CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
-Sólo soy un
pobre agricultor que ha trabajado toda la vida para su familia.
Esas fueron las palabras que los televidentes italianos escucharon decir a ese hombre mayor que veían en la pantalla y que apenas unas horas antes era un completo misterio para todo el mundo.
Esas fueron las palabras que los televidentes italianos escucharon decir a ese hombre mayor que veían en la pantalla y que apenas unas horas antes era un completo misterio para todo el mundo.
No fue necesaria
la mediación de ficción alguna, pues frente a las cámaras el aludido se
mostraba como un consumado actor. Más bien como un mago que apareció y
desapareció de escena tantas veces como lo consideró necesario. Claro que su
talento nunca estuvo en el negocio de la entretención, sino en el miedo. Lo
ponía en práctica contra todo aquel que pudiera, voluntaria o casualmente, cruzarse
en su camino. Quienes lo hicieron, no vivieron para contarlo.
Ingresó a la sala del tribunal con paso decidido, vistiendo una chaqueta y una camisa verde, sin corbata, más unos pantalones y zapatos de colores inidentificables, saludando con la mano hacia lo alto (suponemos a familiares y amigos) y perdiéndose por unos segundos, dada su baja estatura, entre los gendarmes que lo custodiaban. Tomó asiento en una mesa banco incómoda -semejante a las que había en la escuela que él frecuentó en el pueblo de Corleone hasta quinto grado, según su propia confesión- con las piernas rechonchas y arqueadas por el sobrepeso (aunque se informó de la pérdida de varios kilos desde el momento de su detención, hacía dos meses, desarmado y sin ofrecer resistencia, cuando era conducido por su chofer a través de un autopista de Palermo).
Las posiciones
de las cámaras mostraban, por momentos de perfil y otros de espalda, un rostro
grueso y cuadrado, semejante a un bloque de cemento -de seguro, él los
conocía a la perfección, dada su utilidad para ocultar bultos bajo las aguas de
los muelles, aunque siempre prefirió, como hombre rústico que era, el ácido
clorhídrico-, además de pelo negro y abundante pegado al casco, salpicado por
unas pocas canas, sobre todo en las patillas.
Ese 2 de marzo
de 1993, Salvatore Riina, esposo de Ninetta Bagarella (aquella joven que, cuando pidió su mano a la familia apenas conocerla, hizo elegir a sus hermanos entre convertirse en sus cuñados o en sus víctimas) y padre de María Concetta, Gianni -condenado luego a cadena
perpetua por homicidio-, Salvo y Lucía, además de futuro abuelo, contaba con 62 años. Después de más de
veinte años, la aletargada justicia italiana al fin le pedía cuentas al padrino
de los “corleoneses” por centenares de homicidios, entre muchos otros delitos, período coincidente
con la consolidación de su omnímodo poder en la isla.
Las imágenes
de la televisión italiana continuaban con la teatralidad de Riina: movía las
manos y gesticulaba, se le veía ojeroso, cansado y algo ofuscado frente al
micrófono. Aún así, intentaba definirse ante el juez al modo de los personajes
famosos y con alguna patología, hablando en tercera
persona:
-Se ha querido
convertir a Riina en una pararrayos italiano con la idea de "salvémonos todos".
Pero Riina no es lo que dicen ellos (en referencia a los testigos, delatores y
policías). A Riina le tienen que traer pruebas. ¿Dónde estuvimos sentados,
señor presidente? (en alusión a las ocasiones en que planificaba alguna sentencia
de muerte).
De improviso,
en medio de su discurso, Riina se puso de pie sin dejar de mover las manos (más
bien aleteaba), alertando a los gendarmes, quienes reaccionaron con un leve
movimiento, casi imperceptible. La inofensiva apariencia del hombre que
custodiaban los haría aparecer como exagerados, aunque, en estos casos, siempre
era mejor prevenir que curar. No olvidaban que estaba en juego algo demasiado importante.
