ROBERTO BURGOS CANTOR -.
En Colombia se han vuelto tremendos y de cierta violencia ética los dilemas que plantea a algunos ciudadanos tomar la decisión de votar en las elecciones presidenciales.
Es probable que antes, aún en medio de una abstención abrumadora que continúa, la presencia de los viejos partidos con su asimilación de ideas del socialismo europeo, uno; con el sacudimiento de sus guerreros de la fe y los dogmas excluyentes, otro, ayudaran a sortear los reatos de conciencia y el ningún convencimiento por los candidatos.
Esas colectividades llamadas históricas perdieron sus rasgos distintivos y tanto incumplieron sus postulados que el tiempo de realizarlos en la sociedad ya pasó. Fenecidos los ideales, la abrupta vulgaridad que corrompió a los electores, las asociaciones criminales para imponer sin convencer, la locura del enriquecimiento ilícito, produjeron una vuelta a lo abominable de nuestro pasado político.
Parece, hoy, que el núcleo de la tensión social está entre quienes usufructúan los privilegios de un pasado manchado que quieren congelar con el crimen, la intimidación, la venganza inacabable; y los que sueñan con el riesgo de explorar un porvenir desatado de lastres, creativo, con libertad y justicia.
Sobre la anterior tensión deberíamos tener derecho a construir el futuro. A renovar una institucionalidad que apenas sirve para castigar a los humildes y se muestra incapaz y cobarde frente a los poderosos. Y para colmo ha dejado a la sociedad sin horizontes virtuosos.
En esta ocasión, la del domingo, el dilema aprisiona las opciones que pueden considerarse. Sitúa al ciudadano frente a la posibilidad de lograr un bien superior que sobreagua en medio del desmadre y la vergüenza.
Algunos han insistido en sacar el tema de la reconciliación, el cese de hostilidades armadas, la paz, del debate electoral. Si las elecciones, con toda y la contaminación comercial de voluntades y votos, es en esencia una discusión política, no se ve la razón de apartar de ese debate a un conflicto que causa heridas a los colombianos desde hace cincuenta años.
A pesar de las crueldades y sufrimientos el paso del tiempo es un veneno para Colombia. El veneno que la acostumbra a todo. Quizá por eso el tema del conflicto es importante: hay quienes convirtieron la violencia en negocio y están confortables. Otros la utilizan de argumento para oponerse a las reformas democráticas y frustrar los esfuerzos por un país sin oscurantismos y libre de exclusiones.
Entre tantos desastres impíos, se deslizó la buena noticia del acuerdo sobre el tercer punto de la agenda de La Habana. Bastaría considerar que ese logro concitó un respaldo internacional a Colombia que no se veía hace muchos años hundidos entre capos y embarques.
Esta esperanza endurece el dilema y hace más maloliente las fauces del lobo feroz.
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