(La carta salió en diciembre pasado pero recién llegó estos días)
Querido Miguel:
Hay un dicho que dice más o menos esto: si uno viaja triste a Bulgaria, al volver de allí, no hay derecho para decir que Bulgaria es triste. Quien dice Bulgaria dice Punta Arenas.
Recuerdo Punta Arenas, una ciudad absurda, como todas las que el capitalismo ha forjado en el siglo XX.
Ciudades de extremos, ciudades inverosímiles, allí donde antes no pudieron ser fundadas y levantadas y sostenidas como tales, como ciudades, digo.
Ciudad del Rey Felipe, tú lo sabes mejor que yo: así se llamó la segunda ciudad, in extremis, que el más lúcido de todos, el más erudito de todos, el más noble de todos los españoles de su época –me refiero a Sarmiento, a Sarmiento de Gamboa- quiso fundar a pocos kilómetros del actual emplazamiento de Punta Arenas.
La historia no hace falta que la cuente: para eso está internet. Lo único que tengo el deber de anotar es que al puñado de ciudades que, como tales, el bueno de Sarmiento quiso fundar en el estrecho que inmortaliza a Magallanes, a ésta, a la segunda, la historia la terminó conociendo como Puerto Hambre, Puerto del Hambre.
Era imposible fundar un asentamiento humano perdurable en esos sitios en el siglo XVI. Y eso fue así por tres siglos más.
En el siglo XX, al calor de lo que el señor Lenin llamó la etapa superior del capitalismo, éste, de la manera más miserable y triste de todas, llega hasta el último confín de la Tierra, o a casi todos. Y con ese ímpetu por saquearlo todo, devorarlo todo, marcarlo todo con su huella de sangre y destrucción, deja ciudades que hasta hoy perviven, como Punta Arenas. O como Manaus o Riberalta o Ushuaia o Leticia o Puerto Maldonado o tantas otras en otros confines de los otros continentes.
Dime que no.
Dime que no es eso lo que otro señor, en este caso uno que pasó a la leyenda como Joseph Conrad, quiso retratar en su más celebrada y, a la vez, la más incomprendida de sus novelas. Dime si don Vargas Llosa no quiso lo mismo cuando escribió El sueño del celta, por cierto, un libro valioso.
Ciudades que no son ciudades, ciudades que han nacido como factorías, como puertos de embarque de mercancías, como burdeles y como cantinas, donde los que bebían y fornicaban eran –en su inmensa mayoría- nuestras propias versiones de Kurtz: los Braun Menéndez, los Suarez, los Arana, los Fitzcarrald, los Popper, los que la historia oficial considera héroes, pioneros de la nacionalidad, defensores de esa mañuda “soberanía” a costa de la perra vida y la peor muerte de los indios que habitaban esos confines del occidente, esos extremos donde el capitalismo sólo pudo establecerse tras su tarea de zapa, de masacre, de genocidio. Tras que ellos llegaron y arrasaron con todo y luego dejaron como herencia, como triste herencia, la bandera de Chile o la de Argentina o la de Brasil. Las banderas, manchadas de sangre.
La culpa no la tiene Punta Arenas en sí, la culpa de esa pesadumbre que tu viviste cuando fuiste a Punta Arenas, la carga la memoria de los muertos, de la matanza, de la orgía de sangre que parió estas ciudades-enclave, estas ciudades- fantasmas, estas ciudades que son no-ciudades, porque en esos sitios, deberían seguir estando ellos, y no nosotros, ellos –los alacalufes, los yámanas, los onas, los huitotos, los boras, los ese ejja, los harakbut- y no nosotros, menos que menos Pantaleón y sus visitadoras.
Te cuento todo esto, a propósito de tu texto pero también porque me recuerdo bien de Punta Arenas, la ciudad no-ciudad, a la cual llegamos con Carolina y una niña de nueve años, Juliana, nuestra hija, a la cual arrastrábamos junto con nuestras mochilas, hace quince años atrás.
Hicimos un viaje también absurdo: partimos desde La Paz, antes de que se cumpla el paso de un milenio a otro, con el peregrino propósito de llegar hasta Lapataia, el lugar donde culminan todos los caminos de América. Después de Lapataia, están el rosario de islas que terminan en el Cabo de Hornos y luego, ya sabés: después del Cabo de Hornos, están los dominios de Arthur Gordon Pym y de nadie más.