-Si yo mandé a
alguien a hacer algo, tuvimos que estar conversando en algún sitio –agregó
Riina, sentándose nuevamente y apaciguando a los gendarmes-. Yo no podía estar
sólo, teníamos que ser muchos. Y veamos, ¿dónde están esas pruebas, señor
presidente?
La situación
descrita correspondía a las imágenes de la primera declaración de Salvatore Riina
tras su captura, hecho esperado, sino con interés, al menos con curiosidad por
sus compatriotas. Aun dejando afuera las veces en que logró la impunidad, su paso
por la cárcel y su período de prófugo de la justicia, esta puesta en escena no
había sido nada de fácil. Tratándose de la Mafia Siciliana, la experiencia enseñaba
que toda precaución resultaba insuficiente. Por eso, el prisionero número uno
de Italia primero fue trasladado en helicóptero desde la cárcel de Rebibbia a
la de Ucciardone, en Palermo, y puesto luego dentro de un coche blindado con
dirección al bunker (dentro de otro bunker), habilitado especialmente en el mismo
tribunal. Su construcción y equipamiento habían tardado cuatro semanas, dadas
las extremas medidas de seguridad que debieron ser tomadas, superando incluso las
del “maxiproceso” de hacía cinco años. Cuando Riina fue sacado del lugar de la
misma forma en que entró -caminando decidido, custodiado por gendarmes y
levantando las manos hacia lo alto, probablemente para despedirse de su hija
María Concetta, quien no se cansaría de repetir que los únicos bienes recibidos
de su padre eran la educación, la moralidad y el respeto-, la misión había
concluido con éxito.
No fueron
pocos los que recordaron aquella ocasión en que, en ese mismo lugar aunque
dentro de una jaula metálica, “El Papa” Michele Greco citó la Biblia, mientras aferraba
sus manos a los barrotes, para “convencer” a los jueces de la necesidad de
juzgarlo a él y al resto de los “hombres de honor” con un sentimiento de paz en
los corazones. Ahora Riina, con el mismo objetivo, apelaba a su condición de “humilde
campesino”, mientras sus soldados aún leales se encargaban de eliminar cualquier evidencia que pudiera comprometerlo más de lo que ya estaba, gracias a la supuesta negligencia
del coronel de carabineros, Mario Mori. Aun así, fue
posible incautarle bienes por más de 125 millones de dólares.
De cachorrito...
Como si fuese
una piedra de los cerros de Corleone, escarbemos en la biografía de Salvatore “Toto”
Riina, ahora que podemos hacerlo sin el riesgo de que nos corte la cabeza. Conocido
como “El Corto”, “La Bestia” y “La Hiena” –estos dos últimos apodos surgidos
por la crueldad y sadismo con que actuaba cuando se trataba de sus “negocios”,
aunque nadie que los pronunciara en su presencia se quedaría sin recibir su
merecido-, conviene poner más atención a las contradicciones que a posibles
dimensiones épicas que, por lo general, la mafia se atribuye a sí misma,
incentivados por la literatura y, más tarde, por el cine y la televisión.
Un ejemplo
reciente de aquello fue la miniserie de 2007 mencionada en la primera parte de
esta crónica, “Corleone: Il capi dei capi” que tiene al personaje de “Toto” Riina
como protagonista junto a un policía y ex amigo de juventud que le sigue los
pasos hasta lograr detenerlo (un cronista bromeaba que este último personaje
sólo podía ser ficticio, como de hecho lo era, pues nadie de carne y hueso habría
sobrevivido a la fiereza de “La Bestia” cuando alguien se entrometía en sus
asuntos). En las primeras escenas del capítulo uno, se muestra como el padre y
el hermano de Riina mueren por la explosión de una bomba abandonada en el campo
por el ejército de Estados Unidos, mientras la revisan con la esperanza de encontrar algo valioso en su interior. Siguiendo la lógica de la ficción, siempre de
la mano con la mitología mafiosa, este accidente motiva al niño “Toto”
a huir de la pobreza y de la ignorancia, aferrándose a lo primero que tuvo a la
mano: el crimen.
