Alejandro Suárez, políticamente incorrecto



CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.

Let it roll, baby, roll

Me parece escuchar la envolvente voz de Jim Morrison. Lo he buscado en el Whisky a Go Go, en Père Lachaise, en los pezones oscuros de Elisabeth bajo los árboles de Molle-Molle. En Kerouac. Pienso en él cuando me lanzo por los caminos de Norteamérica solo, turbio y lúcido, viendo morir noches y nacer amaneceres sin descanso.

¿Por qué introducir a un escritor y su libro así? ¿Hablar de mí para hablar de otro? Nada de vainas de recursos literarios; hacerlo implica complicidad, deslumbre por lo irredento, por lo cínico y tierno que aparece a borbotones en las páginas de El perro en el año del perro, novela del autor boliviano -cruceño- nacido en La Habana, o cubano sito en Bolivia, como si eso importara.

Viene de 1971. Ha muerto la Era de Acuario. Las mujeres que paseaban desnudas a la intemperie se han convertido en madres, abuelas, inversionistas de Wall Street. Obviaron la voz del coño, fugaz pero plácida, para tomar la lujuria del billete. En ese año nace Alejandro, en un mundo en apariencia huérfano. No existe el Che, tronaron a Lumumba, las revoluciones no son lo que pregonan, y los Stones despidieron una época, bajo la despectiva mirada de los Hell Angels, en Altamont. Dura herencia. Para crecer habrá que fundarse de nuevo. De esa debacle de sentidos e ideales viene este hombre, ya o casi cuarentón, que con desparpajo expone en novela avatares y aventones de un joven en busca de todo.

En la literatura y cine bolivianos ha habido intentos de recrear el pasado juvenil con méritos y errores diversos. Ni sé, o no me acuerdo, cómo se denomina este género literario que para mí tiene su cumbre en El gran Meaulnes, de Fournier. Pero nada más ajeno a Fournier, o a su hermano mayor en novelística, Proust, que el libro de Suárez. No ha lugar la nostalgia. Melancolía es puta palabra-obstáculo. En esta carrera por vivir no hay tiempo para espaciarse con memorias tristes. Incluso el recuerdo del amor carnal de una muchacha holandesa hace parte de un cínico divertimento, egoísta, donde la satisfacción de uno es prioridad y fin.

Volviendo a páginas semejantes de nuestra literatura, que no creo conocer completa ni sentirme agorero, me parece que pierden en la comparación. Suárez hace gala de una dinámica y un lenguaje que exudan vitalidad, aparte del magnífico humor casi desconocido por nosotros. No se trata de lacrimosas y patéticas rememoraciones de supuestamente mejores días. Aquí no hay ni abuelos, ni maestros, ni escuelas, o noviecitas por las que uno suspire. Es tiempo de carne, de un cuadril sanguinolento acompañado de chacareras, o de un culo con solidez de roca. Por supuesto que el personaje central, como cualquier humano, falible e inconstante, peca de denuedo senil, romántico, ilusorio en su descubrimiento de lo que podría ser el futuro. Pero ahí queda. El individuo se renueva, arremete, embate, que al final la vida es simple y buena si se la sabe llevar, y las caídas se curan, como la gonorrea con antibióticos, y de nuevo a copular.

“(…) Me siento más lúcido que Sun Tzu. Todo se resume a una frase más simple que la tabla del uno. Llevarla a mi mundo”, dice Suárez, y en eso condensa la visión del muchacho que protagoniza la aventura de esta narración: uno siempre, o casi siempre, gana de local. In vino veritas, el sexo como el alcohol, en ti me encuentro, en tus jugos, tus sudores, tus cabellos. Tu calzón es mi patria. Como te llames no importa. Machismo, puede ser. Supervivencia también. No le hace, estamos en un mundo de ficción, cuyo paralelo con lo real no nos incumbe, donde nuestro hedonismo de lectores, igual al del creador, demanda satisfacción del instinto que permite perdurar. No cabe futuro en la pena, lamentarse de sí mismo, renunciar, fracasar. El adagio del hombre es el lobo del hombre se transforma en el hombre es el lobo de la mujer, a quien se acecha, devora, disfruta. Y, todo vale, incluso amor.

Me gusta como Alejandro construye sus capítulos, a la usanza del Quijote, o de franceses e ingleses del ochocientos, con un resumen de lo que va a exponerse en ellos. Pero sus “resúmenes” se caracterizan por ser arte en sí mismos, sarcásticos, burlones, irreverentes: Un alien en el templo de la rumba y la bachata; Experiencias vitales de corto alcance; Tensión en el trufi; Maja desnuda, tropical y posmoderna; Violando el mandamiento vegetariano con carne de llama. Ejemplos de una escritura de vértigo adrede. De lo mejor que ha caído por mis manos de incipiente crítico.

Obvio el entorno: Santa Cruz de la Sierra. ¿Podría haber sido otra ciudad? Dada la maestría del autor, creo que lo haría bien en cualquier lado. Sus calles, lugares, idiosincracia lo envuelven. Es testigo y actor de un mundo preciso y una etapa delimitada. Pero si a la larga la novela parece inclinarse hacia una road movie significa que el personaje quiere removerse de encima el peso de los límites. No va a quedarse y acabar como sin duda harán tantos en derredor, machos y hembras. Sus horizontes apenas se abren y la compañía, que debe ser circunstancial para quien desea conquistar el universo, sirve de momento.

Primera novela de un escritor ya maduro, logrado. Alejandro me ha enviado algunos cuentos suyos que anteceden a El perro en el año del perro. No he querido tocarlos, para no contaminar la maravillosa impresión e inmenso placer que ha sido leer la obra. Y en la pequeña vanidad que tenemos los hombres, gigante en los escribanos, perdón escritores, el gusto de escuchar a Alejandro Suárez decir que mi El exilio voluntario le sirvió de inspiración.

El perro en el año del perro está cargado de “días de mierda”, de “gringas putas”, extraños amigos, madres lesbianas y padres inseguros. Libro de motel, de bar, de la grandísima afición que mueve el mundo, mayor que cualquier filosofía: un buen polvo.

22/01/2012
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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 29/01/2012
Imagen: Portada de El perro en el año del perro

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