ROBERTO BURGOS CANTOR -.
A veces ocurre: en las esperas monótonas de los aeropuertos donde por lo general las conversaciones no se dan con alguien presente. A menos que se trate de uno de esos grupos bulliciosos que salen de excursión y hablan entre todos.
A veces.
El alta voz y sus crujidos de lata en el fuego mientras surge la voz de la despachadora. Comunica el orden de las filas de ingreso al avión. Sillas ejecutivas. Familias con niños. Sillas treinta y tres hasta las veinte.
Junto al túnel de salida dos hileras se encontraron. El señor que encabezaba una se topó en ángulo con la otra precedida por una mujer. Era rubia y algún tinte cobrizo oscurecía franjas del cabello. El rostro de una belleza sin énfasis y los miembros largos se acomodaban a sus movimientos serenos. Vestía vaqueros deshilachados abajo y llevaba en la mano la campera. El hombre insistió en cederle el paso y ella aceptó después de una leve resistencia. Tenía zapatillas de un verde como sueño de peyote bordeadas por una banda de caucho de un rojo de ladrillo intenso. Detrás una anciana a tono con los tiempos vestía un traje de deportes y zapatillas de atleta. El hombre instó a la anciana a que siguiera. Después él. La mujer lo miró con fijeza, o como pedía Durán, fijamente y sin enojo, y dijo: ¡Aún quedan caballeros! Lo dijo alegre. La sonrisa también era serena. El hombre no se perturbó y con picardía erudita le respondió: Desde los siglos de los caballeros andantes.
Es probable que el señor no tuvo la ilusión pueril de una casualidad que los pusiera en sillas contiguas. Entraron a la cabina, cada uno de ellos con la pequeña y volátil alegría de Dulcinea y el de la Mancha sin testigos distintos a una anciana sorda. Allí el bullicio ansioso que antecede al decolaje. Valijas que no caben en el portaequipaje, oficinas de ocasión con memorandos verbales dictados por los móviles, ni un mensaje de amor o de deseo duradero, esa jerga repetida de citas y ventas y proveedores y más reuniones.
El señor recuerda que el día anterior la agrimensora del comedor de La Cueva, una zona sagrada de Barranquilla donde una vez comieron grillos en el sancocho, cabalgaron un elefante bajo la luna de marzo y Gómez Sicre descubrió a Noé León, le contó de unos comensales difíciles. Una mujer y un hombre. Este no veía la carta: el plato de García Márquez, el aperitivo de Cepeda Samudio, el digestivo de Obregón que engullía barracudas crudas. Pegada la oreja al móvil y los ojos a la tableta. La mujer, no logró ser oída, empezó a llorar en silencio. La agrimensora Padilla invitó al varón a irse. Le explicó que los sitios de la felicidad rechazan la indiferencia del otro: hay que amarlo o hay que odiarlo, pero nunca volverlo impávida estatua de oficina. Menos cuando a comer se viene.
2 Comentarios
Llevándose recuerdos hasta del último segundo del viaje. Eso es estar atento, lo felicito!
ResponderEliminarSabrosa narración de aliento chejoviano. Muy bueno.
ResponderEliminarSaludos cordiales