El niño de ojos tristes

ENCARNA MORÍN-.

A veces me falla la memoria… parece inevitable. Como si de un disco duro cualquiera se tratara, mis neuronas me juegan una mala pasada y me hacen sentir algo decadente. 

Pero al menos esto lo recuerdo con absoluta precisión, cada detalle de aquel día está grabado en mi registro con nitidez. Estaba embarazada de mi tercer hijo, por eso sé perfectamente que fue hace veintiocho años.

Era sábado, a media mañana el padre de mi hijo sintió que el aire entraba a duras penas en sus pulmones, hasta el punto de que un ataque de asma muy agresivo nos hizo salir a toda velocidad hacia el hospital que estaba a unos cinco o seis kilómetros de nuestra casa. Yo conducía, y al llegar a la ciudad comencé a tocar la bocina pidiendo paso.

Llegamos al hospital de la Seguridad Social y rápidamente le ingresaron en urgencias.  Quedé a la espera de noticias en la masificada sala colectiva.

Unos minutos más tarde se armó un gran revuelo, entraron camillas por una puerta contigua, y varias personas compungidas se acercaban al mostrador de recepción pidiendo información. Una señora lloraba al tiempo que se abrazaba a un hombre joven, que también gemía. Al poco tiempo en la sala de espera se corrió la voz. 

El fatídico accidente había ocurrido hacía apenas una hora. Un taxista sufrió un desvanecimiento mientras conducía, de forma accidental irrumpió en la acera y al hacerlo, atropelló mortalmente a una joven madre que caminaba con su hijo de cuatro años. Se daba la circunstancia de que la mujer estaba embarazada. Tremenda tragedia nos dejó a todos en silencio.

Cuando llegó el momento de pasar adentro para recibir información del paciente que acompañaba, mi espera se trasladó al pasillo de urgencias del hospital en el que proliferaban las camillas con enfermos. Un hombre con su tez extremadamente pálida, reclamó mi atención.

-Señora, ¿usted sabe algo?, dicen que he atropellado a una mujer. Yo no recuerdo nada. ¡Dios mío! no me lo puedo creer…

Se me ocurrió coger su mano que estaba fría, helada. Alguna palabra de consuelo le dije y luego  tuve que irme de allí, no sin antes hablar con la enfermera y reclamar algún tipo de asistencia para aquel hombre angustiado en el que nadie parecía reparar.

Para nosotros el día terminó bien. Un broncoespasmo se soluciona con broncodilatadores y corticoides inhalados, luego nos fuimos a casa. No olvidé nunca aquel incidente, aunque quedó aparcado en mi memoria. Al día siguiente estaba la triste noticia en la página de sucesos del periódico local.

Cinco años más tarde llegué a aquel colegio y a aquella clase de cuarto curso. Quien me iba a decir a mí que el niño de cuatro años que perdió a su madre en el fatídico accidente, estaba entre mi grupo de alumnos, ahora con nueve añitos.

Al principio no lo supe. El niño tenía algunas cicatrices en su cara y destacaba por ser muy buen alumno. Su caligrafía era preciosa, perfecta y realizaba de forma impecable todas las tareas. Sin embargo era un niño extremadamente silencioso. Se solía sentar al final de la clase.

En la primera visita de familias, su madre me contó la historia. No era en realidad su madre biológica, era la esposa de su padre. El niño tenía en ella el afecto que cualquier madre podría dar a su hijo, aunque aquella mujer a veces sentía que no era capaz de llegar al dolor extremo del niño que a menudo se transformaba en mutismo. Sus buenos resultados escolares la hacían sentir muy orgullosa.

Mi cariño hacia  él se multiplicó, aunque nunca pudimos hablar del tema. No solo por mi debido respeto y discreción, sino porque él jamás lo mencionó.

Un niño muy lindo, de ojos grandes y expresivos. Sus compañeros le trataban con mucho cariño. No sé si fue capaz de sentir mi afecto. Le quise siempre de una forma muy especial.

No he vuelto a saber mucho más de él, sin embargo, revisando un viejo álbum de fotos del colegio, me he encontrado con aquellos chiquitos de mi clase de cuarto,  cada uno con su peculiaridad y muy buenos en su conjunto. Actualmente padres y madres de familia, personas adultas muy responsables. Sé que entre ellos hay un ingeniero, una trabajadora social, un informático, un camarero, una cajera, una estilista, una enfermera, un militar, un mecánico, un cantante… profesiones diversas que les han ayudado a caminar por la vida. Pese a todo yo les recuerdo siempre como mis niños de la clase de cuarto y hasta soy capaz de ubicarles en el pupitre que cada uno de ellos ocupaba habitualmente. 

¿Y el niño de ojos tristes dónde estará? He visto su sonrisa en las fotos ya antiguas de aquel grupo, y eso, en cierto modo, me tranquiliza.

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