Pesadillas de una insomne: El Panadero

ALBA SABINA PÉREZ -.

Se despertó sudando. Había soñado durante toda la noche con una puerta llena de cabezas clavadas que se retorcían y gritaban. Toda la noche la misma puerta. Él intentaba abrirla, pero era imposible, cada vez que se acercaba, las bocas intentaban morderlo. Una de las veces intentó arrancar una de ellas pero el resto chillaba, emitiendo unas estridencias insoportables para sus oídos, y aún así, solo su madre, a base de mucho sacudirlo logró despertarlo a las cinco y media de la mañana para que fuera a trabajar.

Se enfundó el uniforme azul y se lavó la cabeza en el lavabo. Tenía la costumbre de ducharse después del trabajo. Fue en coche hasta el inmenso aparcamiento donde estaba su camión y se entretuvo en fumar un cigarrillo nervioso antes de empezar a conducir para repartir el pan por toda la ciudad. Odiaba aquel trabajo. Odiaba ya hasta el olor del pan recién hecho, hasta el pan. Hacía meses que no comía bocadillos. Pero es lo que había, le decían todos. Antes era cartero. Le gustaba. Le gustaba tanto que miraba los buzones como si cada uno de ellos fuese un contenedor de secretos, miraba sus formas y se entretenía en observar las cartas cuando no eran meras facturas o notificaciones de carácter burocrático. Miraba las postales y los sobres de las misivas personales. Era como un vicio insano, se imaginaba las relaciones a distancia: familiares, amigos, conocidos, paquetería que venía desde el otro lado del mundo encargada por coleccionistas. Imaginaba un sinfín de posibilidades. Se hacía imágenes mentales de los dueños de aquellos buzones, si serían familias felices aquellos que con caligrafía excelente habían rubricado sus nombres en papel de calidad; o familias desavenidas, aquellos que cambiaban de vez en cuando de miembros. Esos buzones lujosos que estaban empotrados en los muros, imposibles de abrir, imposibles de hurgar si te equivocabas en la carta que echabas por la ranura. Familias con apellidos indecentemente largos, con inmensas raíces y árboles genealógicos imposibles decorando las paredes. Todo eso se imaginaba Juan Félix cuando era cartero. Ahora, como repartidor de pan, iba de tienda en tienda, con su pan industrial, repartiendo sacos a supermercados y tiendas, y no del bueno, sino del que viene congelado y hornean rápido por la noche. Le parecía una vergüenza y no podía concebir aquel trabajo sin un solo rastro de artesanía, sin una sola brizna de ternura, de pasión, de dedicación. Pura mecánica.

Aparcó el camión delante de un supermercado que pertenecía a su ruta. Y allí estaba, delante mismo de él: una fachada imponente, una casa amplia y colonial, una arquitectura de esas que le hacían quedarse ensimismado cuando trabajaba como cartero. Se acercó a ver el buzón. Magnífico. Una portezuela de hierro forjado con el símbolo de un sobre en el centro. Perfectamente anclada en el muro de piedra. Deslizó su mano por el buzón y sintió la rugosidad del metal. Se imaginó introduciendo un grueso sobre por la ranura. Se estremeció de placer. Se dio la vuelta y volvió a su rutina. Fue a la parte trasera del camión y abrió la puerta. Sacó los dos sacos de pan y los dejó en el suelo para secarse el sudor y cerrar de nuevo la puerta. El camión empezó a moverse ligeramente. Juan Félix lo percibió y su primer impulso fue tratar de contener el camión, pero la calle era una pendiente inclinada y él estaba cuesta abajo. Cayó bajo su propio vehículo, cercenándose el cuello bajo la rueda. El camión siguió su camino, sin conductor, calle abajo.

El hombre salió de la casa, recogió la cabeza de José Félix y la llevó al interior. Solo le faltaba una para completar su puerta perfecta.

Pintura: Diego Mille

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2 Comentarios

  1. La mente lectora lo decodifica como una pesadilla cinematográfica.

    Muy bueno, Alba Sabina. Un abrazo.

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