PABLO CINGOLANI -.
Si hay un ave que espejea la esperanza, eso que vuela se llama colibrí. Aquí en los Andes tropicales y secos, hay muchos tipos de colibríes, muchas especies. Hay el llamado gigante, que en verdad lo es, y es endémico de estos lados, sólo anda por aquí, y por Caracato y algún sitio más. Es un secreto oculto entre tanta oquedad y quebrada hostil y tanta ladera que se obstina y empina y, a veces, te hace llorar, de tan cruel que también puede ser la piedra.
El colibrí gigante es algo así como un cuadro de Gastón o de Calder o un blues cantadito de Calamaro volando libre de volar volando; es un cuento de Sepúlveda agitando otras alas; es el poema que Manuel Castilla no escribió pero que está siendo –y se escribe, se va escribiendo- mientras lo ves sublevando, desmitificando, acariciando el aire: desmintiendo gravedades en cualquier dirección y en todo sentido, honrando la levedad, la exquisitez y lo mas sublimemente bello de la belleza salvaje: un colibrí gigante, volando, volando libre de volar volando, es un hecho estético irremediable que irremediablemente te convoca y te conduce a celebrarlo, a celebrar el vuelo sublime del escaso pájaro, a celebrar las veces que sentiste lo mismo –acaso en un bar, acaso en una cama o un muelle-, las veces que celebraste la vida, y te celebraste- Viva la Patria, vivan los montoneros
Las especies de colibríes más pequeñas son iguales de bellas pero tienen algo además del portento y la gloria que vibra en el hermano mayor de todos ellos. Los colibríes pequeños atesoran esa inmensa, intensa, infinita fragilidad que desnuda cualquier mezquindad, que desahoga todo dolor, que como un suspiro de aire, en el aire, con el aire, por el aire, te conduce a territorios sin culpa, sin desamor, llenos de la magia profunda que sólo puede caber en el aleteo mínimo de estos aladitos sagrados.
De eso, estoy convencido: los colibríes son santos, santos con alas de verdad, pequeños santos que Pachamama nos brindó para que cuando los veamos jugar entre las flores, contrapunteando con el mundo vegetal, sintamos cuan agradecidos podemos vivir de vivir nomás, de celebrarte vida, de amarte querido amigo, querido colibrí.
Tengo una ventana como pared que mira a Dios y a la obra de Dios, que mira a Viracocha y a la obra de Viracocha, a la obra de Alá, de Buda, de Krishna: que mira a los cerros, tremendos cerros magníficos en su ser estando cerros que se alzan imponentes allí donde acaba mi frazada, donde el gatito suele acurrucarse y dormir el más delicioso de los sueños: que alguien lo ama, que alguien lo venera además. Como si los colibríes supiesen de tanta devoción por lo que no debe morir dentro del corazón de uno que se astilla siempre pero que quiere vivir, vivir nomás, vivir celebrándote vida, los colibríes, cada mañana, sin sed y sin angustia, siempre están allí.
Me despiertan con su leve presencia pero que la siento golpeando en el rincón más íntimo de mi existencia. Abrí los ojos, hermanito, me sacude el aletear hipnótico de verdes y rojos que traslucen la maravilla del color, la alegría de la luz, la pasión por vivirlos, por sentirlos, por saber que sólo la diversidad nos convierte en algo parecido a ellos: seres que buscamos transmitir, compartir, provocar la misma luz, la misma emoción, la misma alegría en los otros, en el otro, entre todos nosotros.
Colibrí, colibrí querido, colibrí mi amigo, monarca de ese mundo feliz. Un mundo tan hipotéticamente feliz donde sólo alcanza una caricia para recobrar el sentido, donde sólo basta una imagen de virtud, una virtud, para desmentir todo el hastío del mundo, toda la necedad del mundo, todo su sin sentido.
Don de colibrí, donde colibríes, don de dones, don entre todos los dones: cuando la maravilla cabe dentro de un puño pero es tan fuerte, es tan colosal, tan intrépida, que es capaz de arrasar con toda la maldad que nos imponen, toda la maldad que nos abruma, nos asfixia y nos mata.
Colibrí, escama de sol, lágrima de luna, amante de retamas y de queñuas, música del aire: la bondad de la tierra que no se cansa nunca, que no se rinde jamás.
Aquí, dicen los que saben, la sequedad misteriosa del trópico –islas abruptas de desierto en medio de la vorágine de las selvas que se precipitan, que te precipitan desde las nieves invencibles- han amparado a estos compañeros que vuelan, a los colibríes de los Andes.
Los colibríes de los Andes son maravilla y verdad, son como la lluvia
Maravilla que vuela libre de volar volando hasta donde vos quieras que ellos vuelen
Verdad como piel verdad como guerra popular y prolongada que nunca miente, piel desgarrada pero piel de colibrí piel hecha tierra y guerra por lo mismo
Verdad de verdades, verdad de milagros verdaderos: verlos volar, verlos sacudir con sus alas toda la libertad que te mereces, toda la creatividad y los huaycos que te están esperando
Escribo a/de los colibríes del mundo uníos por un simple motivo: es tiempo de challa, es tiempo de carnaval, es tiempo de bendecirse, bendecir a la vida, a la tierra y ser bendecidos por ella
Poema en plenitud: colibrí que vuela
Rastro de antiguas certezas: colibrí que esperas
Destino del cuerpo: colibrí que jamás se rendirá
Celebra la vida, celebra la tierra, pero celébrala ya.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 13 de febrero de 2015
Nota bene: Ecos de Mao, del Pepe, de Carver, de Marosa Di Giorgio y de Quintín Lame (y de algunos otros más) están dentro de este texto. También de un poema brújula: Señal de cuerpo, de Rubén Vargas. De allí, tomé el impulso final para escribir el final de este escrito. Y de la lluvia que caía en medio del sol entre las montañas. Pura Challa.
2 Comentarios
"Un blues cantadito de Calamaro..." Bello escrito.
ResponderEliminarPocas cosas producen en mi alegrìa como los colibries que se aparecen en mi jardìn, los de aca parecen preferir los jazmines. Hermoso escrito, saludos.
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