Por Pablo Cingolani
"Cuando los vientos se levantan, tanto hombres como bestias se tornan dubitativos y olvidadizos, quedando totalmente incapacitados. A veces se oyen notas tristes y lastimeras y gritos quejumbrosos, de manera que las visiones y los sonidos del desierto confunden a los hombres, que ya no saben dónde van. Pero todo se debe a la acción de los demonios y espíritus malignos" escribió Xuanzang (596-664), viajando dieciséis años entre eriales y nevados, buscando los textos sagrados del budismo.
"Los hombres oyen esas voces de espíritus, y muchas veces oís resonar en el aire muchos instrumentos de música, y sobre todo tambores, y entrechocar de armas", hizo anotar Marco Polo sobre los mismos sonidos de la arena seis siglos después. Espíritus malvados llenaban el aire del desierto de Gobi (Lop en el Libro de las maravillas), en la actual Mongolia, y con sus trampas auditivas cercaban y hacían perecer al viajero: el argumento es probable que lo haya tomado –sin citarlo- de la Crónica de la Peregrinación al Oeste, el gran legado literario de Xuanzang.
Menos esotérica que las explicaciones del chino y el veneciano, la ciencia hoy nos dice que los sonidos del arenal son emisiones producidas por el desplazamiento incesante de las millones de partículas que lo conforman. Pero, ¿a quién le importa lo que diga la ciencia? La arena canta, y el sonido de la duna sigue siendo uno de los fenómenos más desconcertantes y misteriosos de la naturaleza.
Quienes han oído a las arenas asociaron el sonido que producen con campanas, cadenas, trompetas, órganos, oboes, timbales, sirenas, ballenas, cañonazos, relinchos, truenos, cascadas, sierras, hélices de avión, arpas, violines, delfines, aullidos, maullidos, gemidos y murmullos: un investigador observó que pequeñas avalanchas inducidas en una duna en el desierto de Yuma creaban sonidos similares a los del didgeridoo, el instrumento emblema de los aborígenes australianos. Si uno iba por los lados de Algarrobo del Águila, al oeste pampeano, los arenales se oían a malón, a muchos caballos juntos, a indios y también a bandidos. Se oía a cacique Pincén y también al fugitivo Bairoletto. Ahora no sé si se seguirán oyendo así. En Hungría, hay un solo médano, y suena a fagot y a paprika.
Hay dos tipos de arena: la crujiente o silbante y la retumbante. La crujiente es la que suena cuando arrastramos nuestros pies por la playa. La retumbante es la arena de los desiertos o la arena de los médanos traseros, lejos del agua del mar. La retumbante es la arena que asombró a los caravaneros de la seda, intrigó a Charles Darwin, sedujo a Laszlo Almasy, el verdadero paciente inglés de la película. La crujiente es la que te seducía hace añares cuando ibas detrás de Mascaró, circense y guerrillero, buscando barcos hundidos por los lados de La Pedrera- Uruguay, y te parabas a mirar el océano, y tu mirada llegaba invencible hasta Namibia.
La arena siempre llamó la atención de los hombres. Sven Hedin, el sueco nazi que cruzó el Takla Makan con la ayuda de su rey y el millonario Nobel, escribió en medio de la travesía: "Comienzo a reflexionar sobre la extraña naturaleza de la arena: un elemento suplementario, intermediario entre la roca y el agua. Aunque derivada del granito, obedece a las mismas fuerzas que el agua; como el océano, se levanta bajo el influjo del viento en altas olas y, al igual que ellas, avanza por el impulso de la brisa lentamente, pero con una fuerza irresistible". Hedin buscaba ciudades sumergidas en los desiertos del Asia Central y casi queda como los tesoros que anhelaba: enterrado bajo toneladas de arena. Así quedó Katak, la Sodoma del Turquestán, cuando "empezó a llover arena", por culpa de los pecados de sus habitantes. También Khotan, antigua capital provincial china, fue tragada y hundida.
La arena purificadora: Ho-lo-lo Kia y otras trescientas ciudades yacen bajo las arenas del Takla –el más temido- según el relato de Xuanzang. William Johnson, en 1865, partió desde la India al voraz desierto para certificarlo. El inglés llegó muy cerca de la supuesta ubicación de Khotan y halló una de las ciudades sumergidas pero anhelaba más. Escribió —apasionado y apasionante—: "A una distancia de unos nueve kilómetros al noroeste de Ilchi, se encuentra el gran desierto de Takla Makan. Dicen de sus arenas que avanzan como enormes olas arrollándolo todo y que han llegado a enterrar trescientas sesenta ciudades en sólo veinticuatro horas". El relato da vértigo.