Discípulo, lugarteniente, luego socio y finalmente sucesor del excéntrico mafioso Luciano Leggio (a pesar de su alfabetización tardía, obra de una profesora amenazada de muerte si no lograba su objetivo, Leggio contaba con ínfulas intelectuales: gustaba que lo llamaran “Profesor”, corregía el habla de sus pares, como al tosco Gaetano Badalamenti, sin preocuparse de ponerlo en ridículo delante de los demás y tenía como libros de cabecera “La guerra y la paz” y “La crítica de la razón práctica”), Salvatore Riina se ganó el derecho a formar parte de su banda, luego de recibir una paliza de éste, sin emitir queja alguna al ser sorprendido robando fruta de sus predios (advertimos que estos antecedentes, salvo los de la personalidad de Leggio, corresponden a la trama de la miniserie en cuestión).
Discípulo, lugarteniente, luego socio y finalmente sucesor del excéntrico mafioso Luciano Leggio (a pesar de su alfabetización tardía, obra de una profesora amenazada de muerte si no lograba su objetivo, Leggio contaba con ínfulas intelectuales: gustaba que lo llamaran “Profesor”, corregía el habla de sus pares, como al tosco Gaetano Badalamenti, sin preocuparse de ponerlo en ridículo delante de los demás y tenía como libros de cabecera “La guerra y la paz” y “La crítica de la razón práctica”), Salvatore Riina se ganó el derecho a formar parte de su banda, luego de recibir una paliza de éste, sin emitir queja alguna al ser sorprendido robando fruta de sus predios (advertimos que estos antecedentes, salvo los de la personalidad de Leggio, corresponden a la trama de la miniserie en cuestión).
Cumplidos 18
años, Leggio le encomendó a Riina su primer asesinato, misión que el joven
ejecutó de manera eficiente y rápida. Durante su condena de seis años por un
nuevo homicidio (1949 y 1955), “Toto” Riina guardó absoluto silencio respecto a
detalles, motivaciones y otros involucrados, demostrando su condición de
“hombre de honor”. Otras versiones señalan que fue dentro de la cárcel donde
conoció a Leggio, quien cumplía condena por el asesinato del sindicalista
Plácido Rissoto, pero pronto, en el estilo veloz y en las sombras de la mafia,
recuperaría la libertad. En este entorno, ambos sicilianos se habrían dado cuenta del provecho recíproco que obtendrían del trabajo conjunto: “Toto”
era un diamante en bruto que los “corleoneses” podrían pulir y Leggio, el líder
natural dentro de la banda.
Pero para que
esto último se concretara, había que quitar del camino a alguien de mucho peso
(físico y de influencia). Se trataba del médico, empresario transportista, hombre
vinculado a los separatistas, luego al Partido Liberal y finalmente a la
Democracia Cristiana, Michele de Navarra. Cuando sus diferencias con Leggio se
hicieron evidentes e insuperables, De Navarra decidió deshacerse de su
colaborador rebelde atentando contra su vida. La suerte
–al igual que su tocayo de América, Lucky Luciano- estuvo del lado de Leggio quien salvó ileso del ataque.
Tras perder su oportunidad de recuperar el respeto perdido, Michele de Navarra fue
acribillado dentro de su automóvil en 1958 por orden de Leggio. El gatillo corrió
por cuenta de Salvatore “Toto” Riina y otros sicarios (hasta aquí llegamos con
la miniserie, aunque no descartamos volver a ella más adelante).
