Hace más de treinta años un Presidente colombiano arrendó un avión. Iniciaba su mando y la nave, un Jumbo, era la más grande. Elefante volador que al aterrizar estremecía las raíces enterradas debajo de la pista.
Allí volaría una comitiva presidida por el Mandatario. Ministros, comerciantes, empresarios, edecanes, damas, enfermeros, ujieres, dignidades del Congreso, algún colado, guardias de honor, y el médico de palacio (como gusta decir a los hijos de la república). Huacales enormes con suvenires envueltos en papel de color y moños de mariposa: barniz de Pasto, mochilas de Atanquez, totumas de manjar blanco, latas con café molido, carrieles, ruanas, sombreros sabaneros, poemas de Julio Florez, selecciones de música con el revoliático, hormigas de Santander, nudos llaneros, dulces de Mompox, vasijas con friche de la Guajira, una boa embalsamada de Leticia, un mico vivo y un retrato en ovalo de Beatriz González. ¿Esmeraldas? Si. Precolombinos, si.
La misión de la nutrida representación consistía en dar la nueva al mundo de una legislación de seguridad. La sancionó el Presidente pocos días antes y había sido leída y glosada con voz marcial por un general, con kepis de desfile por la red de radio y televisión estatales, encadenadas a cuanta emisora funcionaba.
Era un mes sin tormentas en el cielo y la ruta recorrería Europa, hasta la Cittá. Allí, L’osservatore romano, entre dogmas y excomuniones, canonizaciones, cartografías del limbo, destacaría la visita con fotografías y probable milagro.
Fue un chasco descomunal que anticipó la vuelta entre coros de rechiflas y reclamos por derechos humanos.
La abuela dixit: lo malo es lo que se aprende.
Entre la tragedia y la comedia, la vida institucional colombiana, museo de cera, se bambolea inmune.
Hace más de cuatro días un Presidente cesante, del mismo país del anterior, organizó un tour para explicar a las naciones del orbe sus indiscutibles opiniones sobre la reconciliación y la manera de tratar a los guerrilleros ( no los llama así, por supuesto).
Parecería que los espacios de debate previstos por la escenografía democrática no fueran suficientes para discutir hasta el cansancio a la vieja usanza de nuestra América. Ni el latín ni las estadísticas lograron apaciguar la impotencia de la voz, en la jaula de loros, que terminaba dando tiros en los recintos sacros, escupiéndose y todavía insultándose, sin las gracia retórica del divino Vargas Vila. Y lo peor, la perniciosa creencia de que los problemas de una nación se los va a resolver ese resto de Estados con tantos líos propios.
Será que el ridículo tiene unas virtudes políticas que no hemos descubierto ¿?
Shaftesbury sentencia que nada hay ridículo sino lo deforme. Pienso en nuestra tradición hispánica de lo grotesco.
Esta autoridad exhibida, con votos comprados, ni siquiera causa risa.
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