Por Pablo Cingolani
Acabo de bajar del avión, crucé el valle de luces como un rayo, escribo: hay dos formas habituales de aproximarse/ingresar a la Amazonía (boliviana). Por tierra y por aire. Por tierra, el acceso es un ritual, sin vueltas. Sales de la ciudad que termina desacorazándose de a poco, hilachas de casas, la montaña que se impone hasta que el reino de la piedra es total, colosal, desproporcionado a las medidas humanas —allí empiezas a sumergirte en el rito, cuando las gasolineras, las tiendas donde venden fideos o sándwiches de huevo, la ropa tendida se acaban, irremediablemente se acaban— y llegas, en éxtasis —como evitarlo— a la cumbre del camino, al paso entre los cerros, a la apacheta andina y la challas, le ofrendas tu devoción y tu terror/fascinación original por estar allí, por estar en el centro de la energía del mundo, allí donde todas las fuerzas del cosmos convergen —por una milésima de segundo, un grano de azafrán, un brillito— y te lanzas/ te lanzan hacia abajo, hacia el calor antisuyano, el verde, el caos de la creación permanente, la muerte que te jala sin piedad hasta que ves el río y te calmas. O no: qué importa. No sigo: es toda una sensación de penetración geográfica y vital que te sacudirá siempre mientras corra sangre por tus venas.
Por aire, es otra cosa. El rito se convierte en súbita revelación. Alzas vuelo metalizado, despegas del horror del mundo, eres ave franca, libre, te deslizas en el azul narcótico, y sin que puedas respirarla ya estás encima de los Achachilas, de las cumbres sagradas de los Andes sagrados. El magnetismo te deja sin aliento y mientras buscas recuperarlo, agitando tu trompo interior, sublevados tus ojos, tu cerebro a mil, ya presientes el magma vegetal, el promiscuo escenario de la inmensidad selvática, las montañas que se derraman sin pudor —hembras que arden alucinadas por caricias líquidas— hacia las llanuras, hacia el escenario de los eternos combates de la vida, de la vida que se regenera, de la vida y la muerte celebrándose mutuamente. Tal vez, sea así el túnel por donde me licue cuando sea el momento de hacerlo.
Volé rumbo al Amazonas decenas de veces. Recuerdo algunas que son memorables, de rigor: la vez que bajamos con el “Huallpo” y el Gastón en el 001 y después de sobrevolar Illimanis —horror al vacío de la nave, física pura, fuerzas que se atraen y se repelen, la grieta y el glaciar llamándote, tú que no te abrumas con el milagro de vivirlo—, entrarle por debajo a El Bala, ese tajo imposible que el río Beni le hizo a la sierra: un verdadero bautismo de fuego aéreo, una proeza o una locura, es lo mismo; una de bilis vomitada, rumbo a Santa Ana del Yacuma tras una noche de brujas y acabarnos todo el tequila de La Paz con Pedro —un camarógrafo polaco que llegaba directo desde la masacre de Pekín—; una de noche conversando con los pilotos militares en la intimidad de la soledad de la cabina y de la galaxia: cuando estas definitivamente solo frente a la noche dentro del infinito de esa misma noche a 7000 metros de altura, el avión que se comanda solo y tu miras, miras y miras delante y solo ves estrellas y hablas, hablas para no sentirte solo, tres hombres hablándonos para no sentirnos solos en el cosmos, y hablábamos con los pilotos de la belleza del espacio, de lo inabarcable del espacio, del frío espectral y del silencio absoluto: todo lo que te sigue demostrando que la comunión humana es posible y es imprescindible ante el desasosiego que puede arrastrarte y que te lo procura el propio mundo, las imágenes del mundo, las encrucijadas del mundo.
El otro día fue mi primera vez en Boeing, en un 727, todo un avionazo. La ruta era La Paz- Cobija. Siempre lo repito: cuando crees que lo has visto todo, no has visto nada. Siempre quedan sensaciones por experimentar, siempre queda algo por ver, un lugar que sentir, siempre queda vida por vivirla. Estaba a un lado y arriba de la cumbre del Tuni Condoriri y comenzó el vértigo de las revelaciones en cadena: fui haciendo la ruta mentalmente, activé la cartografía de mi corazón y empecé a alucinar con los hallazgos, me latía el baremo visceral cuando descubrí el río Madidi, una serpiente líquida, abajo a 9000 metros, cuando la nave torció el rumbo al noroeste y fuimos siguiendo los meandros del río Heath. Esto es demasiado, pensé, y me preparé para el impacto: allí debajo estaba el curso del río Madre de Dios, como calcado con papel cebolla: Chivé, la cancha de fútbol a vuelo de ave rock, la Isla de los Monos, el camino hacia el norte, el río Manuripi, el Tahuamanu, Cobija. El encanto del mundo está en cualquier parte —una iluminación la vives hasta debajo de una mesa— pero a veces sucede que no puedes ponerle freno a la sensación de encanto, que la situación te encanta, te chupa la maldad que cargas y te devuelve de un golpe el asombro original y enmudeces y luego dejas de escribir.
Prendo un cigarrillo y vuelvo a teclear sólo para anotar: atravesé el territorio Toromona más alto que nunca. Cuando lo hacía y observaba desde la ventana del avión, la tremenda selva allí abajo —nunca tan abajo—, no podía dejar de sentir su presencia y la cuota que representan para mí, para mi tarea insistente de encantamiento del mundo, de mi mundo. La presencia de los Toromonas es la persistencia del encanto del mundo, de la búsqueda de ese encanto. No hay más o casi más nada que anotar, salvo esto: busca el encanto del mundo, no su tragedia.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 1 de abril de 2013
2 Comentarios
Con esa calidad narrativa nos permites acompañarte en todas, querido amigo.
ResponderEliminarFascinante viaje
Un abrazo fuerte
Muy bien narrado. Me encantó.
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