ENCARNA MORÍN-.
“Hijo es un ser que nos prestaron para un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos y nosotros aprender a tener coraje” (José Saramago)
Una avalancha de noticias tristes y dolorosas bombardea cada día nuestras vidas. Pareciera que los más de siete mil millones de humanos que poblamos el planeta, no tenemos muchas intenciones en juntar nuestras fuerzas para ser felices y, a lo largo de la historia, vamos repitiendo una y otra vez similares errores.
Un sufrimiento que comienza desde muy
temprano, desde muy cerquita y que va subiendo de escala a medida que crecemos.
Superando obstáculos que unos a otros nos vamos poniendo delante, hemos de
pasar por exámenes y pruebas que nos darán como aptos o no aptos para
consolidar una profesión y un deambular por la vida. Todo ello a menudo con
grandes dosis de dolor e insatisfacción. Si se trata de nosotros, lo llevamos
más o menos, pero si es en la piel de nuestros hijos, a menudo se desata ese
inmenso coraje que ni siquiera sabíamos que teníamos dentro.
Hace unos días, inmersa en mi sentimiento de impotencia
ante las malas noticias que refleja la prensa, salí al supermercado. Ella llegó
con sus hijas al ascensor y se paró a mi lado. Una de las niñas iba en el
cochecito, la otra tendría unos cinco o seis años. Ambas eran muy bonitas,
tenían aspecto de estar bien cuidadas y atendidas. Mientras esperábamos la
llegada del ascensor reparé en la joven madre. Pensé que hasta podría ser mi
propia hija. Tendría unos treinta años más o menos, estaba muy pendiente
de sus niñas. Se adivinaba su esbelto cuerpo bajo los vaqueros azul marino.
Sin embargo, su cabeza cubierta con un pañuelo la distinguía del entorno.
No doy importancia a estos detalles, pero de entrada supuse que la joven madre
y sus dos niñas podrían perfectamente ser sirias por su aspecto. Al ponerle cara
al drama de los refugiados, un golpe de afecto solidario surgió hacia ellas tres.
La
niña mayorcita, ya en el interior del ascensor, dio a su madre una semilla de
algo que comía y que eran dátiles. A su vez la mami sacó más dátiles de una
bolsa y se los dio a su hija.
-¿Y
para mí no hay nada? -dijo en tono de broma un anciano que también ocupaba el
ascensor. En ese momento la niña le quiso dar uno de sus dátiles, a lo que el señor
dijo que no gracias mi niña, que solo es una broma. La chiquita se quedó algo
desconcertada.
-Que bien que coma dátiles, son muy sanos, es extraño que a los niños les gusten,
sin embargo cuando yo era niña comíamos muchos, seguramente porque vivía en un
lugar lleno de palmeras. -Obvié decirle que por entonces comíamos lo que nos
proporcionaba la tierra y poco más.
-En
casa no los come, solo en la calle -replicó la madre, y su enredo en esa frase
tan corta, más su acento, confirmó mi percepción inicial de que eran
extranjeras.
La
niña en ese momento me consideró un objetivo de sus dátiles, y acto seguido me
alargó uno de ellos, que yo recogí amablemente dándole las gracias. Todos sonreímos
en ese momento, incluso el anciano que había renunciado a él
anteriormente.
La
madre extrajo de su bolso una bolsita de plástico con varios dátiles, todos los que le quedaban y me los
ofreció. Me daba pena aceptar el regalo, pero ella insistió con la afirmación
contundente de que en casa hay más.
Le
di las gracias, los guardé. Apenas comí uno de ellos. Los otros permanecen
allí, en el fondo del bolso. Cada vez que rebusco y los tropiezo con mis manos,
un golpe de optimismo y buenos presagios me alegran el día. He decidido
considerarlos los dátiles de la concordia, los que unen las almas.
No
he vuelto a tropezarme con ellas aunque voy casi a diario al supermercado. Las recuerdo cada vez que rebusco en el fondo de mi
bolso y tropiezo con esa bolsita de dátiles, cada vez que pienso en mis hijos o en mis nietos, e incluso cuando los
niños del cole me abrazan de esa forma tan espontánea y auténtica.
Aquel
encuentro fortuito vino a reafirmar mi pensamiento de que más allá de las
palabras, de las ideas y de todo los que nos podría separar, estamos las
personas. Y somos tan básicamente iguales los seres humanos…
Si volviera a encontrarme con ella le diría que es muy buena madre, que está haciendo un gran trabajo por su familia y por el mundo, que si fuera mi hija estaría muy orgullosa de ella, y que siga repartiendo por el mundo dátiles con sabor a besos de madre.
Si volviera a encontrarme con ella le diría que es muy buena madre, que está haciendo un gran trabajo por su familia y por el mundo, que si fuera mi hija estaría muy orgullosa de ella, y que siga repartiendo por el mundo dátiles con sabor a besos de madre.
1 Comentarios
Qué bien me ha sabido tu relato... incluso a dátiles.
ResponderEliminarLa vida es como tu bolso, Encarna,
siempre guarda secretos sencillos,
de mucho valor.