Las vibraciones acústicas que produce la arena son primas de los espejismos. Pero oímos y vemos lo que queremos ver u oír: címbalos amenazantes en son de guerra y catástrofe o la Itaca deseada y nunca atisbada o el oasis que, según Gargiulo, "no es sino la confirmación del amor por las ciudades, por el lujo y por las hazañas". Babeles, castillos, tesoros, sueños: la arena —invicta— se lo devora todo.
Borges, siempre Borges, le dedicó un cuento a la arena: El libro de arena, la historia de un volumen de incalculables hojas porque "ni el libro ni la arena tienen principio ni fin". El monstruo termina perdido en un anaquel del sótano de una biblioteca donde se atesoran 900.000 obras. Dice la zamba más linda de todas: "Arena, arenita/ arena guarda mi huella/ para que en las vendimias/ mi vida, yo vuelva a verla" (La Arenosa, del Cuchi y Manuel Castilla). Una clepsidra colosal que contuviera toda la arena del desierto yendo y viniendo puede que sea una metáfora sobre la eternidad. ¿Y si el desierto no fuese más que polvo del cielo destruido?, se preguntaban los tuaregs, antiguos Señores de la Arena, hoy condenados al sedentarismo.
Una vez, cuando era niño, leí -¿en algún libro de Jorge Amado?- que había tantas estrellas en el universo como granos de arena en las playas y eriales del planeta: desde entonces —estoy seguro—, quise escribir estas palabras.
Pablo Cingolani Río abajo, 22 de octubre de 2012
"Los hombres oyen esas voces de espíritus, y muchas veces oís resonar en el aire muchos instrumentos de música, y sobre todo tambores, y entrechocar de armas", hizo anotar Marco Polo sobre los mismos sonidos de la arena seis siglos después. Espíritus malvados llenaban el aire del desierto de Gobi (Lop en el Libro de las maravillas), en la actual Mongolia, y con sus trampas auditivas cercaban y hacían perecer al viajero: el argumento es probable que lo haya tomado –sin citarlo- de la Crónica de la Peregrinación al Oeste, el gran legado literario de Xuanzang.
Menos esotérica que las explicaciones del chino y el veneciano, la ciencia hoy nos dice que los sonidos del arenal son emisiones producidas por el desplazamiento incesante de las millones de partículas que lo conforman. Pero, ¿a quién le importa lo que diga la ciencia? La arena canta, y el sonido de la duna sigue siendo uno de los fenómenos más desconcertantes y misteriosos de la naturaleza.
Quienes han oído a las arenas asociaron el sonido que producen con campanas, cadenas, trompetas, órganos, oboes, timbales, sirenas, ballenas, cañonazos, relinchos, truenos, cascadas, sierras, hélices de avión, arpas, violines, delfines, aullidos, maullidos, gemidos y murmullos: un investigador observó que pequeñas avalanchas inducidas en una duna en el desierto de Yuma creaban sonidos similares a los del didgeridoo, el instrumento emblema de los aborígenes australianos. Si uno iba por los lados de Algarrobo del Águila, al oeste pampeano, los arenales se oían a malón, a muchos caballos juntos, a indios y también a bandidos. Se oía a cacique Pincén y también al fugitivo Bairoletto. Ahora no sé si se seguirán oyendo así. En Hungría, hay un solo médano, y suena a fagot y a paprika.
Hay dos tipos de arena: la crujiente o silbante y la retumbante. La crujiente es la que suena cuando arrastramos nuestros pies por la playa. La retumbante es la arena de los desiertos o la arena de los médanos traseros, lejos del agua del mar. La retumbante es la arena que asombró a los caravaneros de la seda, intrigó a Charles Darwin, sedujo a Laszlo Almasy, el verdadero paciente inglés de la película. La crujiente es la que te seducía hace añares cuando ibas detrás de Mascaró, circense y guerrillero, buscando barcos hundidos por los lados de La Pedrera- Uruguay, y te parabas a mirar el océano, y tu mirada llegaba invencible hasta Namibia.
