Homero
Carvalho Oliva
Dime de que ciudad vienes
y te diré quién eres
Amanece en la
ciudad de las alturas, el viento frío de la mañana hincha las tres blancas velas
del Illimani, carabela mayor del mar altiplánico, que se dispone a zarpar hacia
el incierto día. El Illimani navegará por las horas hasta arribar al puerto de
la noche, dejando que el aire seco de la puna se vuelva viejo y cuente
historias.
Cada madrugada
abordo el Illimani y salgo a navegar buscando la ciudad ausente, perdida en el
cielo azul de los recuerdos. Trajinando el tiempo, hoy descendí a barlovento
por la calle Almirante Grau y avancé por la Murillo, hasta detenerme frente a
un vacío, vacío inmenso que dejó un conventillo, conocido en el barrio de San
Pedro como el antiguo Garaje Romero. Su recuerdo estalla en mi nostalgia, cual
tormenta de destellos que como estrellas caídas rebotan en el asfalto de la
avenida que atraviesa el lugar donde estuvo el último de los conventillos de La
Paz
Ciudad que,
anidada en la alta meseta, yace sumergida en una hoyada antediluviana, donde ya
existía una población antigua que antes que “Pueblo de La Paz fundaran” (como
canta el himno) ya poseía su ajayu,
su alma ancestral. A medida que la ciudad crecía buscaba la gente que se
juntaba en las casonas de dos y tres patios reproduciendo sus comunidades
rurales en los ayllus urbanos de los
conventillos que eran acechados impunemente por los recién llegados a la
ciudad. Sus habitantes, venidos de todas partes, traían sus semillas de soledad
que por las noches regaban en el silencio de sus cuartos. Vinieron de la
provincia del lago, del mundo de las criaturas de piedra, vinieron del valle de
Sorata y de los Yungas, de la tierra de las frutas y las hojas de coca. Mujeres
y hombres, ancianos y niños buscaban el sueño de la ciudad futura y despertaban
en algún rincón ajeno.
Los que llegaban
contaban historias de sus lugares de origen, los nacidos en los conventillos
poseídos por el espíritu de Los Andes, habitados por la Montaña contaban la
historia de la propia ciudad. Para los recién llegados La Paz era un puente
imaginario que unía al campo con la ciudad donde el aymará y el castellano se
cruzaron pariendo el lenguaje paceño el lenguaje con el que habla la ciudad “De
la urbe de la montaña su legado somos”
Días tras días,
cuarto tras cuarto, emergiendo de ruinas y esperanzas de encuentros y
apariencias, remiendo tras remiendo, nacieron los conventillos que fueron
vistiendo a la ciudad como si fuera un saco de aparapita. Los conventillos se multiplicaron con el tiempo en el
siglo veinte, después de la Revolución Nacional y eran tantos como los mercados
de la ciudad; la vida bullía adentro de ellos, tanto que los achachis decían que de mercados y
conventillos se hizo La Paz, Chuquiago
Marka, la ciudad a orillas del Choqueyapu
Los conventillos
tenían dueños de rancios apellidos, como viejas sus casonas y los inquilinos
comentaban que para cobrar las rentas llegaban puntuales como las desgracias.
A medianoche,
acurrucados por la ciudad, dormían los conventillos, mientras fantasmas
insomnes asomaban entre los oscuros zaguanes despabilando a los trasnochadores.
Para las imillas y los llocalas, de mejillas escarchadas y
sonrisas fecundas no existía otro mundo que los conventillos. Las mañanas se
inquietaban, cuando los niños dejaban de jugar y reflexionaban sobre la vida,
al mediodía las doñas olvidaban sus rencillas facilitándose huesos para sazonar
la lawa; por las tardes los amores
furtivos trastornaban la lavandería y durante las noches los hombres se
despojaban de la rutina y volvían a su infancia jugando a ser mayores.
Había de todo en
los conventillos: familias que florecían sin falta en cada primavera, viejos
faunos domesticados que inútilmente deseaban a las cholitas y sirenas que lloraban porque sus peces escaparon por los
lavamanos. En los crepúsculos, ardiendo como soles, los jóvenes se aventuraban,
en apasionados recorridos, por sus trémulas geografías y en sus cuartos se oían
rumores que alborotaban al vecindario, mientras en los de los casados los
rumores subían de tono hasta convertirse en maldiciones. En algunas piezas el
sol no era bienvenido, sus moradores nunca abrían las puertas y las ventanas,
vivían condenados a la vigilia sospechando que era más que suficiente
soportarse entre ellos.
Cuando había
jolgorio, los babélicos conventillos se transformaban en ferias populares había
música, baile, comida, amores, peleas después del preste llegaba el fin del mundo y la vida continuaba más allá de
los festejos. En los martes de ch’alla, los mallkus, achachilas y apus recibían ofrendas en los patios, les
quemaban ricas mesas y mientras se ch’allaba
las awichas y las solteronas encendían
devotas veladoras rezando a la
Virgen y a la
Pachamama .
En los
conventillos siempre hubo mártires que honrar. Los veteranos se jactaban de las
epopeyas protagonizadas por sus héroes, en las reincidentes revueltas políticas
y en las revoluciones y los golpes de estado los conventillos se convertían en
santuarios, nadie entraba sin permiso de los vecinos. En las fechas cívicas alardeaban
de sus ilustres hijos fueron ministros fueron generales el hijo del mengano el
hijo de doña fulana lo cierto es que las personalidades nunca volvieron por los
conventillos. En las fiestas religiosas hasta los ateos invocaban a Dios, rogándole
les diera alas y buen viento para volar más allá de sus paredes.
Cuando las
montañas desataban las aguas del cielo, arrastrando miserias por las calles
paceñas, los patios quedaban desolados, como si la vida se hubiera ido a otra
parte. Los conventillos guardaban entre sus paredes los secretos de la ciudad
oculta, de aquella de la que se hablaba en susurros, cuyos misterios eran ríos
de palabras, que inundaban las conversaciones. Con los años modernos edificios
espantaron a los anacrónicos conventillos, algunos muertos se resistían a irse
y desandaban por donde vivieron, pero resignados tuvieron que hacerlo
arrastrados por los escombros de las casonas derrumbadas. El garaje Romero, de
la calle Pedro Domingo Murillo, el último de los conventillos, se fue en la
víspera y desde entonces su ausencia transita por la calles de la ciudad de
Nuestra Señora de la Paz de Ayacucho.
Barrio de San Pedro,
La Paz
1 Comentarios
Bravo!!!
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