Por Aldo Alcota
1
Somos cinco. Cinco con gafas. Cinco individuos en la boca de la noche. Estamos en un restaurant donde pedimos bocatas y dos jarras de cerveza. Continuamos la charla que habíamos iniciado antes en el Café Imago, propiedad de Arturo, un cubano amante de las pinturas de Lam. Nos traen cinco bocatas labrador con mucho huevo. En la pared y cerca de la puerta del baño hay un televisor. Los cinco brindamos por nuestra reunión mientras emiten un programa sobre el fallecido cineasta José Luis Borau. Comemos y hablamos sobre él. Mauricio, uno de los cinco, dice haber tenido un romance hace años con Alicia Sánchez, la actriz que se desnuda en la película Furtivos. El azar nos premia y todos vemos la candente escena en el instante en que la primera jarra de cerveza ha quedado vacía. Juan comenta su admiración por la actriz Lola Gaos. Yo digo que la Gaos me recuerda a Terele Paredes, las dos poseedoras de una fuerza salvaje capaz de pegarte una patada tipo caballo y dejarte sin respiración. Recuerdo a Gaos en Viridina, cuando se levanta la falda y asigna a este gesto el poder de una cámara fotográfica, inmortalizando de manera surrealista a sus compañeros vagabundos alrededor de una larga mesa, parodia de la última cena de Leonardo. Borau ya no está, no queda más cerveza y los labradores deben estar bien dormidos en nuestros estómagos.
La camarera del local es rubia y sonríe a medio mundo. Nuestra charla parece interminable al igual que su sonrisa. Ella es el personaje femenino que nos falta para la escena de nuestra conversación nocturna, filmada por la vida misma. Sebastián pronuncia pocas palabras. Le preocupa beber demasiado y llegar a casa nuevamente borracho. Su mujer le ha dado ya unas cuantas palizas con el mocho. Mira sus manos, mira la televisión, pide un café, después se rasca el cuello con la mano izquierda y pide una copa de vino. Juan no para de demostrar su fanatismo por el cine italiano de acción de los setenta y ochenta. Otra jarra por favor. Las palabras de Juan son una enredadera que nos atrapa. Luis me pregunta si he visto estas películas. Le respondo que sólo he visto unas con Fabio Testi. Regresa la camarera con nuestro pedido y nos fijamos en sus pechos, prominentes como una Mamma Roma. A Mauricio se le acaba de ocurrir una idea: fundar una residencia llamada Oblómov, donde todo el mundo que llegué allí disfrute de estar en la cama, encerrado en una habitación rodeado de libros, sin hacer nada de nada. Juan pide que haya un televisor o un ordenador en cada cuarto para ver cine. El resto llega al acuerdo que debe tener buena comida. Sebastián se ofrece para cocinar arroz al horno y diversidad de estofados. Hoy no tengo ganas muchas ganas de dormir. Los cinco parecemos dedos de una mano que habla. Nadamos en una marea de cerveza y Sebastián lleva una preocupación en la espalda que lleva por nombre De la paliza de tu esposa no te salvas. Esa no la filmó ni Borau ni Buñuel. Otra jarra se avecina.