Recuerdo que celebramos la navidad de 1999 en Calama, otra ciudad absurda, otra ciudad no-ciudad, en el medio del desierto, el más desierto de todos: el de Atacama. Y nos agarró el nuevo milenio, y no su euforia, en La Serena, en la casa de unos amigos chilenos. Desde allí, fuimos saltando de casa en casa hasta Puerto Montt, la “iracunda” Puerto Montt, y luego el destino nos cruzó a Chiloé, donde empezó algo que aún no termino de digerir, ni menos de escribir, sino que son fragmentos de algo demasiado fuerte, algo que está más allá de la muerte, más allá incluso del recuerdo de la muerte como diría Quevedo: algo que tiene que ver con la vida de los que murieron pero que todavía resiste, allí, en esos lugares, donde vivieron, y que no es ni magia ni es museo, es otra cosa, que te insisto, no sé cómo se compone, cómo se narra, cómo te la digo: sólo sé que me sigue provocando atracción y respeto, entusiasmo y respeto, algún tipo nómade de celebración y respeto.
Eso sentí en Punta Arenas. Ya era el año 2000 y terminamos recalando en un alojamiento, regenteado por un par de lésbicas. Ahora está de moda, por estos lados del mundo, aprobar mediante leyes –otra cuestión bien absurda- los llamados matrimonios igualitarios y esas vainas. Esos años de fin de milenio, la morada de estas mujeres era un extraño fin del mundo sociocultural dentro del fin del mundo geográfico donde sucedía: daba gusto compartir con ellas. Recuerdo los piscos que nos tomamos todos juntos –no, la niña-, recuerdo cómo nos reímos todos juntos del absurdo más grande de todos –del mundo, su capitalismo- y hasta conservamos un recuerdo visible de ellas –no hubo fotos, menos que menos “selfis” entre nosotros- que son unas medias térmicas que ellas le regalaron a Carolina y que mi mujer, todavía conserva, y yo usé en alguno de mis viajes a la cordillera de Apolobamba. Llegábamos como gitanos desde los Andes tropicales, arrastrando mochilas, arrastrando una niña, y nos faltaba logística: ellas, las muchachas de Punta Arenas, nos lo brindaron, como obsequio, como amparo.
Por todo ello, te imaginaras, me es imposible decir que en Punta Arenas, no celebramos la vida, no la honramos, como debe ser. Llegamos felices a Punta Arenas, nos fuimos más felices aún. No puedo decir que Punta Arenas sea como Bulgaria. Me entiendes, ¿sí? Historias del fin del mundo, nada más que eso.
El fin del mundo, la Patagonia: la primera vez que leí el libro de Chatwin, apenas lo publicó Sudamericana en español, el 85, lo detesté. Cuando vengas a mi casa, un día vendrás, yo lo sé, te voy a mostrar, lo que escribí, en el propio libro. Chatwin, Bruce Chatwin, el inglés Chatwin –(casi) todos tenemos motivos para odiar a los británicos, a la Union Jack, no a los Beatles, a la Reina Victoria, no a los Rolling Stones, a Margaret Thatcher, no a Eliot o a Coleridge o a William Shakespeare. Pero después lo aprendí a querer a Chatwin, al so british de Chatwin, lo mismo que me pasó con Soriano, hasta con Borges, o con el ya citado Mario Vargas. Chatwin, un gran fingidor como diría Pessoa, no tiene la culpa de la babosada que lo ha rodeado, como tu bien dices. Uno que tuvo esa culpa fue Sepúlveda. Fue su Patagonia Express. Pero, con el tiempo, también lo he perdonado a Lucho Sepúlveda: carga esa amabilidad mestiza que nos caracteriza, y un exilio sin fin porque un cabrón, pro británico, como Pinochet, lo arrojó lejos de Chile, de su Chile, el de Allende, que es el de todos nosotros. Queríamos tanto al Chicho, como a Glenda, diremos parafraseando a Cortázar, alguien que, hasta hoy, me sigue costando querer, pero igual lo quiero. Al fin y al cabo, de esa arcilla somos, de esa madera y ese vino estamos hechos, sino yo no escribiría en el mismo idioma en que tú escribes, y no pudiésemos compartir, así como compartimos.
Como compartimos con las chicas de Punta Arenas, a las cuales, desde ya, dedico estas palabras que te envío a vos, con un abrazo en el alma, hasta allí donde te encuentren, hasta Navarra, hasta tu propio confín, y tu propia Bulgaria (y la mía también!).
Fraternalmente, y con un abrazo
Pablo Cingolani
Río Abajo, 5 de diciembre de 2015
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Publicado previamente en VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 29/01/2016, y en SUGIERO LEER (blog de Claudio Ferrufino Coqueugniot)
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