Todos somos islas, conjetura Raúl Vieytes en Kelper, una novela que volví a leer contrapunteando con el islario total de Gargiulo y La tierra del fuego, otra novela, exquisita y también isleña, cuya autora es Sylvia Iparraguirre.
Turner y Delacroix: digo que estaba contaminado con la idea isla, el concepto isla, el diseño isla, el dejavú de las islas, y que con Carolina decidimos volver juntos a nuestra isla más querida: la Isla del Sol, el corazón del Collao, también conocido como Kollasuyu, el país más alto de la Tierra y dónde, cómo no, también hay islas: islas geográficas, islas imaginarias, islas existenciales, islas míticas, islas místicas, islas irreversibles, irreversible e irreverentemente islas.
El tiempo pasa y no es que uno se vaya volviendo viejo –esas son lloriqueadas aburridas.
El tiempo pasa, ¿cómo no va a pasar?, el punto es que lo que uno desea, en el fondo del corazón, es que el tiempo no le pase por encima a ciertas circunstancias, cuestiones, lugares.
La amistad, por ejemplo.
El amor, digo.
Las islas, o las ideas, por si acaso.
Ese reencuentro, ese recobrar el tiempo que se agrietó en tus mejillas –el tiempo de la vida inevitable, el tiempo que se va, fatal e inexorable-, uno lo busca en esos asuntos, esos asomos, en las islas, insisto, como ejemplo y por precisar.
Todos estas pelotudeces, calibraba mientras me zarandeaba e íbamos navegando hacia la Isla del Sol, tras dejar atrás dos mundos:
1. el sereno cosmos de la iglesia de la Mamita de Copacabana –Madre de la Serenidad, Sacred Mother Snake, Santa Madre de Todas las Serpientes, Santa Mama Katari-, donde el tiempo no pasa, donde el tiempo quedó congelado un día cualquiera del siglo XVII, y a donde acudes no sólo por fe, por devoción, sino por el simple hecho que vas a encarar y agitar las aguas para arribar a la isla y
2. ese alarido, ese pedo kistch que sucede en Copacabana y que no alcanza a conmoverte, simplemente porque es producto de codicia, derrumbe, turismo, desarrollo, ambición, vulgaridad y un desencanto/ desenfreno despiadado que todos juntos no suman ni cero, simplemente huyes, te vas hacia el puerto, esperas que la isla te redima, te cure: estas pelotudeces también las pensaba mientras navegaba el Lago Mayor del complejo lacustre del Jacha Titikaka, rumbo a la Isla, así con mayúsculas.
Para no angustiarte tanto, debo decirte: la Isla no sólo te cura, acaso si te animas también te redime, te sigue asombrando –el primer escalón de la redención-, te sigue seduciendo –la continuidad de la redención por otros medios-, te sigue despojando –la redención en suma.
La redención.
Todos somos islas, dice Vieytes, y estoy seguro que ya lo pensaste antes.
La insularidad como condición, teoriza Gargiulo.
La forma red, la internet como su expresión más cabal y más potente, el pulpo de los pulpos, no hizo sino precipitar eso: somos islas, islas que se niegan a ser archipiélago, a ser trama: nuestra condición humana actual no es otra cosa que la absurda isleñidad a la cual nos condena el capitalismo y la ignorancia que es su hija dilecta.
La ciudad como negación geográfica, como abolición de la geografía.
La ciudad molusca; esa ciudad que sólo supo poetizar Roberto Artl.
La internet como negación, como epitafio perverso y como sepulcro de la imaginación.
La imaginación atrapada en una tela de araña, sin destino, sin secuencia, sin final.
La inexistencia del concepto real de isla, del diseño real de isla, de la idea tangible de una isla: un lugar donde acudir, donde refugiarse o vivir, ya no existe: la globalización arrasó con todo eso; la globalización: la misma que en su momento y a su manera y en sus circunstancias, atacó ese escritor llamado Defoe que hizo de Robinson Crusoe, el héroe perfecto, el hombre solo y abandonado en una isla, en una isla que era la antítesis del mundo que lo acosaba, el capitalismo emergente que lo desterritorializaba todo, que lo deshumanizaba todo, que lo contaminaba y precipitaba todo.
Contaminación y precipitación: necesidad de redención.
De tu amor soy el peregrino –clama con exceso de virtud Gabriel Restrepo en su último poemario enviado- y uno asocia ese peregrinaje a las islas, ese amor a las islas, y no hay contradicción o eso intuyo: a la divinidad final, la divinidad total y amparadora, a aquella que nos inspiraba siempre, que nos protegía siempre, que nos devolvía la certeza siempre, que era fervor invencible, que no se rendía jamás y que habitaba en nosotros y con los otros por toda la eternidad, se llegaba por agua –agua que limpia, agua que embellece- y sólo por agua.
La verdad es antigua y la verdad es líquida.
La fe, el fervor, la redención, la imagen de la redención, se asemeja mucho a una isla, huele a isla.
Huele a agua alrededor.
Huele a agua, perfume y adiós.
Huele a agua, malvón, meandro y encanto.
Huele a agua rodeándonos.
Huele a la isla, huele a vida.
Vamos, sigamos, rumbo a la Isla del Sol.
La necesidad de la fe.
La necesidad del desgarro.
La necesidad de las islas.
La necesidad de la gracia.
La necesidad que me leas.
La necesidad que me creas o que no me creas.
La necesidad de que vos existas.
La necesidad de una isla, de que ella exista.
Te ampare, te agasaje: sea realidad.
Imagen: Isla del Sol, Bolivia.
Imagen: Isla del Sol, Bolivia.
1 Comentarios
Bellísimo. Un abrazo fraternal, querido Pablo.
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