2
Nos dirigimos al bar Cyrano. Caminamos a paso lento, muy lento. Empiezo a creer que cuando nos acercamos más a nuestro destino envejecemos. Nos hacemos más longevos con cada paso que damos. Si llegamos al bar tendrán que pasarnos un bastón y conducirnos a una sala con sillas mecedoras. A Luis le duelen los pies. Comenta que los pies le crecen dentro de unos pequeños zapatos. Mauricio ríe al ver una pareja discutir cerca de un semáforo. Sebastián tiene los ojos puestos en el cielo esperando alguna lluvia que le lave la cara y le despierte de su pesadilla. Juan fuma un cigarrillo. Su mente es Lola Gaos repartiendo potentes bofetadas en una fiesta de Salerno o en un casal fallero. Me da por meterme la mano a uno de los bolsillos de mi chaqueta. Necesito un chicle. Saco un silbato de plástico, de color verde. Me pregunto por qué lo tengo. Quién me lo regaló. No recuerdo haber estado en una huelga o en un carnaval. La noche es nuestra. Caminamos por un pizarrón negro entre coches mal aparcados y calles vacías. Uno que otro transeúnte busca una tienda a medianoche con la intención de cambiar su sombra. Nuestras sombras parecen zozobrar en el pavimento. Son abrumadas pero las queremos. Son simpáticas y jamás nos abandonan. Nos cuidan. Luis llora. Perdonen pero no aguanto más. Necesito derramar lágrimas de cocodrilo. Estoy gordo. Como mucho y mi barriga crece. Soy un Ubú, un gordo estúpido. La ansiedad me está matando. Trago sin parar y no sé lo que me echo a la boca. Quiero tener un cuerpo como Kent. Ser como el muñeco Kent, bien engominado, sentirme bello, comer menos, andar en bicicleta, tener unas cuantas admiradoras. Parezco un hipopótamo pigmeo. Me afeitaré. No me gusta la barba que llevo. Quiero bailar sin cansarme. Me siento un gordo infame. Si eructo reventaré. Necesito que me ayuden. Calma Luis, calma. Todos le abrazamos. Le agarramos las piernas y brazos y le vapuleamos. ¡Uno, dos, tres! Lo tiramos hacia arriba. No podemos cogerle rápidamente y se nos cae al suelo. Como si cayera un saco de patatas. Del llanto pasa a la carcajada. Se levanta y pide un cigarrillo a Juan. La mente de éste es ahora Maribel Verdú con lencería roja.
Antes de llegar al Cyrano nos encontramos con Arturo. Su tez morena trata de armonizar con su camisa y pantalón blanco. Sus zapatillas son verdes y deambula sin pisar el asfalto. Va por los aires con las manos en los bolsillos. Hermanos, que bueno encontrarles a estas horas de la noche. Veo que continúan con su peregrinación buscando algo. Algo que les asombre. El asombro está en la esquina. Yo me asombro de ustedes. Ustedes son la sorpresa nocturna hecha carne. Yo les bendigo. Soy vuestro mentor. Acudan a mí cuando tengan algún problema. Ahora me tengo que ir y no podré ayudarles. Pero mañana sí. Ahora quiero dormir, he trabajado bastante. Me han prometido que mañana volverán a Imago. Se los agradezco hermanos. Confío en vuestra palabra. Lástima que no pueda fiarles. En un futuro puede que sea. Un placer. Vi como de la frente de Arturo crecían dos cuernos al estilo Lam. Desaparece como una efervescencia. Se desintegra en la primera cuadra. Se fue lejos a cerrar los ojos y olvidarse de nosotros.
3
Estamos dentro, sentados alrededor de una mesa con cinco gin tonic. Somos bienvenidos en el Cyrano. Por suerte no hemos envejecido. Estamos callados por unos minutos. Al frente tenemos una pared con los rostros de numerosas estrellas del pop y rock pintadas con aerógrafo. Somos figuras de un museo de cera. Nadie habla. Sebastián se agarra la cabeza y teme que esta noche sea asesinado por su mujer. Mauricio se para y va a la barra por cacahuetes. El camarero es un verdadero Popeye, calvo y con una prominente barbilla. Lleva una pipa de juguete en la boca. Le gusta bromear con sus clientes y contarles historias de sus años en la marina mercante. Lleva