Siempre, mucho antes que soviéticos y gringos miraran el desértico paraíso de Afganistán, soñaba con sus lechos secos de río, con árboles de damasco como pinceladas de color. Eso además de la épica, que me contagió Homero, y la leyenda de la invencibilidad de los afganos en sus guerras con el mundo. Kabul, donde colgaban despojos de soldados del imperio británico de ganchos de carnicero, bullía en la marea diversa de sus calles, en donde no era extraño tropezar con la lámpara de los mil y un Aladinos del Oriente, o pisar las huellas de Alejandro, de Timur, recorrer con la mirada las piedras de Heródoto que siguen siendo las mismas en el Asia Central.
Y Afganistán es uno de tantos, de los Tajikistán, uzbekos, turcomanos, Bujara, Tashkent, Samarcanda, las alfombras que traficaba George Gurdjieff, las historias de Kipling, las huestes del Carnero Negro y del Carnero Blanco, los cosacos errantes, Julio Verne, Joseph Kessel, y ahora Robert D. Kaplan, y Christopher Robbins con su libro imprescriptible: "Apples Are from Kazhakstan" (The Land that Disappeared).
La historia comienza de manera simple, en un avión donde el autor encuentra un verborreico norteamericano de Little Rock, Arkansas, en viaje a Kazajstán, a conocer a su prometida por internet. Luego de una descriptiva charla y cuando van a separarse, el sureño le dice a Robbins: "y no se olvide, las manzanas son de Kazajstán".
Qué poco cuesta, al interesarse, comenzar a escribir una obra, que de manzanas, que en sí son un tema fascinante -no sólo porque supuestamente en ellas Eva, y las mujeres, causaron la desgracia de Adán y de nosotros, cargados de un pequeño y colgante rabo que maravillosamente nos hace sentir poderosos- se pase a asuntos de mayor peso como economía, política, historia, literatura.
Luego de leerlo, Kazajstán que era una escondida joya de la memoria, se anota hoy como parte necesaria de la ruta que he de trajinar, y de cuyos nombres me encantaría escribir sin descanso, desde la estepa de Karaganda, donde abonaron el frío miles de presos políticos, hasta las misteriosas montañas del Tien-Shan, o los verdores de Pavlodar donde mi amigo Yefim tiene una casa con un huerto de manzanos locales y una esposa fugada.
Inicia Christopher Robbins, por supuesto, con un recorrido por las especies de manzanas del lugar, que parece, en verdad, ser el origen de la fruta. De las manzanas se extiende por la geografía, las costumbres, algo de etnografía, bastante de culinaria, y capítulos magistrales sobre las estadías de Dostoievski, Trotsky y Solzhenitsin en el país, cada una de tres minibiografías que rastrean sus vidas por detalles casi desconocidos, con no sólo interés sino subyugante interés.
Trashuma por la mortecina luz del mar de Aral, seco, replegado, con el recuerdo de la orgía de peces que habitaba sus aguas, tanto que en la bandera presoviética de los cosacos del Ural (1918), se muestran picos montañeses decorados con calaveras de ciervo empaladas y como base un pez, del Aral, del Caspio, de un mundo que desapareció como era y que se funda de nuevo sobre lo que fue, en un raro equilibrio para la caótica región de la que es centro.
Robbins pasa buena parte de la obra en viajes y consultas con Nursultan Nasarbajev, presidente desde la fundación de la república kazaja. Aún desde un punto de vista imparcial se nota cierta simpatía hacia el líder, ampliamente señalado en el mundo por corrupción y violación a los derechos humanos. Robbins lo sabe, pero en sus viajes parece haber comprendido algo sutil de la existencia allí que justifica bajo razonamiento la presencia de un hombre que supo escurrirse entre los vientos destructores del fin del poder soviético, sobrevivir y sobresalir, y tener la inteligencia de desechar un poderío letal en armas nucleares abandonadas en su territorio. Eludir, tal vez y por encima de todo, el fundamentalismo en un país islámico y sobredotado en recursos, le permitió permanecer y ganarse aliados como los Estados Unidos.
Nasarbajev, con una visión similar a la que levantó Brasilia en el planalto, inventó Astana, hoy capital y ultramoderna urbe en medio de la más ignominiosa estepa, centralizando allí una dinámica que estaba demasiado hacia las fronteras. Astana reemplazó los antiguos nombres de Alma-Ata, Semipalatinsk y demás asociados a la historia de este gigantesco apéndice de Rusia y de la URSS, hoy autónomo.
18/12/2010
Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 26/12/2010
Publicado en Semanario Uno #389 (Santa Cruz de la Sierra), enero, 2011
Imagen: La principal mezquita de Almaty
2 Comentarios
Apetece leer este libro, tal como lo describes, y es que hay algo antiquísimo en la estepa eurasiana: en sus rocas gastadas por las oleadas de migrantes, en sus lenguas inexcrutables coronadas de palatales como cúpulas turquesa. Los albaricoques son de Kirguistán, las manzanas son de Kajastán... edenes perdidos en el tiempo. Por aquí pasaron los kamulkas y su ídolo femenino reaparece en los glifos de la Coatlícue, en los llanos de México.
ResponderEliminarLo dices muy hermoso. Algo muy antiguo y sobrecogedor. Arrasado hoy por la falsa modernidad, como esas ancianas ciudades al borde del desierto de Gobi a las que los chinos les meten topadoras en nombre del progreso.
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