ROBERTO BURGOS CANTOR -.
¿Cuántos cuadros, dibujos y pinturas; bocetos en papel de urgencia habrá hecho Alfredo Guerrero en una vida de constancia y dominio de una técnica cuyo elogio es que no se nota, no aturde, sin brusquedad atrapa la mirada y remueve el sentir?
Una virtud de la persistencia del pintor en los desnudos, más visible en esta época que ha hecho de la exhibición impúdica del cuerpo un artificio de vitrina, indiferencia de maniquíes, es la de preservar el misterio, el deseo de indagar y a veces soñar, para que algo quede. Una sonrisa. Una mirada. Una carta que asoma del sobre en la ventana donde la luz huye o agoniza. ¿Será igual?
Guerrero es del grupo de pintores cartageneros que en algún momento hicieron la aventura de París. Darío Morales, Blasco Caballero y alguien más joven que los siguió: Heriberto Cogollo. Es de suponer que el viaje tenía que ver con la necesidad de sacudirse las reproducciones y enfrentarse a la verdad del cuadro. Los mencionados pintaron desnudos, algunos autorretratos con la gracia cartagenera para los disfraces. Otra forma de desnudarse. No siempre la máscara esconde sino que revela un secreto. Propone una identidad hasta entonces sin lugar. ¿Lo conquista? Por lo menos deja constancia.
Hay un momento del pintor en que sus mujeres desnudas están de pie. No son estatuas porque ninguna clama por el mármol sino que contienen la duda ansiosa de quien todavía busca su lugar.
El lugar escogido por el pintor cedió a las escenografías fortuitas, de la vida o de la memoria, no es la mesa de disección del conde Isidore Ducasse. Es la repisa, las sillas, las mecedoras, el sofá, el filtro de agua, algún libro, el mueble con espejo, las telas.
Los desnudos de Guerrero hallaron un espacio sorprendente: el movimiento. De espalda, o de lado, o de frente, ofrecen algo hondo que proviene del arte o del amor.
La primera vez que vi al pintor vivía en la capital. Su casa y su estudio, junto con el de Cecilia, estaban pegados a la falda de los cerros orientales. En ese entonces era previsible la niebla liviana del amanecer, la breve llovizna que seguía, la luz fría del páramo, y la locura de las cinco de la tarde con una luz que resiste el carbón de la noche y esta en el cielo hasta que se ven en las ventanas de los edificios las lámparas encendidas.
El pintor cuidaba el verde de los cerros. Un inventario de árboles y pájaros lo hacía un guardián del medio ambiente.
Cuando decidieron venirse a Cartagena de Indias pensé en la luz que era parte de ese aparente equilibrio de sus desnudos. Esperé su encuentro o desencuentro. Fui ingenuo, uno puede irse de Cartagena pero no abandonarla. Le creció a cada quien como coraza de caracol. Carga todo.
Veo mujeres frente a la bahía, leprosas de luz, esa que Angulo llamó bruma iluminada. El trazo preciso, el enigma, la victoriosa batalla contra el tiempo, la sombra interior.
Un abrazo maestro.
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