CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES .-
Hubo
quienes no compraron jamás la “pomada” y otros que, pese a haber adquirido el
producto cuando aún estaba fresco, a la luz de los hechos actuales prefieren decir
“lo sospeché desde un principio”. Para el resto, el
nombramiento de Juan Emilio Cheyre Espinosa como Comandante en Jefe del
Ejército chileno en 2003, por el Presidente socialista Ricardo Lagos Escobar,
fue uno de los mayores hitos de los primeros diez años de democracia. Mayor
razón para el descalabro político que ha significado su procesamiento como
presunto autor de asesinatos y torturas en uno de los casos más graves de
represión llevado a cabo por la dictadura, dada su crueldad, amplitud y
bestialidad. Hablamos de la “Caravana de la muerte”.
Hasta
la llegada de Cheyre al Ejército, las fuerzas armadas y carabineros –respaldándose
en la institucionalidad heredada, en el control de las armas y en la presencia
de un Augusto Pinochet Ugarte, tan activo y poderoso como siempre, salvo por no
contar con la Presidencia de la República- hacían valer sus intereses con un
proceder autónomo, insolente y levantisco ante el poder civil, más aún por radicarse
éste en una coalición de centro izquierda, la “Concertación de Partidos por la
Democracia”, integrada por opositores al “interludio militar”. Sabiéndose
ganadores de eventuales gallitos de fuerza para zanjar discrepancias (como
revisar las fraudulentas privatizaciones de empresas del estado, investigar casos
de corrupción que involucraran a jerarcas o familiares del régimen saliente o
cualquier otra acción tendiente de desatar los nudos constitucionales), las instituciones
armadas, y en particular el Ejército, no se limitaban a la hora de realizar
puestas en escena como acuartelarse en tenida de combate -con pintura de guerra
en la cara incluida- o estacionar tanquetas delante de edificios del poder
ejecutivo. Lo hacían a sabiendas que aquello traería de vuelta el fantasma del
(añorado o temido según sea la conveniencia) golpe de Estado de 1973.
Sin
embargo, la democracia –con las particularidades de cada nación- se puso de
moda en este lado del continente. Consciente de aquello y haciendo uso de su
capacidad de mimesis, una vez al mando del Ejército, Juan Emilio Cheyre intentó
marcar diferencias con su antecesores, los fallecidos Ricardo Izurieta
Caffarena y el propio Pinochet Ugarte. Fue una decisión que, en honor a la
verdad, no le implicó demasiado esfuerzo. Piénsese sólo como botón de muestra en
el rol de chaperón que debió cumplir Izurieta, entre 1998 y 2000, durante la
detención en Londres y regreso a Chile de Pinochet (entonces, senador
vitalicio), con escándalo y simulación senil incluida, luego que el juez
español Baltazar Garzón lo tuviera entre las cuerdas para juzgarlo por sus
crímenes políticos. Sin el lastre de Pinochet sobre los hombros (fuera del
senado y con cientos de querellas en su contra) o más bien haciéndolo
aún lado, Cheyre puso todas sus fichas en seguir las pautas establecidas por el
oficialismo socialista y por un sector de la oposición de derecha -deseosa de
despercudirse del papel de cómplice de un régimen de facto desprestigiado en
casi todo el orbe-, a través de amabilidad, buenos deseos, acuerdos y, en
especial, con la invocación permanente al concepto “a medida de lo posible” para
referirse a la violación de derechos humanos ocurridas entre 1973 y 1990. De hecho,
esta frase –de autoría del recientemente fallecido ex Presidente demócrata
cristiano, Patricio Aylwin Azócar-, fue usada por Cheyre dentro de sus propios
discursos y escritos, como en el documento “Ejército
de Chile: el fin de una visión” de 2004, donde asumió la responsabilidad de su
institución en los crímenes cometidos durante los dieciséis años de régimen de
facto.
A
lo largo de su gestión como Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre
no dudó en estrechar la mano, abrazar, grabarse y fotografiarse con
representantes de la izquierda oficialista, como tampoco en participar en reuniones
(infructuosas en la mayoría de los casos, dados los pactos de silencio
existentes entre los involucrados) tendientes a recabar información de personas
desaparecidas durante el régimen militar. Ni de organizar encuentros
reconciliatorios con víctimas de la represión, como fue la lectura poética
realizada en 2005, en la Escuela Militar, por el Premio Nacional de Literatura,
Raúl Zurita, junto con otros escritores, autor cuya obra se encuentra
explícitamente identificada con el dolor provocado por las torturas y
persecución de los organismos de seguridad de esos años.
