La historia -letra, música, canción- es, más o menos,
lo que sigue. Dan ganas de invocar el talento borgiano
de resumir en unas líneas, o a lo más en un párrafo, pero siempre con total acierto,
una vida entera. Es lo que se necesita a la hora de hablar de James
Paul Mc Cartney (1942) -Sir Paul como le ha dado por llamarlo a los esnobs- para no perderse en este largo y sinuoso camino. Después de todo, no se trata de
Bob Dylan, cuyas biografías alcanzan los tres tomos y van desde sus delirios
con los pieles rojas, accidentes, metamorfosis, desafinaciones, coros, canciones,
letras, poesía, misticismo, sociología, política y un largo etcétera. Porque si
hay algo prohibitivo al momento de abordar al bajista zurdo de The Beatles es
volverse latero, teniendo en mente su condición de entretenedor por excelencia.
Tal vez el mejor entretenedor en la historia de la música, título adjudicado
muchas veces con la intención de menoscabarlo. Incluyendo composición,
grabación e interpretación de canciones, a ver cuántos floreritos podrían decir
lo mismo. Hoy como solista, ayer como parte fundamental de dos bandas. La primera,
legendaria y recordada hasta la saciedad; la segunda, Wings, algo menos en la retina y una suerte de experimento marital con Linda, su
mujer, quien le ayudó a salir del cascarón de The Beatles. En ambas, creaciones
con la capacidad –en apariencia muy fácil- de provocar escalofrío en la
espalda, picos emocionales según los entendidos, y que no es otra cosa que mover
los pies, la cabeza, batir las palmas y el resto del cuerpo. O sólo limitarse
al placer de escuchar, como es mi caso, tan torpe de movimientos.
Paul ha sido desde siempre un muchacho cortés y de
buenas maneras hacia quienes están bajo el escenario. Si su socio John Lennon
hueviaba en su cara a la Reina Isabel, Mc Cartney le rendía la respectiva
reverencia y la disculpa correspondiente, para luego relajarse ambos con un
buen pito de marihuana. Mientras sus egos se los permitieron, por supuesto.
La actitud positiva de este hombre orquesta es hacia
todo tipo de público, no sólo los de alta alcurnia. También marineros borrachos
de Hamburgo, teddy boys y mods en The Cavern de Liverpool, europeos y gringos
de las últimas cinco décadas y orientales oportunistas (los japoneses se dieron
el gusto de encarcelarlo por unos días y sólo para que les enseñara a tocar de
memoria Yesterday). Inclusive abuelos, padres e hijos en un recinto al interior
del Parque O’Higgins en Santiago de Chile, durante su recital de abril de 2014
y que motivó la presente disquisición.Una vida entera dedicada a la amenidad y, ojo piojo, que aún continúa y no pretende detenerla. Claro que no a 300 kilómetros por hora como en sus lozanos años beatle, pero sí a 90 o a 100, en el mejor de los casos. Con siete décadas en el cuerpo y con infinitos trotes, logro que ya se quisieran otros del gremio. Por ejemplo, banditas que se juran en el Olimpo al segundo disco. O solistas que reniegan de sus compañeros de pellejerías al primer griterío debajo de las ventanas del hotel. Casos calcados en la industria musical y también en nuestra reducida islita: en un acto de ociosidad extrema, ¿cuántos fanáticos han intentado dar con la versión chilena de Lennon y Mc Cartney, permaneciendo aún abierta las vacantes? Podrán saltar como ejemplos de longevidad escénica The Rolling Stone, pero éstos, a diferencia del buen Paul y de The Beatles, a medida que sus esqueletos sostienen sus pieles ajadas, más Rolling Stone se vuelven (la fealdad satánica del paso de los años convertida en el mejor patrimonio).
All togeder now
Repasemos en conjunto la historia archiconocida.