en su brazo izquierdo un tatuaje que dice King Chabelo y se lo muestra a Mauricio, desesperado por cacahuetes. Hubo una temporada en que imaginaba que era un marino que se quedaba en Tahití y aprendía muy bien el francés. No están mal estos cacahuetes ni la postura de maniquíes que hemos adoptado. Juan rompe el silencio con un discurso sobre el cine de Jesús Franco. Si pudiera estar aquí su estrella Klaus Kinski y patearnos la mesa, derribar los vasos y convencer a Luis que no está tan gordo y a Sebastián que su esposa está muy contenta y le dará un dulce beso de bienvenida, cogerá su mano, lo meterá en la cama y le leerá un cuento del patito beodo. Mauricio me toca el hombro y me confiesa que vivimos en una de las ciudades más anti-literarias de España, un lugar que jamás será Madrid y Barcelona, que su hijo se ha leído todos los Harry Potter y no puede pasar la décima página de Tom Sawyer, que todas las mentes brillantes de Valencia acaban por emigrar a otra parte, que Joyce estaba casado con una mujer que no leía sus escritos, que los cacahuetes le saben a mierda, que tiene ganas de ir a mear pero antes le apetece preguntarles a las dos chicas que están en la otra mesa si tienen fuego en sus corazones, que su abuelo conoció a Blasco Ibáñez. La música está cada vez más fuerte y no escucho lo nuevo que me quiere decir. Juan cree tener bailando dentro de su cabeza a Melanie Olivares vestida de odalisca. Sebastián parece ya no tener mirada humana. Es un robot igualito a los de mi infancia a principios de los ochenta. Muñeco androide, Sebastián R2D2, con las pilas a punto de caducar, a punto de caerse de la silla. Luis se come las uñas, le vuelve asaltar el hambre de madrugada. Ya no debe quedarle nada en su nevera, como la mía. Me gustaría viajar en una carabela rumbo a una tierra lejana, llegar a una isla y comer todo el día mango y piña. Disfruto el pan con aguacate a las cinco de la tarde, acompañado por una taza de té caliente y Mauricio quiere vino, quiere whisky, dice que esta ciudad es el centro de los jubilados del mundo, apenas trata de levantarse y quiere irse a la punta de un cerro y cagarse en todos.
4
La semana pasada mi mujer me lanzó un plato, varios, platos azules, verdes, rojos, amarillos, un arcoíris de loza y no pudo acertar en mi cabeza pero es precisa en darme con el palo del mocho por la espalda, pero ya no bebo tanto como antes, fumo menos y soy un excelente cocinero, pídeme una paella y te la hago, pídeme que te cocine carne al horno y no probarás mejor manjar que el mío, pídeme tarta de Santiago y allí la tienes reluciente como una esponja recién comprada y perfumada, no quiero que me dejen solo, acompáñenme a casa, se quedan abajo mientras subo, me dan apoyo moral mientras subo, abro la puerta y despierto a mi mujer con un fuerte beso, ustedes seguirán abajo hasta que todo esté tranquilo y si algo malo le ocurre a mi integridad, avisen algún vecino o ya decidirán que hacen con mi cuerpo, que sea digno porque mi mujer es capaz de arrojarme en una bolsa de basura a un contenedor y decirle a mis hijos que me fui lejos con otra, dueña de un bar, una ex modelo que me presentará lo más bajo de la sociedad, pero si mi bajeza es un arte, insuperable, yo que tengo en mis manos el cielo y lo convierto en un vaso y me lo trago y lo devuelvo lleno con la sangre de mi juventud, el mejor vino de todos los tiempos, no me dejen solo, vale, sean buenos chicos y les cocino un salmón con patatas y cebolla, he visto, escúchenme por favor, necesito un cigarrillo, no debería pero lo necesito, he visto, escúchenme, he visto una alquería abandonada, un perfecto lugar para la residencia Oblómov, eso sí, tendríamos que hacerle una reforma, comprar muchas camas para todo aquel que quiera olvidarse del mundo, no quiera salir de la habitación y ser atendido como príncipe.