Los
resultados de todos estos esfuerzos se tradujeron en la consolidación de la
figura de Cheyre como el militar demócrata, constitucionalista, subordinado al
poder civil, uniformado ejemplar y predilecto del oficialismo, de duelo forzoso
y doliente por dos trágicos accidentes ocurridos a sus hombres en el sur del
país, heredero del pensamiento de los asesinados ex Comandantes en Jefe, René
Schneider y Carlos Prats (precisamente, dos personajes que Pinochet intentó
borrar de la historia institucional). Sin embargo, este camino también tuvo
costos, como recibir los motes de “traidor”, “rojo” y “comunista” dentro de sus
propias filas y del cada vez más reducido círculo pinochetista, desprecio que
lo han acompañado hasta nuestros días. Aunque desde otro punto de vista, esto
último debiese ser motivo de orgullo, a modo de medallas civiles luciendo en su
pecho uniformado, dadas las nuevas amistades que ahora palmoteaban la espalda
del general del “nunca más”.
Llegado
el momento del retiro, la carrera de Juan Emilio Cheyre pareció libre de
obstáculos para ocupar un lugar exclusivo, sin competencia de ninguna especie,
sin mayores contradictores, en el papel de oráculo ante diferentes problemas de
nuestra realidad, ya sea como director de un centro de estudios internacionales
de una universidad o desde la presidencia del Servicio Electoral (nombramiento
del Presidente Sebastián Piñera Echeñique, político conservador pero opositor a
Pinochet).
Contrario
a lo que pueda pensarse, la vinculación de Cheyre con casos de violaciones a
los derechos humanos no es nueva. En diciembre 1973, mientras ejercía como
secretario del coronel Ariosto Lapostol en el Regimiento “Arica” de La
Serena, el matrimonio del argentino Bernardo Lejderman y la mexicana María del
Rosario Ávalos fue asesinado en la ciudad de Vicuña por una patrulla militar dirigida
por el oficial Fernando Polanco Gallardo. La patrulla llevó al hijo
sobreviviente de las víctimas, Ernesto Lejderman Ávalos, de apenas dos años, al
Regimiento “Arica”, donde Cheyre fue encomendado por Lapostol para entregarlo
al convento Casa de la Providencia de La Serena, donde permaneció tres
meses hasta que fue reclamado por familiares argentinos. A pesar de prestar
declaración en dos oportunidades en calidad de testigo, Cheyre no resultó con
responsabilidades en este caso. Tras una serie de emplazamientos públicos de
parte de Lejderman hacia él para que entregara información sobre el asesinato
de sus padres, ambos se encontraron en un programa de televisión donde
debatieron, frente a las cámaras, sobre este caso. La situación, por momentos,
se volvió tensa. Un Cheyre complicado pero intentando mantenerse sereno, junto
con asegurar comprender el drama de su interlocutor, persistió en su versión de
que nada podía agregar aparte de lo ya señalado a la
justicia.
Hoy,
en cambio, su situación se presenta mucho más pantanosa, dada la gravedad del
caso en que se le involucra. La “Caravana de la muerte” se remonta a días
posteriores al golpe de estado de 1973, cuando el general Pinochet -el de los
brazos cruzados y lentes oscuros- tomó conocimiento del supuesto trato moderado
dado por algunos comandantes de guarnición de provincia a sus detenidos políticos.
Por este motivo, ya asentado como Presidente de la Junta Militar al mando del
país, Pinochet decidió aleccionar a los “blandos” enviando a
un “oficial delegado” que se movilizaría en el helicóptero “Puma” por
diferentes puntos del territorio nacional para actuar en su nombre y así
“agilizar y revisar” los diferentes procesos. Este “oficial delegado”
correspondía al general Sergio Arellano Stark. El saldo de esta misión fue el asesinato y desaparición de 97 presos
políticos. Tal es la trascendencia del caso, que el propio Pinochet estuvo detenido
en Londres por petición del juez Garzón, con la intención de jugársele por su
responsabilidad en estos hechos, coyuntura de la que se libró, tal como después
ocurriría en Chile, al sorprenderlo la muerte en 2016.
Volvamos
con Juan Emilio Cheyre, pero no al de hoy, sino al de hace más de tres décadas
atrás. Durante su paso por la ciudad La Serena, la “caravana” de Arellano Stark
se hizo presente en el Regimiento “Arica” para analizar la situación de los
detenidos. Ocho prisioneros fueron ejecutados. El teniente de 25 años, Juan
Emilio Cheyre, se desempeñaba como secretario del general Ariosto Lapostol
Orrego, también sometido a proceso. Testimonios sobre su presencia en las
torturas y asesinatos realizados dentro del regimiento se van acumulando en las
carpetas puestas sobre el escritorio del juez Carroza. Cheyre, apoyado por su abogado,
alega inocencia. Difícil que encuentre aliados, a estas alturas, entre sus
camaradas de armas y los sobrevivientes del pinochetismo. Será más fácil encontrar
a quienes se regocijen de su situación por haber recorrido un camino diferente al establecido por la dictadura. Son las voces de sus antiguos
socios del progresismo concertacionista quienes salen en su defensa. Lástima
que el desprestigio de éstos puede que lo arrastre más cuesta abajo.
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