Hicks "Impulsive"
6 Comentarios
Diabluras adolescentes en la era franquista. Eso de pasar de buenas a primeras tu diario fue un acto de confianza enorme a ese galán plagiador de poemas.
ResponderEliminarEncantadora historia mi querida Concha. La vida sigue, los recuerdos se difuminan y las murallas quedan esperando albergar a nuevas diablillas y enamorados y señoras Ángeles.
Un abrazo.
Sería fabuloso conocer también sobre las películas que se exhibían en aquellos años, Concha.
ResponderEliminarUn recuerdo fresco y enternecedor.
Raúl de la Puente
Me gustó, me encantó este relato. No hay recuerdo más bello que el del primer beso en la historia de los amores de una mujer. Para mí el primero y el último son siempre los mejores. Saludos.
ResponderEliminarCon cuánta gracia y ternura evoca. Muchas gracias por compartir tan bella historia.
ResponderEliminarQuien no recuerda el primer beso. Pueden pasar tantas cosas en la vida, pero el primer beso sigue marcado a fuego hasta nuestra muerte. ¿Qué será de él? ¿Lo ha vuelto a ver?
ResponderEliminarSaludos
Hay cosas que jamás se olvidan... Me ha encantado la parte de la parejita del cine... evidencia que hay un lenguaje más allá de las palabras. Preciosa historia Concha.
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