Ya estamos lejos del Cyrano. Se mueven las calles. Cada vez se nos hace más complicado caminar. Pienso en una competencia de tortugas, en la sonrisa de una tortuga dedicada a nuestra noche, la reunión de los cinco sin un sentido claro de hacia dónde vamos, si a otro garito, a casa de Sebastián, a tener ganas de orinar en un árbol, a seguir la charla de cine, entusiasmo no falta aunque nuestras piernas se dejan caer como pájaros dormidos en pleno vuelo. Vamos en fila, uno habla y el resto escucha el eco y se cambia de un tema a otro y otro, las actrices ya son actores y las escenas de antología pasan a ser publicidad de televisión. Creemos que nos están filmando en medio de una noche sosa, otoñal. Nuestras palabras dan algo de entusiasmo a la noche. Ella se atreve a mostrarnos su escote, sus pechos y sorbemos todos de allí, de sus pechos llenos de vino y cerveza. Todos componemos un cuadro homenajeando a Sileno, la pintura de Ribera, un valenciano que se fue a Nápoles, el Sileno gordo de Ribera, Sebastián ya no quiere ser Kent, quiere ser Barbie, un Sileno Barbie, nos dice que quiere tener los mismos pechos de la noche, de la camarera de los bocatas, ser Magdalena Ventura, mujer con barba, como el otro cuadro de Ribera, somos un Ribera oscuro y a la vez nos rodea un aire disparatado. La noche se despeina y Mauricio habla de unas facturas que no ha pagado. Se me olvida que soy yo. Que posiblemente sea un actor protagonizando una película. Tengo pendiente otros contratos para una futura serie. Juan se alegra, me pide que le consiga autógrafos de todas sus actrices favoritas de España, que su cabeza es ahora Victoria Abril con traje de Gatúbela, le come la boca, Juan pierde las gafas, suceso anunciado con petardos y fuegos artificiales. No quiere llegar a casa. Tiene que escribir una crónica sobre Sagunto, encargado por una web de turismo. Tiene pereza. Prefiere no enfrentarse en unas horas más al ordenador, a la pantalla blanca. Quiere pasear. Vislumbra su cama en la residencia Oblómov y yo quiero ver el mar. Desde aquí está lejos. Una bicicleta. Vamos todos en bicicleta. Nos arrojamos con ellas al mar. Vienen unas falleras a buscarnos con un puro entre los labios, nos miman, nos dan fruta, nos sirven el vino en copas de oro. Somos cinco lunares descoloridos de un vestido de mercadillo y la noche lo quiere para ir a cenar con Johnny Depp. Mauricio detesta a Depp. A Brad Pitt. Para él todos los nuevos actores de Hollywood tienen cara de nenes, niños jugando a ser adultos. Todo el mundo es un centro infantil. Pasamos por un restaurant chino, su letrero nos encandila, está cerrado, sentimos tenedores punzándonos la piel, la noche nos da palmaditas en el culo, nos invita a dormir y dan vueltas en mi cabeza los pechos de la camarera rubia, la emperatriz de los bocadillos. A Luis le da por llorar otra vez. Ansía ser Magdalena Ventura. Sebastián le aconseja que se ponga dos grandes naranjas y un sujetador. La noche se ríe de nosotros. Con ganas. Ya no es tan sosa. Es desquiciada y huele a tomillo. Creo ver a Arturo conduciendo un autobús fuera de servicio, nos hace un gesto obsceno con el dedo medio, dedo corazón, dedo cordial. Los cuernos de su frente son cada vez más Lam. Tiene la cara más morena, el pelo rojizo. Somos cinco con gafas empañadas. Hay que limpiarlas de vez en cuando. Pasa el autobús de Arturo y no nos lleva. Fuera de servicio. Nuestros pasos en cámara lenta. Despacio, muy despacio. Qué hora es. Ninguno lleva reloj. Yo tenía uno y no sé donde lo dejé. Se me viene a mis recuerdos el loco gordo que llevaba en sus manos un cono de tránsito y me pregunta la hora en la puerta del Mercado Central. Dichoso que me pregunten cosas y me vean como un sabio del tiempo. Mauricio estornuda. Veo la luz de las farolas alumbrando los árboles, con sus hojas imitando el brillo del cristal de Murano. Otra vez Mauricio, su nariz agarrotada, busca sus llaves en los bolsillos de su pantalón y no las encuentra. Las llaves de su casa. Su mujer y su hijo se han ido de viaje a Cuenca. Está solo. Sin llaves. Sin un duro como todos. Sin poder coger un taxi.
