CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.
A Pablo, Lydia, Camilo
En el mercado Hidalgo de Tijuana resaltaba una fruta roja con suerte de pétalos diría espinosos. “Pitajaya”, dijo la tendera, y conocí de ese modo algo intrigante que aparece en páginas de la literatura mexicana. La fruta del dragón. Dicen que tiene flores gigantescas, de corazón blanco y exterior púrpura, casi una carta de pésame.
Al cura Hidalgo le gustaba comer. Y el coito, tanto como la revolución, cosas apasionadas; el placer y la muerte. Pablo, mi primo, compró mango con chile, un menjunje naranja pegajoso. Decliné la invitación; bastaba con el tamarindo enchilado que si bien recuerda a India y a México no me atrae. Quesos, picantes, cocos arrumbados contra una pared, tamales de elote fresco, muy parecidos a la humita nuestra y bien diferentes de aquellos de harina. Al cura le gustaba comer; nada mejor que ponerle su nombre a un mercado donde abundan nueces y aceitunas.
Compré un cuarto de queso "cincho", semiduro, de Guerrero. Mis geografías se adjuntan a mis sabores. De ahí la memoria. Y un huipil. Y once alebrijes oaxaqueños en miniatura para el museo que me preservará. Un puerco y un erizo; una mítica jirafa con alas junto a un burro pintado a la perfección. El gallo y el caimán. El gusano más la lagartija. La liebre. El gato. Otro mítico ser entre caballo y llama, con cola de henequén.
Hacia la frontera, millón de comerciantes ofrecían productos. Botellas de sotol con forma de revólver; muñecas, coloridas calaveras. Un señor viejo vendía burritos de a dólar. Su carrito llevaba un nombre: “Burritos El Lágrimas”. Supongo que El Lágrimas era él por su triste rostro. Había tanto sol que las gotas de los ojos se le secaban antes de salir. Nos tocó el turno de pasar; un agente federal, filipino, no contestó nuestro saludo, miró los pasaportes, los devolvió. No era Manila, era Tijuana. Welcome to the USA. Que viva Filipinas.
Nací en Cochabamba y me crié entre molles y eucaliptos, comenzando con los dos molles, macho y hembra, del patio de casa que los vecinos obligaron a quitar. Pero en San Diego me pareció que la profusión de estas especies era tanta que la infancia resultaba un espejismo. Hace cuánto, me pregunté, que no veo un eucalipto con diámetro de dos metros en el tronco. Estos eran árboles jamás cortados. No como los nuestros que tienen un círculo muerto al centro y se ve que los brotes se han repetido por décadas. Decía Armando, mi hermano, gracias a dios por el eucalipto que retoña; de no ser así, el valle cochabambino ya sería desierto.
Hay una plaza, la hubo en la colonia, en el Camino del Rey o la Marina del Rey o el Paseo del Rey, en San Diego. Afirman que era la plaza central con la hacienda de Estudillo y su gran patio arbolado. Enfrente de una puerta un molle rugoso, con muñones iguales a las espantosas lepras de Papillon en la islas malditas. Flores amarillas, muy pequeñas, por el suelo. Dónde se ha ido, murmuro, todo lo que nos han arrebatado.
Eucaliptos de corteza, según siempre los conocimos. Pero vi otros, de tronco desnudo y rosado, majestuosos. Qué hacemos mal, nosotros, que ni siquiera eso podemos conservar, que desmayamos por cortar, por extirpar, por acabar. Sin ser alcaldes…
Antes de empezar el puente Coronado, sobre la bahía, un cartel anuncia consejos gratuitos para suicidas. Imagino lanzarse desde lo alto de la construcción al agua tan abajo. Será como golpear concreto. Pero el mundo sigue impávido. Portaaviones y destructores muestran sus perfecciones mecánicas de color verde. No me explico cómo tanto metal puede flotar. Asombro ante el Midway, hoy museo, que debe esconder cuantía de muertos entre los goznes.
En Tijuana, en San Diego, las calaveras aztecas, las de Posadas, en divertidas tazas de colores. En un bar, La Puerta, con decenas de tequilas en la lista, dos calaveras catrinas observan los parroquianos. A nosotros no nos mira la muerte desde las torres de Córdoba; de allí miraba al sacrificado Lorca. Nos miran desde la boca de las botellas. Por eso ríen.
Tijuana me sorprendió: no vi muertos por las calles ni tampoco se presentó como un inmenso bazar aunque también. Urbe de las grandes del país; al menos la mayor frontera del mundo por su movimiento. Almorzamos. Pablo pidió camarones a la diabla; yo, filete de pescado a la veracruzana. El mar. Hermoso, hediondo. Como buen montañés ni me mojé las pantorrillas pero imaginé cosas al ver a la entrada del restaurante una flecha que señalaba la dirección y la distancia a la que estaba Guaymas, otro de mis mitos literario-históricos de México.
Quería anotar en una libreta el universo compactado en tan corta distancia entre dos ciudades hermanas y dos países primos lejanos. Preferí no hacerlo. En la mirada se posaron paisajes desiertos y nalgas maravillosas de muchachas de California. La mente se aturdió, se tornó entre marrón oscuro y carmesí. O era el color de la cerveza.
Las turbinas del avión me despertaron. Vi una mancha de luces muy extendida. Luego me dormí y soñé con alebrijes hundidos en un socavón, con el infierno.
27/08/16
_____
Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 11/09/2016
Fotografía: La Catrina sobre el cauce de cemento del río Tijuana
0 Comentarios