La arena siempre llamó la atención de los hombres. Sven Hedin, el sueco nazi que cruzó el Takla Makan con la ayuda de su rey y el millonario Nobel, escribió en medio de la travesía: "Comienzo a reflexionar sobre la extraña naturaleza de la arena: un elemento suplementario, intermediario entre la roca y el agua. Aunque derivada del granito, obedece a las mismas fuerzas que el agua; como el océano, se levanta bajo el influjo del viento en altas olas y, al igual que ellas, avanza por el impulso de la brisa lentamente, pero con una fuerza irresistible". Hedin buscaba ciudades sumergidas en los desiertos del Asia Central y casi queda como los tesoros que anhelaba: enterrado bajo toneladas de arena. Así quedó Katak, la Sodoma del Turquestán, cuando "empezó a llover arena", por culpa de los pecados de sus habitantes. También Khotan, antigua capital provincial china, fue tragada y hundida.
La arena purificadora: Ho-lo-lo Kia y otras trescientas ciudades yacen bajo las arenas del Takla –el más temido- según el relato de Xuanzang. William Johnson, en 1865, partió desde la India al voraz desierto para certificarlo. El inglés llegó muy cerca de la supuesta ubicación de Khotan y halló una de las ciudades sumergidas pero anhelaba más. Escribió —apasionado y apasionante—: "A una distancia de unos nueve kilómetros al noroeste de Ilchi, se encuentra el gran desierto de Takla Makan. Dicen de sus arenas que avanzan como enormes olas arrollándolo todo y que han llegado a enterrar trescientas sesenta ciudades en sólo veinticuatro horas". El relato da vértigo.
Las vibraciones acústicas que produce la arena son primas de los espejismos. Pero oímos y vemos lo que queremos ver u oír: címbalos amenazantes en son de guerra y catástrofe o la Itaca deseada y nunca atisbada o el oasis que, según Gargiulo, "no es sino la confirmación del amor por las ciudades, por el lujo y por las hazañas". Babeles, castillos, tesoros, sueños: la arena —invicta— se lo devora todo.
Borges, siempre Borges, le dedicó un cuento a la arena: El libro de arena, la historia de un volumen de incalculables hojas porque "ni el libro ni la arena tienen principio ni fin". El monstruo termina perdido en un anaquel del sótano de una biblioteca donde se atesoran 900.000 obras. Dice la zamba más linda de todas: "Arena, arenita/ arena guarda mi huella/ para que en las vendimias/ mi vida, yo vuelva a verla" (La Arenosa, del Cuchi y Manuel Castilla). Una clepsidra colosal que contuviera toda la arena del desierto yendo y viniendo puede que sea una metáfora sobre la eternidad. ¿Y si el desierto no fuese más que polvo del cielo destruido?, se preguntaban los tuaregs, antiguos Señores de la Arena, hoy condenados al sedentarismo.
Una vez, cuando era niño, leí -¿en algún libro de Jorge Amado?- que había tantas estrellas en el universo como granos de arena en las playas y eriales del planeta: desde entonces —estoy seguro—, quise escribir estas palabras.
Pablo Cingolani Río abajo, 22 de octubre de 2012
6 Comentarios
Arena entre los dedos, era un lugar común para retratar el sentido del tiempo en la vida.
ResponderEliminarLas estrellas se disuelven cuando las miras fijamente.
Buenísimo
Muy bueno, saludos!
ResponderEliminarLas arenas del tiempo. Las dunas van acaparando lugares, casi nunca es al revés.
ResponderEliminarPara reflexionar largo tiempo.
Gracias señor Cingolani.
Pablo Cingolani es el gran maestro del sueño.
ResponderEliminarLa arena me suena refrescante porque la asocia a las playas donde pasé mis veranos, aunque ésta no es en sí la que me aliviase el calor sino el mar pero la mente es arbitraria al recordar. Hermoso texto, diverso en todo sentido.
ResponderEliminarPasaba, al menos antes, que el desierto de Gobi o el de Atacama, era engullido por un agujero negro, dentro de un frasquito de vidrio, sobre nuestro velador. Luego el ciclo volvía a repetirse. Nos permitía sentirnos como dioses contemplando un universo a escala.
ResponderEliminarExtraordinario escrito, amigo Cingolani. Pude sentir el rumor de la arena a través de tus palabras.
Un abrazo fuerte