Ya estamos lejos del Cyrano. Se mueven las calles. Cada vez se nos hace más complicado caminar. Pienso en una competencia de tortugas, en la sonrisa de una tortuga dedicada a nuestra noche, la reunión de los cinco sin un sentido claro de hacia dónde vamos, si a otro garito, a casa de Sebastián, a tener ganas de orinar en un árbol, a seguir la charla de cine, entusiasmo no falta aunque nuestras piernas se dejan caer como pájaros dormidos en pleno vuelo. Vamos en fila, uno habla y el resto escucha el eco y se cambia de un tema a otro y otro, las actrices ya son actores y las escenas de antología pasan a ser publicidad de televisión. Creemos que nos están filmando en medio de una noche sosa, otoñal. Nuestras palabras dan algo de entusiasmo a la noche. Ella se atreve a mostrarnos su escote, sus pechos y sorbemos todos de allí, de sus pechos llenos de vino y cerveza. Todos componemos un cuadro homenajeando a Sileno, la pintura de Ribera, un valenciano que se fue a Nápoles, el Sileno gordo de Ribera, Sebastián ya no quiere ser Kent, quiere ser Barbie, un Sileno Barbie, nos dice que quiere tener los mismos pechos de la noche, de la camarera de los bocatas, ser Magdalena Ventura, mujer con barba, como el otro cuadro de Ribera, somos un Ribera oscuro y a la vez nos rodea un aire disparatado. La noche se despeina y Mauricio habla de unas facturas que no ha pagado. Se me olvida que soy yo. Que posiblemente sea un actor protagonizando una película. Tengo pendiente otros contratos para una futura serie. Juan se alegra, me pide que le consiga autógrafos de todas sus actrices favoritas de España, que su cabeza es ahora Victoria Abril con traje de Gatúbela, le come la boca, Juan pierde las gafas, suceso anunciado con petardos y fuegos artificiales. No quiere llegar a casa. Tiene que escribir una crónica sobre Sagunto, encargado por una web de turismo. Tiene pereza. Prefiere no enfrentarse en unas horas más al ordenador, a la pantalla blanca. Quiere pasear. Vislumbra su cama en la residencia Oblómov y yo quiero ver el mar. Desde aquí está lejos. Una bicicleta. Vamos todos en bicicleta. Nos arrojamos con ellas al mar. Vienen unas falleras a buscarnos con un puro entre los labios, nos miman, nos dan fruta, nos sirven el vino en copas de oro. Somos cinco lunares descoloridos de un vestido de mercadillo y la noche lo quiere para ir a cenar con Johnny Depp. Mauricio detesta a Depp. A Brad Pitt. Para él todos los nuevos actores de Hollywood tienen cara de nenes, niños jugando a ser adultos. Todo el mundo es un centro infantil. Pasamos por un restaurant chino, su letrero nos encandila, está cerrado, sentimos tenedores punzándonos la piel, la noche nos da palmaditas en el culo, nos invita a dormir y dan vueltas en mi cabeza los pechos de la camarera rubia, la emperatriz de los bocadillos. A Luis le da por llorar otra vez. Ansía ser Magdalena Ventura. Sebastián le aconseja que se ponga dos grandes naranjas y un sujetador. La noche se ríe de nosotros. Con ganas. Ya no es tan sosa. Es desquiciada y huele a tomillo. Creo ver a Arturo conduciendo un autobús fuera de servicio, nos hace un gesto obsceno con el dedo medio, dedo corazón, dedo cordial. Los cuernos de su frente son cada vez más Lam. Tiene la cara más morena, el pelo rojizo. Somos cinco con gafas empañadas. Hay que limpiarlas de vez en cuando. Pasa el autobús de Arturo y no nos lleva. Fuera de servicio. Nuestros pasos en cámara lenta. Despacio, muy despacio. Qué hora es. Ninguno lleva reloj. Yo tenía uno y no sé donde lo dejé. Se me viene a mis recuerdos el loco gordo que llevaba en sus manos un cono de tránsito y me pregunta la hora en la puerta del Mercado Central. Dichoso que me pregunten cosas y me vean como un sabio del tiempo. Mauricio estornuda. Veo la luz de las farolas alumbrando los árboles, con sus hojas imitando el brillo del cristal de Murano. Otra vez Mauricio, su nariz agarrotada, busca sus llaves en los bolsillos de su pantalón y no las encuentra. Las llaves de su casa. Su mujer y su hijo se han ido de viaje a Cuenca. Está solo. Sin llaves. Sin un duro como todos. Sin poder coger un taxi.
