GONZALO LEÓN -.
Observar a Mauricio Macri bailar en su búnker de Costa Salguero después de un triunfo electoral no es algo nuevo en Argentina. Observarlo dando esos pasos en puntas de pies, con cuidado, como para no romper huevos en pleno balcón de La Rosada sí lo fue, porque constituyó el modo más sincero de transmitir lo que siente. Su partido, el PRO, con doce años de existencia y sin estructura propia a lo largo de Argentina, derrotó al kirchnerismo no sólo a nivel nacional sino también a nivel provincial (territorio con 17 millones de habitantes y que estuvo gobernada treinta años por el peronismo, distintos peronismos a decir verdad), lo que en alguna medida fue un triunfo inesperado: era Nación o Provincia, pero ambas era demasiado, y sin embargo obtuvo demasiado, fue el sueño del pibe, y eso fue lo que demostró Mauricio bailando en el balcón de la casa de gobierno. Más que el político que aprendió una serie de pasos como una especie de obligación para contar con algún atractivo en su opaca personalidad, lo del 10 de diciembre fue diferente: era el pibe, pero también el político formado a la rápida, fogueado primero en Boca y luego en la Ciudad, que tomó consciencia de que era Presidente en un momento complicado para la Argentina y que bailaba en puntas de pies para no romper huevos.
Hay un refrán que dice que para hacer tortillas es necesario romper huevos; en política, al menos en Chile, suele usarse para decir que a veces para llegar a un objetivo hay que hacer ciertos sacrificios. En lenguaje argentino, no romper los huevos es no molestar, no joder, y ambas cosas trató de transmitir Mauricio Macri: no quiero hacer sacrificios (que sería en verdad sacrificar a los más débiles) pero tampoco quiero molestar, joderlos. Algunos más suspicaces podrían ver aquí una súplica: Por favor, déjenme gobernar. Trataré de no defraudarlos, y si lo hago, será con buena fe. Un amigo argentino que se encuentra casualmente en Chile me comentó por mensajito de Facebook que lo que le pasó a Mauricio en aquel balcón es que pensó que se había ganado una rifa, y que no era para nada consciente de dónde estaba ni qué hacía ahí, en suma de sus responsabilidades. En este punto volvemos al sueño del pibe, o más bien al pibe a secas, al que de pronto en Navidad le obsequian un juguete muy grande, no sabe para qué sirve ni cómo lo empleará, pero abraza a papá y a mamá. Está feliz, y se pone a correr por toda la casa. No sabe lo que le obsequiaron, sólo sabe que es algo muy grande, que el resto de sus amiguitos envidiarán.
En este punto resulta innecesario decir que el camino al infierno está lleno de buenas intenciones. Pero lo digo, porque no dudo de las buenas intenciones de Mauricio Macri, de su intención de lograr Pobreza Zero mientras bebe una Sprite Zero, que es uno de los ejes de su gobierno: no hay nada más ingenuo que eso, es por así decirlo una imagen hermosa, que remite una vez más a la infancia. Pero vuelvo a lo que dijo mi amigo argentino en Chile: piensa que se ganó una rifa. Ojalá que no sea así, porque rifarse un país o mandarlo nuevamente al infierno sería algo muy feo. Y aclaro que no quiero que le vaya mal a Argentina, porque si le va mal a Argentina, le va mal, primero que todo, a los que menos tienen, y querer eso es perverso. Chile ya tuvo un gobierno de derecha con algunas similitudes con este gobierno argentino de derecha: gabinete donde entraron CEO’s de empresas, muy técnico, que quieren hacer bien las cosas, chicos bien y con un Presidente que repetía expresiones y deseos etéreos (“mirada de futuro” en el caso chileno, “esperanza y alegría” en el caso argento) en cada intervención pública. El resultado de este gobierno ya lo sabemos, y no fue tan malo para el país. Fue un gobierno con muchas buenas intenciones que terminó desbarrancando y dándole la posibilidad a la Concertación de ser gobierno otra vez, cuando antes de asumir la derecha esa posibilidad no sólo parecía lejana, sino que imposible.
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