Los haikus de Papúa


Pablo Cingolani

Ni los jóvenes  japoneses ni menos aún los australianos o norteamericanos imaginaron –ni en la peor de sus pesadillas- ir a tener que librar una guerra en la isla de Nueva Guinea. Pero eso ocurrió, el siglo pasado, durante la segunda de las grandes guerras que asolaron al mundo. Ocurrió, al decir de T.E. Lawrence, al decir de alguien que sí sabía de guerras, porque si el dinero está detrás, cualquier cosa puede que ocurra, incluso una guerra entre samuráis y los mejores rugbiers de Su Majestad en la isla más endemoniada de todas, la isla grande que sus moradores originarios bautizaron como Papúa y los capitanes coloniales españoles del siglo XVI rebautizaron Nueva Guinea.

Desconozco la actual situación de la isla, y me da flojera enterarme por Wikipedia. Lo último que recuerdo de su historia contemporánea eran los sucesivos hallazgos de tribus que practicaban el canibalismo ritual –y que escandalizaban a Occidente a mediados de la década del 70, se oía: ¡ay estos paganos que se siguen comiendo entre ellos!- y la anexión de la mitad occidental de la isla –tan grande como Inglaterra y Francia juntas- por parte de las tropas indonesias de Suharto, las mismas que invadieron -antes o después lo mismo da ya que ambas fueron una carnicería de nativos-, la ex porción portuguesa de la isla de Timor.[1]
 
La isla de Nueva Guinea está caracterizada por una de las geografías más intrincadas del orbe. Inmensas cordilleras selváticas la atraviesan en todas direcciones, ríos infestados de desalmados cocodrilos y tiburones fluviales cortan a bisturí las montañas, conjugando abismos inverosímiles y territorios-santuario donde moraban las tribus, en medio de una flora de abigarrada desmesura y una fauna exótica, inusual, producto del aislamiento insular. 

Los entomólogos afirman que Papúa es uno de los paraísos mundiales de la especialidad y allí podían encontrarse arañas tan grandes como patos, escarabajos de colores tan cautivantes como siniestros, seiscientas variedades de pulgas, hormigas capaces de triturar metales, avispas de todo tipo, cada cual más despiadada y ponzoñosa, ciempiés dorados de cuatrocientos pares de patas. 

Hoy, seguramente, las trasnacionales han invadido la isla, vestido a los aborígenes, enchufado corned beef enlatado a la dieta local, suplantando la carne humana por carne de vaca, y acabado con las plagas, tapizando lo que quedó de la selva con DDT o cosas peores. 

No era así cuando empezaron los combates entre los nipones y los “wallabies”; Papúa, permítaseme el lugar común, fue un nuevo y recurrente corazón de las tinieblas.

* * *

Si yo anoto Takeshi Okada, estoy seguro que no digo nada a nadie.

Si yo insisto, y digo que Takeshi Okada era un sobrino, un pariente lejano, de Yukio Mishima, algunos ya comenzarán a interesarse o no, ya que Mishima sigue siendo un escritor maldito, no querido ni en Japón ni en ninguna parte.[2] A mí, me conmovió bastante, especialmente en mis épocas argentinas de militante político.[3] De ahí que yo sí me sorprendí cuando manos amigas (a través de este engendro claroscuro llamado Internet), me acercaron un tesoro escondido por más de medio siglo, los haikus de Takeshi Okada, el sobrino de Mishima, ex soldado de los ejércitos imperiales en la guerra isleña, y que por eso son conocidos como “Los haikus de Papúa”. 

El hallazgo de estos poemas no ha causado ningún revuelo en Japón ni en ninguna otra parte, no por el hecho de que Okada siga o sea asociado a la maldición de su tío, sino simplemente porque la persona que los encontró (es una historia dentro de la historia, que no cabe en este texto) pretendió, desde un inicio, que la noticia y algunos de los haikus que se van filtrando, traduciendo y filtrando, se difundan así, casi mano en mano, así sea virtualmente, entre aquellos, alrededor del mundo, que en verdad lo aprecien. En mi caso, los versos llegan por gentileza de mi amigo P. de Lisboa, quien los tradujo del japonés original. 

De manera escuetísima, diré que Takeshi Okada nació en una aldea de pescadores de atún de la isla de Hokkaido, al norte del archipiélago nipón, en 1923. A los seis, sus padres lo entregaron al cuidado de unos monjes zen. Allí se supone que se hizo haijin (el que escribe haiku). El budismo no impidió que fuese convocado a la milicia. Fue embarcado rumbo a Nueva Guinea los últimos días de 1941. Como sabía leer y escribir, por un tiempo, estuvo bajo la protección del general Imamura, en el cuartel general japonés de Rabaul. Luego, por un motivo que desconocemos –aunque algunos aluden a su afición al sake y a unos brebajes que cocinaban unos hechiceros papuanos con extrañas flores de la isla-, fue destinado a las tropas de ocupación del interior. 

Conocemos por testimonio de un ex compañero de armas, que tomó parte de la batalla de Buna, más luego su rastro se pierde, no sabemos si entre los senderos implacables de la floresta o en medio de la matanza espantosa que conllevó la guerra en el oriente de la isla. 

En realidad, sobre Takeshi Okada no se sabe más nada: son los azares agazapados que aún pueblan al mundo, son los secretos que aún podemos entrever y revelar, los que lo han traído, vivo y cantando, hasta nosotros.

* * *

La lírica de Okada impresiona. El motivo, en estos tiempos cínicos como diría mi amigo Colin, puede que ahora sea incomprensible, o tal vez no, quién sabe. Lo cierto es que la poética del joven soldado está cargada con la misma desmesura del entorno que lo rodea. 

