He llegado a una edad en la que, por alguna extraña razón, he aprendido a valorar aquello que recibo pese a no haberlo pedido. Hay una especie de gratitud a la vida, de conformismo con lo que hay, de incitación a un delirio (figura ésta más aplicable a la literatura que a la vida). Hace poco fui a fiambrería y el dependiente que me conoce bastante bien porque voy seguido a comprar cervezas de Mar del Plata o de Chile me dio doscientos gramos de pastrón (cuando le pedí cien) y aceitunas con carozo (cuando pedí sin). Me di cuenta de que existía la posibilidad de no haber recibido lo que había pedido cuando ya había caminado una cuadra hacia mi casa. Ahí me detuve a pensar: regreso o sigo para adelante. Me quedé un buen tiempo detenido en medio de la acera sin saber qué determinación tomar. Al final regresé y el de la fiambrería me dijo que… No importa lo que dijo. De hecho debí haber seguido a mi casa, porque regresar no cambió nada.
Quiero que esta columna sea lo que no se pidió, es decir que cada párrafo no pegue con el siguiente, aunque en este momento me esté traicionando. Distinto es someterse al azar, es decir a lo que no pediste. Hace un mes, después de la presentación de un libro fuimos a un restaurante coreano. La de la sugerencia fue la escritora María Sonia Cristoff, que en Chile está presente por dos: Libros del Laurel reeditó Desubicados y Alquimia la incluyó en La última gauchada: narrativa argentina contemporánea, cuya selección y prólogo me tomó tres años. Al parecer ella había ido a ese restaurante hacía unos años, “cuando todavía salía”, aclaró. Un grupo de más de diez personas siguió esa sugerencia. ¿Qué ordenar? ¿Si era barato, caro o impagable?, no eran interrogantes relevantes a esa hora: teníamos hambre y curiosidad. Y pese a que yo había comido coreano en un par de ocasiones, lo había hecho en Santiago y quería más que nadie probar la comida coreana de este restaurante porteño. Sentarnos fue fácil. Luego vino el mozo con la carta. Algunos miramos a Cristoff para que nos diera algún indicio no de qué ordenar, sino cómo hacerlo, pero ella de inmediato deslindó responsabilidades: “No me miren a mí, yo estoy igual que ustedes”. Después de muchas indecisiones, de qué será eso o esto, reapareció el mozo y dio con la solución: “Les parece que yo les haga el pedido”. Hubo pequeñas objeciones, como que yo no como esto o lo otro, o qué tan picante es. Pero el mozo, experimentado en estas lides, agregó que no nos preocupáramos. Y fue un alivio, de lo contrario hubiéramos estado horas preguntando y deliberando en una especie de asamblea infinita. El pedido consistió en veinte platos pequeños y cuatro grandes (puedo exagerar) para doce personas. Fue una sorpresa y todos quedamos contentos y con ganas de levantar en andas a María Sonia Cristoff.
Pero la comida es una cosa y la política, otra. Cuando estudiaba periodismo en la Universidad de Chile me parecía que lo que yo quería para el país era muy distinto al país que se estaba construyendo, pese a que votara a los políticos que ofrecían algo en sintonía con mis deseos. Y aunque no fuera habitual que votara en las elecciones, cuando lo hacía, confirmaba mi creencia de que tenía dos alternativas: votar nulo o no hacerlo. En las presidenciales caía siempre con los candidatos minoritarios, era por así decirlo un experto en hacerme ilusiones. Recuerdo que en 1993 fui a ver a Manfred Max Neef a la facultad de Arquitectura y ahí habló de los mosquitos, que había que ser mosquitos, molestar al poder, hacerle saber que estabas ahí. No sé por qué ridiculez me cautivó la idea de ser parte de este grupo de mosquitos y voté a Max Neef. A los meses el Presidente Frei Ruiz-Tagle, nuestro Carlos Menem, le ofrecía una rectoría de una universidad del sur y el líder de los mosquitos se convirtió en matamosquitos. De ahí en adelante muy raras veces voté en las presidenciales y parlamentarias, a veces me animaba en las municipales y votaba por un comunista, un socialista, un radical, el que fuera buena persona; creía, en esa época, que mientras menos fueran las pretensiones políticas del candidato, mayor era la posibilidad de que fuera una buena persona. El por ese entonces tristemente célebre alcalde Pinto y el caso Spiniak me pegaron en la cara.
En las relaciones amorosas también puede suceder esto. Recuerdo que un amigo pintor que estaba pasando por una etapa muy drogadicta una vez se fue a la cama con una chica muy linda. Él lo contaba así: “Entonces cuando ella estaba en pelota, le dije que cerrara los ojos, porque le iba a poner algo que la iba a dejar loquita”. Y la mujer desnuda cerró los ojos y él sacó una jeringa, primero se inyectó él y cuando estaba a punto de hacer lo mismo con ella, la mujer abrió los ojos y se puso a gritar, pero al darse cuenta de que mi amigo lentamente se desvanecía producto de la ketamina dejó de gritar, le agarró la mano con ternura y lo acompañó en el viaje. “Buena mina”, concluyó mi amigo meses después, cuando otra vez se inyectaba ketamina. En este caso, ella casi recibió lo que nunca había pedido ni imaginado. Es decir ella sabía que mi amigo estaba medio loco, pero una cosa es estar loco y otra lo que intentó hacer.
Publicado en revista Punto Final y en el blog del autor (13/11/2014)
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