5
Decidimos acompañar a Sebastián a su finca y esperarle en la calle. En el trayecto, cada uno quiso definir su noche. Un viento desapacible golpea nuestras caras de títeres de la noche.
Mauricio: Una palabra por inventar bañada en petróleo.
Sebastián: Mi mujer roncado y esperándome con el mocho.
Juan: Perdido en un film sobre Júpiter y caer en su atmósfera.
Luis: Ser una negra tocando un violín de oblea.
Yo: Torres de neumáticos rodeando a un Sileno de Lam.
Llegamos. Sebastián entra. Esperamos. Juan fuma. Mauricio estornuda sin parar. Luis clava sus ojos en la luna y después en un vaso de plástico apoyado en la acera. Yo trato de acordarme si he sacado la ropa de la lavadora. Está a punto de llover. El perrito de porcelana que aparece en la última saga de James Bond está agotado en varias tiendas de Londres. Lo leí ayer en el periódico. Diez minutos aguardamos. Baja Sebastián tapando con su mano la boca. Su mujer le acaba de dar un puñetazo en los dientes y le ha roto uno de los incisivos centrales. Es un diminuto pedazo. Reuniremos dinero y le pagaremos un empaste. No le agrada dormir ahora en su apartamento. Le digo que puede pasar la noche donde vivo sin problemas. Mauricio me pide que también le invite a amodorrarse en mi morada. Perdió las llaves y no hay nadie que le abra la puerta. Luis tiene los ojos con lágrimas. Me exige frenético un espacio de acogida, un rincón, lo que sea. Evitar comerse una tarta de selva negra esperándole en su nevera sería un acto muy beneficioso para su dignidad. Huir del venenoso pastel. Juan me confiesa no tener ganas de redactar el texto sobre Sagunto. No tiene ganas de teclear un ordenador hasta nuevo aviso. Le invito. Nos vamos los cinco. Va a llover y fuerte. Es mejor apurar la marcha, darle vigor a las extremidades, acelerar, vamos, ya estamos en el recinto, entramos, enciendo la luz, treinta metros cuadrados, un estudio con una diminuta cocina, un salón-dormitorio sin sofá, una angosta y alta estantería con setenta libros, una mesa, dos sillas y un baño con un par de toallas, una pasta de dientes por la mitad, un cepillo gastado, un envase de champú blanco, un jabón líquido y un minúsculo espejo sin marco. Caen rendidos en el suelo. Saco unas sábanas y unos cubrecamas. Se los tiro al suelo. Cada cual agarra lo que puede. Cierran los ojos. Me acuesto cerca de la puerta del baño y pienso que esta situación es el inicio de la residencia Oblómov. Apago la luz. Me duermo. Despierto a las dos de la tarde. Todos roncan al unísono. Pareciera que nadie tiene la intención de volver a sus respectivas viviendas. No puedo levantarme. Tengo los brazos adormecidos. Una lluvia corpulenta moja toda la ciudad. Suena a brutalidad. Juan se despabila. Se estira. Me zarandea. Me pide un libro para leer acostado. Le paso una novela negra de Lawrence Block. Sus favoritas. Ronco. Son las cinco de la tarde. Siguen durmiendo todos menos Juan que lleva muy avanzado el libro. Estoy acostado mirando el techo. Trato de evocar unos versos de Joyce Mansour. Hace frío. Mauricio bosteza y da un puntapié a la cabeza de Sebastián. Le pide que cocine algo. Sebastián, entre la vigilia y el sueño, le aconseja que se vaya al mismo carajo. Luis ríe sin despertarse. Tiene las mejillas coloradas. Tengo hambre. Debo sacar la ropa de la lavadora. Preferiría ser una gaviota y volar. Ver el mar. Duermo.