Mientras Luciano
Leggio estuvo a la cabeza de los “corleoneses”, período coincidente con el
menosprecio hacia ellos por parte de las familias mafiosas de la urbanizada Palermo,
llamándolos “campesinos”, “brutos” y “analfabetos”, Salvatore Riina realizó
trabajos de matón, pistolero, ladrón y extorsionador, formando equipo con su
amigo de infancia, Bernardo “Tractor” Provenzano. Durante este tiempo, Riina se
dedicó a alimentar su codicia y ansias de poder, pero con el tino de no llamar
la atención de Leggio. No quería que pensase que él lo veía como un
nuevo Michele de Navarra, con el correspondiente derramamiento de sangre. Si nos detenemos en este detalle, podemos darnos
cuenta que Leggio fue una de las pocas personas a las cuales Riina no traicionó
jamás, ni siquiera en los momentos de mayores diferencias entre ambos. Más adelante habría
un segundo individuo, lejano a Corleone pero dentro de la isla, que tendría la
misma suerte de Leggio y con el cual Riina teñiría con más sangre la historia
de la Cosa Nostra.
Antes de
aquello, en 1969, Leggio y Riina fueron nuevamente detenidos por un homicidio. Sin
embargo, ambos zafaron de la condena recurriendo a su especialidad: la amenaza
de testigos. Al año siguiente, una nueva acusación de homicidio cayó sobre
Riina quien, a partir de ese momento, dio inicio a su prolongado período de
prófugo de la justicia, con orden de captura internacional incluida, marca
registrada de su actuar delictivo para el dolor de cabeza de las autoridades
antimafia.
En 1974 Luciano
Leggio resultó otra vez encarcelado y, esta vez, por el resto de su vida.
Aunque continuó con las excentricidades durante su encierro como, por ejemplo, imitar a Marlon Brando (insistimos en ello: a Marlon Brando, el
actor, y no a su personaje Vito Corleone, a diferencia de otros mafiosos
italianos), pero afectado por una tuberculosis ósea, infecciones urinarias y
problemas renales, lo cierto fue que el trono de los "corleoneses” quedó en
poder de Salvatore Riina. Como supondrán, nadie de la banda se atrevió a
pronunciar ni un solo “pero” porque esta medida no haya sido sometida a un
proceso de votación (a propósito de ausencia de democracia: corre el mito, fomentado por la miniserie, que Riina
habría disfrutado y tomado de inspiración para futuras acciones en contra del
Estado italiano, las noticias en televisión sobre el bombardeo al Palacio de la
Moneda, en Santiago de Chile, en 1973).
Poder total
A partir de
ese momento y bajo el mando de Riina, los "corleoneses” se tomaron más que en
serio la misión de hacerse respetar ante las otras familias de Palermo, las
cuales gozaban de un período de prosperidad gracias a las suculentas ganancias
del tráfico de drogas. Al no contar con un pedazo de esa torta o, al menos, la
cantidad que creía merecer, Riina optó por continuar recaudando dinero al
estilo de Leggio, mediante el secuestro de mafiosos, sus familiares y personas
vinculadas al “negocio”, aunque de manera provisoria y sólo al norte de la península,
pues Sicilia era demasiado pobre como para desgastarse en un “trabajo” tan
complejo. Por lo tanto, entre los escogidos sólo había quienes estuvieran en
condiciones de pagar jugosos rescates con tal de que todo volviese a la
“normalidad”.
Al margen de
otras actividades ilícitas, “Toto” Riina se planteó el objetivo de controlar
del tráfico de heroína de Sicilia hacia
el mundo, primero apoderándose de la ruta al Asia y, luego, controlando el 85
por ciento de los envíos hacia Estados Unidos. Ante el menor escollo, no dudaba
en utilizar su ejército privado para eliminar a jefes rivales y sus colabores, además
de jueces, fiscales, policías y periodistas entrometidos, recurriendo cuando podía a uno de sus ingredientes favoritos para desintegrar cadáveres: el ácido clorhídrico (pronto se daría cuenta
de la efectividad y economía en el uso de dinamita para casos complejos).
Mientras los
padrinos de las otras familias, como el propio “Papa” Greco, gustaban aparecer
fotografiados con autoridades, políticos, empresarios y hasta nobles, los “corleoneses”
permanecían ocultos en sus tierras, sentándoles a la perfección este tipo de
vida campestre y al aire libre, aunque no exenta de violencia (durante todo ese tiempo, las únicas fotografías
de Riina y Provenzano en poder de la policía eran de su juventud
bandolera). Nuevamente citamos la miniserie pues es imposible no reparar en la crudeza de las imágenes: molesto por un descuido en la seguridad de su esposa e hijos, a los cuales se consagra con el fervor del más ejemplar padre de familia, “Toto” golpea a uno de sus hombres con una pala en la espalda, dejándolo tendido en el suelo presa del dolor.