Puerto de Liverpool, Inglaterra. Años cincuenta y donde aún era posible
encontrar huellas de los estragos del nazismo. Un grupo de amigotes quinceañeros
de clase obrera, peinados con flequillo y gomina a modo de fijador, casacas de
cuero, cuello levantado, pantalones ajustados, botas de cuero -si eran
zapatillas o mocasines, con los calcetines blancos a la vista-, buscaron en el
arte un modo de expresión. Inspirados en el sonido de los discos del rock’ n
roll y de rythm’ n blues de intérpretes negros de Estados Unidos –Chuck Berry,
Little Richard, Fast Domino- traídos de contrabando por marineros, y más tarde
con el fenómeno de Elvis Presley en expansión, decidieron formar su propia banda de
música…
Hagamos un alto: la motivación era más amplia y tuvo
en el recetario condimentos pre punkis a la hora de encontrar musicalidad de
dónde menos se pensaba. La orfandad vuelta tesoro y alboroto. Espanto en
familiares y vecinos, contagio en amigos, encandilamiento en las chicas. Las
primeras composiciones del grupo –primero The Quarrymen, luego The Beatals, más
adelante Johnny and the Moondogs, Long John and The Beetles y The Silver
Beatles-, cuando no
adaptaban covers ni iban de acompañamiento para un solista relamido, cultivaban
el skiffie. Una música de raíz folk, de guitarras acústicas, banjo, pero
también de instrumentos improvisados como peines, escobillas, tablas de la lavar,
planchas, cordones, enchufes y papeles arrugados. “Anda, róbate esas cosas de
tu casa, Paul –lo azuzaba su amigo John Lennon, una vez posicionado como el
líder de la banda-. Las necesitamos para confeccionar nuestros instrumentos y a
tu familia le sobra el dinero”.
Paul, por el momento, obedecía.
Lonely people
John Winston Lennon, un muchacho perverso y resentido,
creció sin padres. Los dos lo abandonaron en la niñez: ella regresó apenas unos
días antes de ser arrollada por un automóvil y él cuando su hijo ya era una
estrella de la música, con fama y libras esterlinas en su cuenta bancaria.
Vivió sus primeros años bajo el alero de tía Mimí, una mujer autoritaria y conservadora,
quien acabó derrotada en sus intentos por inculcar valores judeocristianos al
hijo de su alocada hermana Julia.
Paul, por su lado, provenía de una familia convencional.
Padre, madre y hermanos. Su madre murió durante su adolescencia, en el momento
en que le nacía su vocación musical, incentivada por su padre, un trompetista y
pianista aficionado al jazz. Sufrió lo justo y necesario. Le preocupaba, eso
sí, que su buen pasar no se viera mermado sin el sueldo de enfermera de su
madre. Un calculador de tiempo completo que, sin olvidar un talento a destajo,
llegó a la cima y desde ahí se desliza, cual alpinista, casi sin caerse.
Cuando
la banda ya era conocida como The Beatles –previo desfile de integrantes que entraban por amistad
y salían por negocios, más un par de viajes (de) formativos a la ciudad de
Hamburgo para afianzarse como grupete- Lennon y Mc Cartney se consolidaron
prematuramente como compositores compulsivos. Al principio, cuando todo era un
juego, uno lanzaba una frase y el otro la completaba, como una suerte de
competencia pueril, y a grabar. Más tarde, aburridos del juego y preocupados
del show, prefirieron componer por separado (más bien acompañados de un porro o
de un pastillita de ácido, aunque Paul siempre ha preferido lo natural) y
reencontrarse en el estudio. Evitando, eso sí, la discusión. Limitándose a seguir con
sus instrumentos al autor de la pieza, una suerte de Guerra Fría con tal de permanecer juntos apenas soportándose, pero siempre manteniendo la clásica firma creativa Lennon / Mc
Cartney (George Harrison y Ringo Starr, corriendo por cuenta propia, merecen su
propia historia).