Mauricio: Una palabra por inventar bañada en petróleo.
Sebastián: Mi mujer roncado y esperándome con el mocho.
Juan: Perdido en un film sobre Júpiter y caer en su atmósfera.
Luis: Ser una negra tocando un violín de oblea.
Yo: Torres de neumáticos rodeando a un Sileno de Lam.
Llegamos. Sebastián entra. Esperamos. Juan fuma. Mauricio estornuda sin parar. Luis clava sus ojos en la luna y después en un vaso de plástico apoyado en la acera. Yo trato de acordarme si he sacado la ropa de la lavadora. Está a punto de llover. El perrito de porcelana que aparece en la última saga de James Bond está agotado en varias tiendas de Londres. Lo leí ayer en el periódico. Diez minutos aguardamos. Baja Sebastián tapando con su mano la boca. Su mujer le acaba de dar un puñetazo en los dientes y le ha roto uno de los incisivos centrales. Es un diminuto pedazo. Reuniremos dinero y le pagaremos un empaste. No le agrada dormir ahora en su apartamento. Le digo que puede pasar la noche donde vivo sin problemas. Mauricio me pide que también le invite a amodorrarse en mi morada. Perdió las llaves y no hay nadie que le abra la puerta. Luis tiene los ojos con lágrimas. Me exige frenético un espacio de acogida, un rincón, lo que sea. Evitar comerse una tarta de selva negra esperándole en su nevera sería un acto muy beneficioso para su dignidad. Huir del venenoso pastel. Juan me confiesa no tener ganas de redactar el texto sobre Sagunto. No tiene ganas de teclear un ordenador hasta nuevo aviso. Le invito. Nos vamos los cinco. Va a llover y fuerte. Es mejor apurar la marcha, darle vigor a las extremidades, acelerar, vamos, ya estamos en el recinto, entramos, enciendo la luz, treinta metros cuadrados, un estudio con una diminuta cocina, un salón-dormitorio sin sofá, una angosta y alta estantería con setenta libros, una mesa, dos sillas y un baño con un par de toallas, una pasta de dientes por la mitad, un cepillo gastado, un envase de champú blanco, un jabón líquido y un minúsculo espejo sin marco. Caen rendidos en el suelo. Saco unas sábanas y unos cubrecamas. Se los tiro al suelo. Cada cual agarra lo que puede. Cierran los ojos. Me acuesto cerca de la puerta del baño y pienso que esta situación es el inicio de la residencia Oblómov. Apago la luz. Me duermo. Despierto a las dos de la tarde. Todos roncan al unísono. Pareciera que nadie tiene la intención de volver a sus respectivas viviendas. No puedo levantarme. Tengo los brazos adormecidos. Una lluvia corpulenta moja toda la ciudad. Suena a brutalidad. Juan se despabila. Se estira. Me zarandea. Me pide un libro para leer acostado. Le paso una novela negra de Lawrence Block. Sus favoritas. Ronco. Son las cinco de la tarde. Siguen durmiendo todos menos Juan que lleva muy avanzado el libro. Estoy acostado mirando el techo. Trato de evocar unos versos de Joyce Mansour. Hace frío. Mauricio bosteza y da un puntapié a la cabeza de Sebastián. Le pide que cocine algo. Sebastián, entre la vigilia y el sueño, le aconseja que se vaya al mismo carajo. Luis ríe sin despertarse. Tiene las mejillas coloradas. Tengo hambre. Debo sacar la ropa de la lavadora. Preferiría ser una gaviota y volar. Ver el mar. Duermo.
1 Comentarios
Un zorrón. Pensé que era una historia bizarra. Y no me equivoqué.
ResponderEliminarEl texto está rebueno, es un estilo bien logrado, loco, escribes bien, como en telegramitas que van narrando un conjunto de vidas miserables y vacías.
Extraordi
La Mano Piadosa