La actitud
belicosa de Riina y los "corleoneses” se volvió intolerable para los
jefes de las familias de Palermo Stefano Bontate, Salvatore Inzerillo y Gaetano
Badalamenti (fundador de la Cosa Nostra en la célebre “Reunión de Palermo” de
1957 e integrante de la “Cupula”). Sólo un padrino aparentó contrariedad, pero mezclada
con comprensión: Michele Greco, “El Papa”. Cada vez que recibía una queja en contra
de Riina por sus salidas de madre, levantaba las manos al cielo transmitiendo sorpresa
y comprometiéndose a enrielar cuanto antes a “ese muchacho loco, demasiado
influido por las enseñanzas de Leggio, otro loco de atar”. Detrás de tanta
pomposidad teatral, la alianza entre Greco y Riina se tradujo en los asesinatos
de Bontate mediante “lluvia de ametralladoras”, el 23 de abril de 1981, luego
de participar en un cumpleaños; y de Inzerillo, acribillado con disparos de revólver el
11 de mayo de ese mismo año, después de concretar una cita con su amante.
Familiares, socios y soldados de ambos padrinos corrieron la misma suerte. Algunos
de estos últimos fueron convencidos por Riina para unírseles a la banda y, una
vez que ya no les eran útiles, los liquidó sin piedad. Unos pocos cadáveres
fueron encontrados, entre ellos, el perteneciente al hijo de Inzerillo, quien
había jurado vengar la muerte de su padre. El único sobreviviente de esta
masacre, Gaetano Badalamenti, abandonó Sicilia rumbo a Estados Unidos, siendo encarcelado en 1987.
Con el apretón de manos entre “El Papa” y “La Bestia”, la guerra de los “corleoneses” se había iniciado. El saldo sería una seguidilla de doscientos asesinatos entre 1981 y 1983. Sólo la decisión de Tommaso Buscetta -conocido como el “padrino de dos mundos” por sus vínculos en el negocio de la droga en ambos lados del Atlántico, radicado en Brasil al ser expulsado de la “Cupula” por Riina y Greco, profundamente afectado por los asesinatos de un hermano, un yerno y tres sobrinos en manos de los “corleoneses” (lo consideró una violación al “código de honor”, pues se trataba de personas que no pertenecían a la mafia)- puso fin a la omertà, revelando al juez Giovanni Falcone todas y cada una de las acciones de “La Bestia”.
Con el apretón de manos entre “El Papa” y “La Bestia”, la guerra de los “corleoneses” se había iniciado. El saldo sería una seguidilla de doscientos asesinatos entre 1981 y 1983. Sólo la decisión de Tommaso Buscetta -conocido como el “padrino de dos mundos” por sus vínculos en el negocio de la droga en ambos lados del Atlántico, radicado en Brasil al ser expulsado de la “Cupula” por Riina y Greco, profundamente afectado por los asesinatos de un hermano, un yerno y tres sobrinos en manos de los “corleoneses” (lo consideró una violación al “código de honor”, pues se trataba de personas que no pertenecían a la mafia)- puso fin a la omertà, revelando al juez Giovanni Falcone todas y cada una de las acciones de “La Bestia”.
-¿Por qué lo
hace? –le preguntó en cierta oportunidad Falcone-. ¿Por qué decidió traicionar
a los de su mundo?
-Son ellos, sobre todo Riina, los que traicionaron nuestro mundo –contestó Buscetta-. Un mundo que para mí ya no existe.
-Son ellos, sobre todo Riina, los que traicionaron nuestro mundo –contestó Buscetta-. Un mundo que para mí ya no existe.
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