Después, un tarareo de décadas: canciones hits,
canciones himnos, una tras otra, sin pausa, y con ellas discos originales y
compilados, múltiples versiones, giras histéricas y ahogo, enclaustramiento en
el estudio, experimentos sin ataduras. Apoyo crucial y paterno en materia de
sonido y arreglos del productor George Martin. También, hasta su muerte
prematura, del manager Brian Epstein en cuanto a imagen y comportamiento, dentro
de lo posible tratándose del granuja de Lennon (adiós al cuero, flequillo y gomina y bienvenidos el terno y la corbata). El resultado fue un manantial del cual
brotaron creaciones refrescantes durante siete años y algo más. A la par, el
fenómeno beatle, la fama, el dinero, el sexo, las drogas, el torbellino y una
que otra inquietud intelectual, mística y social. Nada nuevo en la historia de
la cultura popular respecto de sus ídolos, dicen los escépticos que nunca
faltan. Antes ya ocurrió y después ocurrirá de nuevo, remarcan. The Beatles: ¿grandes
revolucionarios del arte o hábiles transformadores de lo ya hecho por otros?
Pregunta abierta, sin ignorar que eso bastó para la inmortalidad y un papel
fundacional en la historia de la música.
Can’ t buy my love
Muchas son las bandas que no resisten los líos de
faldas. Teniendo admiradoras para regodearse, el artista joven, blanco o negro
pero caprichoso y con las hormonas a mil, fija su atención en las bragas del
lado y se viene el infierno. No hay vocación, éxito ni dinero que aguante.
Diferente a lo ocurrido con The Beatles, al menos en lo dicho hasta ahora por los
biógrafos. Lennon y Mc Cartney tenían sus parcelas individuales y cada uno
exploró en la suya. Y si las compartieron, lo hicieron con espíritu de boy scout,
club de caballeros o familia mafiosa. A lo más, las chicas podían resultar
antipáticas para el otro, como ocurrió con Yoko Ono y su violenta ruptura de
códigos internos, opinando sobre música, letras, invadiendo el estudio y hasta
el sanitario. La catarsis fue gastar bromas pesadas apenas la nueva conquista
de Lennon daba vuelta la espalda. Paul, en cambio, mantuvo a sus novias alejadas
de la banda, mas no de los flashes, lo que cambió radicalmente cuando se asumió
como solista. Sólo le faltó incluir a toda la prole arriba del escenario,
mientras Linda manejaba con timidez los teclados y susurraba en los coros.
El problema vino de otro lado. Filosofía de vida, tal
vez. Genética. Destino. O karma. John Lennon apostando hasta las últimas
consecuencias, sin importarle desafinar ni caer en el mal gusto, la demagogia y
la prédica barata. Paul buscando la perfección a su manera, mediante hits
pegajosos, armonías y estribillos orejas, sin repasar las rimas fáciles, demasiado
sencillas y con sabor a caramelo relajante. Algo debió ocurrir en la
consciencia de Mc Cartney aquel día en que Lennon, en su mayor fervor
lisérgico, le propuso hacerse ambos un orificio en la frente para adquirir el
tercer ojo de Lobsan Rampa.
Paul, por primera vez, dijo que no.
I’m amazed
A partir del fin de The Beatles en 1969 y un
artificial 1970, Paul Mc Cartney comenzó un nuevo camino, para nada fácil. De
él, en su condición de mitad genial del “mejor grupo musical de todos los
tiempos”, se esperaba siempre más. Aunque Lennon haya estado hasta el copete de
sus compinches de Liverpool, de su primera mujer y de su hijo, y armara tienda
de campaña con la japonesa, un tufillo quedó en el aire respecto de la
responsabilidad de Mc Cartney en la disolución. Él, por cierto, contribuyó en
aquello con tal de no darle en el gusto a John de ser el sepulturero de The
Beatles. Su primer álbum incluyó una entrevista absurda en el estuche del disco,
donde dio por muerta a la banda. A partir de ahí, Paul se ganó la etiqueta de
simplón, comercial, popero y sistémico, hiciera lo que hiciera y fuera donde
fuera. De vez en cuando, uno que otro éxito, solo o junto a músicos que no
dejaban de contemplarlo como un chamán de carne y hueso. Más maestro que un igual por
su pasado beatle, pero sin la colaboración de su otra mitad, ahora en la
trinchera opuesta. Canciones con insultos recíprocos: “Púdrete,
jodido John Lennon”, decía él. “Ojalá te hubiesen matado de verdad, Mc
Cartney”, respondía el otro, en alusión al rumor de mensajes escondidos en
canciones y carátulas de discos de The Beatles sobre la muerte de Paul.