Es muy cierto que Nueva Guinea lo marca a fuego, y no me refiero al infierno de las ametralladoras y los bombardeos bélicos, sino al fuego y las cicatrices de una realidad avasallante, tan distinta a la experimentada por el niño-joven-aspirante a monje en la gélida isla de Hokkaido, cuna de la modalidad japonesa de lo que nosotros conocemos como esquí.

No soy nadie para atreverme a una clasificación de la obra del desconocido Takeshi, pero si se me permite un mínimo afán taxonómico, habría que aludir y enmarcar a la obra de Okada como “haikus de selva”. El se convierte en un verdadero haijin de la selva, tal vez el más singular, por no decir el único. El mérito es doble. 

Trataremos de sintetizarlo. Por un lado, y aquí empezamos a cincelar los motivos que conmueven, porque Okada no está allí por voluntad propia: fue enviado a Oceanía por los generales que gobiernan su país mientras Hirohito proseguía sus estudios oceanográficos, como si el mundo no ardiese. 

He aquí un rasgo japonés por excelencia: el deseo de inmortalidad, la conjura mágica para detener a la muerte, que habita tanto en el orden cerrado de un templo –como el que amparaba a Takeshi-, o en la mente del emperador que seguía estudiando a las estrellas y los erizos de mar mientras los kamikazes se mataban por él. 

Es mi conjetura, mi personalísima conjetura y quiero que así se entienda: que los haikus papuanos de Takeshi Okada representaban exactamente lo mismo que las investigaciones marinas del emperador: una esfera, una muralla, un elixir y una abolición de todo lo que lo rodeaba, que era el espanto y que era la guerra, que era el banzai de los afiebrados campesinos vueltos guerreros y que era la guerra. De allí que conecten tan hondamente con la selva, como si la selva misma, fuese el círculo mágico protector, como si la selva misma fuese el muro invisible contra las balas y contra el horror, como si la selva misma fuese la pócima que salva, la fuente de la eterna juventud y el aguamiel de los dioses, como si la selva misma produjese, por encanto o por convicción, la supresión de todo. 

Así, el poder magnético de los haikus de Okada se demuestra como otra llave para entender la esencia misma de lo japonés y su desgracia, como consecuencia de su derrota completa en la guerra por el control del Pacífico. 

Mundos cerrados, aislados en lo intrínseco que los delimita como tales –las islas, por definición, son también eso-, cuando una circunstancia inesperada –la guerra en Manchuria fue la antesala del infierno propio- los altera, los arrastra de manera irremediable a su corrupción y a su perdición, el desgarro y el desarraigo son tales, son tan abrumadores, tan desoladores y desnudos atacan, que no queda nada. 

Entendiendo esto, no fue la apocalíptica bomba atómica lo que destruyó la minima moralia de un Mishima, fue que el emperador dejase a un lado los peces y los pulpos de sus acuarios, y le dijese al mundo -¡por un aparato radiofónico!- que él no era un Dios ni nada parecido. Ese sentimiento de pertenencia a lo mejor del ensimismamiento nipón es el mejor legado de la poética de Okada.

Pudo morir en Buna –“una lluvia negra y dolorosa/hizo que hasta los cuervos/callen” dice sobre la batalla, un haiku de autor desconocido, incluido en una historia militar de la guerra de Papúa, editada en Tokio en los ochentas- o pudo intuir en la tensión evidente entre su ser poeta y su ser combatiente que la inminencia reveladora de la guerra era la destrucción absoluta, no de Japón sino de lo que Japón representaba para él. 

Tal vez, en ese orden, esa dimensión que es también y sobre todo un ámbito de lo sagrado, Takeshi no sólo escapó de la muerte entre los obuses, sino que siguió buscando la inmortalidad allí donde abrevaban sus haikus, y sigue vagando y sigue errando, y sigue peregrinando por las selvas, como algunos otros soldados-poetas, como algunos otros poetas-soldados. Está claro que la evocación a la belleza, no es sólo estética.

Pablo Cingolani
Río Abajo, 10 de octubre de 2012




[1]  Este hecho, si tuvo repercusión internacional, no así la conquista de Irián, que así llamaron los de Yakarta, la parte que se tomaron de Papúa. Una novela de Timothy Mo, La redundancia del valor, denunció el genocidio en Timor.
[2] Cuando su suicidio, dicen que Hemingway estaba en Cuba y alguien fue con la noticia, creyendo que el autor de ¿Por quién doblan las campanas? se estremecería. Hemingway dejó a un lado su daiquiri, volvió a inquirir a su interlocutor y luego escupió: Dígame, ¿Quién carajos es Mishima?
[3]  Algunos de sus libros (“El Pabellón de Oro”, de manera especial) y las películas de Kurosawa (“Ran”, “Kagemusha”) sintonizaban bien con la mística de sacrificio que caracterizaba a Montoneros.

Publicar un comentario

2 Comentarios

  1. Qué gran historia. Me recordó a los soldados japoneses perdidos en Guam y Filipinas. Esos que fueron encontrados en los setenta y que pensaban que la guerra seguía. Tres décadas mirando las estrellas, enamorándose de ellas y a ratos hastiándose de ellas.
    A Mishima lo amamos por acá.
    Monumental aporte, Pablo. Comparta esos haikus. Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Me tomé dos días para leerlo con el cuidado que se debe leer un escrito tuyo, Pablo. La historia es fascinante, tu aporte personal, enorme, la erudición desplegada con precisión, sin ostentación, sin excesos, es lo que se desearíamos encontrar en tantos lugares a los que nos gusta la buena lectura, las causas nobles, las historias que merecen ser contadas.

    Un orgulloso abrazo

    ResponderEliminar