MARISA PEÑA. Las palabras tienen vida propia. No sólo significan: son. Nombran la realidad y se apropian de ella, la llenan de matices, de luces y de sombras. Son más verdad que el propio referente al que señalan. Se pronuncian, se escriben, se piensan. Se enlazan unas a otras formando tejidos únicos e irrepetibles. Sus combinaciones son un caleidoscopio inabarcable. Se agrupan entre ellas formando familias léxicas si comparten una misma raíz, una especie de ADN lingüístico que las hermana, o agrupaciones semánticas que, desde la connotación o la denotación, buscan puntos comunes de significado, ya sea recto o figurado, ya sea en el campo del uso social o en ámbito del uso individual o estilo. Así, conocemos palabras y las utilizamos en un determinado contexto, y no podemos imaginarnos que otros grupos de hablantes, incluso una persona por sí sola, las utilice de otra forma, con otro sentido.
La lengua es convención. Si no fuera así no podríamos comunicarnos ni establecer un lugar común que nos permita intercambiar información veraz y comprensible. Pero si nos apartamos de ese uso formal y social, las palabras tiene una vida secreta, y se disfrazan, se trasgreden a sí mismas, se maquillan, se liberan, se abrazan en uniones imposibles, intensifican su significado o se recomponen con nuevas y desafiantes terminaciones. Las palabras saben que tiene una vida común, necesaria, con una importante labor de servicio público. Gracias a ellas nos comunicamos, nos entendemos, nos relacionamos unos con otros. Mas no por eso renuncian a su otra vida, la que las permite brillar en todo su esplendor: y son palabras pájaro, palabras mariposa, palabras de seda o de marfil, palabras de humo y sombra, palabras de ceniza, palabras de barro, de pútrido fango, de daga mortal, de aliento helado...
Usar las palabras no es cualquier cosa, no es sencillo dar forma al pensamiento, transmitir, evocar, o dejar algo muy claro no es nada baladí. La palabra es un arma poderosa, habita en el silencio y se materializa en la escritura o en el habla. "Por sus palabras los conoceréis..." podría haber sido un adagio sagrado, porque si queremos conocer a alguien no hay nada mejor que escucharle, que leerle, que escudriñar sus silencios.
La palabra es conocimiento, descubrimiento, vida. Y por eso yo, como otros muchos, amo tanto la palabra y no puedo por menos que agradecer cada día que ese don prometeico nos fuera entregado: la luz y el verbo, el fuego y la palabra. Porque no importa qué nos quiten, o de qué cosas materiales nos despojen siempre que, después de todo, nos dejen las palabras, y, claro está, el derecho a utilizarlas libremente.
1 Comentarios
Nuestra artillería inagotable. Excelente escrito, querida Marisa Peña.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo