EDUARDO MOLARO -.
/ Del Atlas Desmemoriado del Partido de Lanús
Más allá de la importancia y el prestigio del Club Atlético Lanús, de las gestas en el ascenso de equipos de la zona como El Porvenir o Talleres de Remedios de Escalada, en todo Lanús el fútbol nos tuvo siempre reservadas algunas hazañas en cada potrero y en cada partido de la liga zonal. Allí, en verdaderos lodazales, los jugadores realizaban algunos prodigios que – injustamente - jamás alcanzaron notoriedad alguna. Por suerte, los vecinos de Lanús suelen tener muy buena memoria para estas cosas y a través de ellos todavía perduran algunos entrañables recuerdos futboleros.
Todos recuerdan las gestas de Lebioso, el famoso perro mestizo que quería lograr la jugada de todos los tiempos y cuya carrera fue truncada por la malevolencia del recio Fullback de los Ceibos, Carlos "el hachazo" Romero.
También rememoran las hazañas de "El Solitario", aquel mítico equipo invicto que jamás conoció las perniciosas mieles de la victoria.
Pero todos los habitantes de Villa Obrera y Monte Chingolo recuerdan aquella final entre Villa Pellerano y La Maquinita.
Pellerano llegaba por primera (y única vez) a final de la liga barrial. Siempre fue un equipo de hombres más aguerridos que vistosos en su juego. Pero aquel año, milagrosamente, habían llegado a la final.
El encuentro decisivo se realizó en la cancha de Las Antenas, ubicada en las calles Caaguazú y Pirovano (o tal vez Boulevard de Los Italianos).
La gente había concurrido masivamente desafiando a una lluvia despiadada (vale aclarar que para esos encuentros, 400 personas al borde del campo componían una verdadera multitud).
El primer equipo del Club Villa Pellerano había salido orgullosamente a la cancha con su habitual camiseta celeste con una V roja en pecho.
Desde el comienzo del match, Pellerano estaba siendo acosado por el equipo de La Maquinita. Ya había sufrido cuatro tiros en los palos y no había manera de que el técnico del equipo Celeste y rojo, Roberto "Ginebrita" Bermúdez, lograra que sus jugadores cruzasen siquiera la mitad de la cancha.
Pero luego de salvarse por enésima vez, Pellerano encontró el prodigio en un sencillo saque de meta. Su arquero, Huguito Montellini, tomó impulso como para que la húmeda pelota despedida de su pie llegara lo más lejos posible y de ese modo espantar por un rato a los fantasmas de la derrota que parecía inexorable. Increíblemente, el balón –tal vez propiciado por algún viento de la suerte – tomó una velocidad inaudita y - sobrepasando todas las incrédulas miradas - se introdujo, sin resistencia alguna, en el arco defendido por el arquero de La Maquinita.
Nadie podía creer lo que acababan de presenciar. Y no tanto porque el arquero de Pellerano haya hecho un gol de arco a arco, sino porque Villa Pellerano pasaba a ganar injustamente un partido al que sólo le quedaba quince minutos para su epílogo.
Y allí, en la férrea defensa del resultado favorable, emergió la rústica y noble figura de Antonio "El Burro" Lafourcade.
Este áspero fullback, hijo de un inmigrante francés, tenía en su juego la elegancia de un paquidermo drogado y la ferocidad de un león. Esto, en parte, justificaba la animalidad de su juego.
Sin embargo, todos querían tenerlo en su equipo. (mitad porque era un defensor eficaz y mitad porque nadie quería sufrirlo en sus piernas como rival).
Se dice que los delanteros en cada centro al área defendida por Lafourcade se hacían inequívocos acreedores a una posterior visita al dentista Cepeda.
No obstante, y es justo decirlo, su mote de "EL Burro" no reconocía su paternidad en la escasa dotación técnica de Lafourcade, sino en su descomunal dotación masculina.
La cuestión es que – regresando al mítico partido – Pellerano se recluyó mucho más en su propia área para defender el milagroso resultado, y los jugadores de La Maquinita, presos de la desesperación, empezaron a inundar de centros el área rival.
Pellerano, merced a la brusquedad casi asesina de algunos de sus volantes, ya había sufrido dos expulsiones. Pero resistía estoicamente.
Corría el minuto 88. Sólo dos minutos separaban a Pellerano de la gloria. Pero aquello era una eternidad. Ya nadie sabía cuánto más podía resistir los embates furiosos de su rival. La lluvia había convertido el área penal en un fangal donde los defensores ya no hacían pie y donde sólo se limitaban a despejar sin miramientos cada pelota que también les llovía copiosamente.
Y justamente, en una de esas pelotas que parecían venir del cielo, y cuando el zurdo Britez (delantero de LA Maquinita) se disponía a decretar el empate, la providencial aparición de "EL Burro" Lafourcade no sólo impidió aquel decreto sino que además nos regaló el segundo prodigio del día. El Burro despejó con tanta violencia que la pelota se perdió entre los acuosos nubarrones para no descender nunca más en Lanús ni en ninguna otra parte.
Vecinos de Avellaneda aseguraban haberse sobresaltado con el paso raudo y fugaz de una extraña esfera que surcó sus horizontes de sur a norte. Una hora más tarde, ciudadanos de San Isidro (o tal vez de Don Torcuato) denunciaron hechos similares.
Ya casi en el minuto 90 y sin balones de recambio, el árbitro entendió que no había manera de proseguir con el juego y sentenció el final del encuentro, ante la protesta de los jugadores e hinchas de LA Maquinita, el alborozo de los jugadores de Pellerano y la imagen pétrea del Burro Lafourcade mirando al horizonte sin entender qué carajo había sucedido con la pelota.
Los muchachos de la barra triste (hinchas de Pellerano todos ellos) sospechaban que las Hadas atorrantas de la calle Centenario se habían escondido entre las nubes para luego secuestrar el balón y colaborar con el milagro de consagrar campeón a Pellerano.
Los hombres sabios de la calle Piedras sostenían – y lo sostienen aún - que "EL Burro" Lafourcade en su notable acción había querido enviar un mensaje a las burguesas y negligentes autoridades que manejan el Universo.
La secta metafísica de la calle Alvarado (y comparsa en los carnavales de Villa Barceló) , "Los místicos de Saint Germain", aseguraban que aquel balón mitológico seguirá su derrotero espacial y que pasará cerca de la tierra una vez al año al sólo efecto de mostrarle a sus devotos que El Universo algo quiere decirnos.
Lejos de elucubraciones mercantiles y más cerca de las creencias románticas, los muchachos de aquellos tiempos (los que presenciaron aquel mítico partido ) cada tanto suelen mirar hacia el cielo lanusense buscando vaya a saber qué cosa.
Pero nada extraordinario ocurre.
Hoy, cuando el progreso se ha llevado aquellos entrañables potreros e incluso nuestra niñez, hasta el fútbol se ha vuelto tan vulgar que cada pelota despejada por un rústico fullback jamás ganará selenes alturas. Simplemente, se limitará a caer en una tribuna repleta de personas medianamente racionales, que hace tiempo se limitan a obedecer la veda de milagros.
4 Comentarios
Excelente relato, amigo Eduardo. Esos partidos en mi barrio tenían, además de la misión de brindar fútbol aguerrido (escaso de técnica, pero lleno de coraje),la misión de juntar en las galerías o alrededor de la cancha, a los adultos y "viejos" relatando historias, que para quienes en la época eramos niños, resultaban tanto o mas entretenidas que el match de fútbol.(sin desmerecer el trabajo de los 22 jugadores que luchaban por dar alguna alegría a su hinchada).
ResponderEliminarSaludos
Querido Luis! Los viejos sabios ( y a veces molestos, al menos cuando uno es joven ) eran un ingrediente colorido y necesario. GRacias por tu generosidad y gracias a Jorge Muzam por publicar este relato acaso perdido.
EliminarCuando iba al cole daban una serie japonesa de dibujitos donde todos eran heroes deportivos, y digo héroes en un sentido titánico! Tu relato me recuerda aquellas epopeyas, pesar que por esa serie de las tardes pude comprender el amor de los hombres por el futbol!!
ResponderEliminarMuy buen relato! Abrazos :)
No he visto la serie, Ale! Pero sé a cuál te refieres. Creo que se llamaba ¨Campeones ¨o algo así. Gracias, corazón! Un beso grande!
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