Durante los setentas, la historia no se detuvo. Lennon
partiendo a Estados Unidos, uniéndose a la vanguardia artística y política, a
los Panteras Negras, financiando al Ejército Republicano Irlandés. Heroína a la
vena, terapias psiquiátricas de shock, paternidad frustrada, el beatle
sarcástico se volvió opinante y activista. Se peleó con Richard Nixon, se
deprimió, se encerró, se volvió onanista, supersticioso, padre ultrapresente y dueño
de casa. Pidió volver al ruedo, empezar de nuevo. Pero un fans loco de remate,
que le exigía una vida consecuente, lo mató en 1980 a punta de tiros de
pistolas a la salida del Hotel Dakota. A partir de allí, nació el mito de John
Lennon y se le colgó en la espalda, era que no, a Paul. De competir con el
beatle rebelde, algo ya complicado, Mc Cartney comenzó a hacerlo con el mito. Una
lucha condenada de antemano a la derrota. Los mensajes de amor, bienaventuranza
y buena onda de Paul en discos y recitales, provocaban murmullos y ceños
fruncidos. Él, más de una vez, alegó fastidio ante la imagen reproducida en
posters y ferias artesanales de John Lennon como un nuevo mártir, un Jesucristo
hippie, un Gandhi licencioso, un Che Guevara con guitarra.
Si no puedes, únete a ellos, concluyó Mc Cartney con
la sabiduría que dan los años. Desde el momento en que se asumió como un beatle
de tomo y lomo, el beatle amable y educado, Paul ha podido gozar más de la vida.
Casi tanto como en antaño. Conciertos, canciones (con The Beatles y solista), música de cámara, discos, videoclips,
homenajes. Dedicando temas a todos o casi todos los que le acompañaron durante
el sueño del pibe. Ex beatles, novias, esposas, amigos (aún mantiene una deuda con
George Martin y Brian Epstein). El nuevo siglo anunció lo
que parecía imposible: un disco triple y libro de colección... aunque, siendo sincero, más que el esperado regreso de The Beatles, fue un trabajo de búsqueda de archivo, con una voz fantasmal de Lennon
rescatada de cintas viejas y ajadas, gentileza de Yoko Ono.
Epílogo
Un chileno fanático del sonido de Liverpool invitó,
hace un tiempo, a repasar todas las canciones de The Beatles bajo la óptica de Paul
Mc Cartney. ¿Cómo es eso? Junto con las canciones compuestas por él y que
llevan su huella indeleble -todas identificables, a pesar de la firma dual-,
poner oído a los temas de Lennon y Harrison, ayudado si se puede por el equipo
de sonido, y buscar el detalle en la ejecución del bajo, la manera de llevar adelante
el coro o la destreza con el instrumento que el zurdo haya escogido en la
grabación (batería, guitarra, piano o las palmas). Un desafío sólo para fanáticos.
Como ver la película “El Padrino” desde el punto de vista de algún personaje, Fredo,
Sonny, Tom Hagen. O leer la novela “Cien años de Soledad” como si se fuese
Amaranta o Remedios La Bella. Una nueva dimensión saldrá de aquel experimento,
aseguraba el fanático.
Nos quedamos con Paul Mc Cartney y su máxima: “Denme
un tema y saldrá una canción”. Lennon agregaría, como siempre y en su estilo: “Primero
saquen sus podridas chequeras que no somos el Ejército de Salvación".
Los chilenos cambiaríamos "Ejército de Salvación" y pondríamos “Tía Rica” y el sentido sería el mismo.
Los chilenos cambiaríamos "Ejército de Salvación" y pondríamos “Tía Rica” y el sentido sería el mismo.
1 Comentarios
Calculador y simplón este Paul. Las fanaticadas suelen ser tan histéricas como crueles. Me gusta esto de indagar en los aspectos oscuros y contradictorios de las estrellas populares. En la línea de Paul Johnson.
ResponderEliminarMuy bueno, estimado amigo.