CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.
Así caracteriza esta obra su autor, Gustavo Rodríguez Ostria, en su dedicatoria. Un diálogo que alcanza a mi generación, aquellos que teníamos diez años -nueve yo cuando mataron a Maya, en la calle Paccieri, a dos cuadras de donde vivía-.
Vivimos de cerca el mito del Che y de los que lo siguieron. Lejos estábamos entonces de una capacidad de análisis que permitiera saber que la tesis del foco, con su dosis romántica y mesiánica -epítetos que Pierre Drieu La Rochelle podría poner al nazismo- estaba de hecho -y no de pronto- condenada al fracaso. Arrastrando las ideas de Guevara en su Guerra de guerrillas podríamos hallar asidero, controversial, para sugerir la posibilidad del triunfo de una élite revolucionaria en la guerra social, con la salvedad de que en el caso boliviano no se consideró el fracaso de su inserción en la lucha popular.
Bolivia, a través de una hábil maniobra gubernamental que corrompió el liderazgo campesino, carecía de bases materiales, condiciones objetivas en el área rural, que indujeran a la masa empobrecida a participar de una lucha que no entendía, ni quería entender. El campesinado -y recurrimos a Lenin- es clase reaccionaria por excelencia, con salvedades importantes en la historia universal como el ejército majnovista en Ucrania, las comunas aragonesas de la revolución española, la revolución china, hablando del siglo XX. El campesinado, por lo que fuera, fue la quinta columna que rompió el espinazo de la "subversión" armada. Pasaron más de treinta años para que un periodista captara en magistral fotografía a un campesino de Eterazama con un cartel rezando "Que viva el Che". Evo Morales puede decir lo que quiera, idolatrar la figura de Ernesto Guevara, pero cuando se trata de acomodarse en el poder acaricia el lomo de los botudos que siguen soñando con el tiempo en que fueron amos absolutos y que puede retornar.
Digresiones aparte, traídas por la distancia y el recuerdo, el libro de Rodríguez Ostria es una proverbial muestra de cómo hacer historia seria. Se puede o no discrepar con las conclusiones del autor, sobre todo en cuanto a la validez de un ideario (el del foco) quizá confuso, o confundido, pero no se debe despreciar el admirable trabajo realizado, consultando la mayor cantidad de fuentes en el difícil trabajo de reconstruir una historia olvidada, una historia escondida y disimulada.
Muchos de los participantes aún sobreviven. Más en el lado represivo que en el contrario. Anuncian que la tenebrosa época del terror estatal aún pervive, y que de alguna manera desenmascarar la historia tendría que llevar al país a descubrir y juzgar a los responsables. Algo así sucede hoy en México, a tiempo de desentrañar los misterios que envuelven la masacre de estudiantes en Tlatelolco. ¿Qué se hizo hasta hoy para juzgar a Mario Vargas Salinas, asesino de Freddy Maimura en el mal llamado Vado del Yeso? ¿O es que su condición de "León del Masicurí" lo avala y lo encubre? Con demasiados leones -tigrillos o buitres sería cabal- cuenta la historia nacional, animales con negro pasado y menor decencia. Algo anda mal en una nación que eligió, democráticamente, al asesino Bánzer para otro término presidencial. Es que nos guiamos con mitos. El boliviano siempre es el "mejor de todos", el mejor piloto, el mejor futbolista, el mejor médico, el mejor militar, etc., ilusiones que fabricamos para olvidar cuán mal estamos y cuán poco nos queremos.
Las víctimas de Teoponte, héroes, mártires y santos a su manera, ilusos e insanos también, juventud privilegiada e inteligente, debieran ser la luz que alumbre las posibilidades racionales de avance y progreso que tenemos.
Rodríguez Ostria ofrece una detallada disección de un pasado molesto. Lo hace bien y con valor, porque sin duda que al aclarar la niebla atenta contra intereses que aún permanecen en la sombra. Esa es labor de hombre.
En las páginas de Teoponte no sólo se "vuelve a las montañas", se acuña otra vez un diálogo con espectros ya fugados de la memoria: la sombría grieta del Abra donde se encontraron los cuerpos de Jenny Köller y Elmo Catalán, la torturada sombra de Ana María Spaltro, guerrillera argentina, que en su ignota tumba cerca de Sacaba, ya jamás descansa. Tal vez estas páginas de Gustavo signifiquen un sosiego.
18/04/07
Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), abril 2007
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 2007
Imagen: Estado Mayor del ELN
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