ROBERTO BURGOS CANTOR -.
Cuando se repasa, sin intenciones, como quien recorre años y recuerdos, los momentos de la vida colombiana, es frecuente encontrar que algo, por lo general virtuoso que enriquecía y alegraba la esperanza, se había perdido.
Esos vacíos cuya explicación permitiría recuperar rumbos, tejer continuidades, quedaban sumidos en una especie de huecos negros, sin huellas ni señales de desaparición.
Entre esos abismos acudió al recuerdo uno que parecía servir para responder a los desesperos oficiales por los escasos índices de lectura y las apelaciones a los poetas y sus poemas como recursos contra la violencia, el odio, la maldad. Se pretendía de ellos un conjuro que atraería los espíritus a la paz y la reconciliación. Un canto contra las guerras.
A pesar de esto publicar libros de poesía continúa siendo una hazaña cuando no una imposibilidad. La frase irónica de don Ernesto Sábato mantiene su sonrisa desconsolada. Los editores de poesía, como los banqueros, piden al necesitado que demuestre que tiene dinero para poder prestarle dinero.
Sin embargo, hace tiempos, en Cartagena de Indias y otras ciudades había unos puestos de revistas y libros, artesanales, sin techo, que se cubrían con pedazos de plástico o de hule cuando llovía. Por lo regular los ponían en los parques y cerca de los paraderos de buses.
En sus armazones de maderas de pino que guardaban maquinarias llegadas al puerto, mostraban los tomos de novelas de amor, las revistas de educación sexual, los cancioneros, los figurines, los títulos del divino Vargas Vila, relatos policíacos, los periódicos del día, locales y de la capital.
El puesto que quedaba junto al paradero, entre la Matuna y el parque del Centenario, lo atendía un hombre gordo, de movimientos amanerados, se calzaba con chanclas de caucho, sin medias, y era oriundo de la zona cafetera. El paisa, le decíamos.
Acompañaba su estante largo y rudimentario de tres bancos rústicos. Allí se sentaban quienes pagaban el alquiler de revistas y los cómic con los cuales se entretenían los estudiantes que terminaban jornada y los celadores que cambiaban de turno.
Entre la variedad de los dramas románticos y el escándalo de autores prohibidos, se podía encontrar de cuando en cuando, El Túnel de Sábato, La Caída de Camus, algo de Papini.
Pero nunca, mes a mes, faltaron los cuadernillos de poesía. De formato alargado y cubierta dúctil facilitaban llevarlo en algún bolsillos. Era una colección escogida y los poemas seleccionados por alguien que firmaba Simón Latino. Debía ser un lector de poesía. Allí estaban de Greiff, Luis Carlos López, Cesar Vallejo, García Lorca, Silva, Barba Jacob, Nicolás Guillén, Pales Matos.
En las filas del bus, si, hubo filas, las mujeres adelante, si, la gente abría su cuadernillo, movían los labios. Mejoraban los piropos. Era cálido el enamoramiento.
¿Qué pasó?
1 Comentarios
Siempre un gusto leerlo. Saludos
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