Hay muchos santos ocultos hoy. Y quizá más grandes, más espirituales que los terribles santos antiguos.
Roberto Arlt: Los lanzallamas
En alta borrachera, el viento le dijo al diablo: che, Satanás, vos que jurás que sos tan bueno en las cosas que hacés, creame, inventate, un lugar donde yo pueda ser muy malo, sumamente despiadado, causar mucho daño. El diablo, en su resaca, creó o se inventó los lados de Jama, del paso de Jama, para cumplirle al viento. Así empezó esta historia.
En otra senda borrachera, el diablo y el viento se volvieron a juntar. El diablo esperaba que el viento le dijese algo sobre su hechura –un lugar bravo, bravísimo, sólo para los que atreven-, y lo felicitase y le pidiese otra. El viento bebía y bebía a puro huayno y no le decía nada. El diablo se cansó de esperar, y le arrojó al viento el aguijón que lo acuciaba:
‒¿Y decime viento que te pareció lo que armé para vos allá por los lados de Jama?
El viento dejó a un lado su copa y el polvo de los caminos y le respondió:
-Bien hecho, don diablo: es verdad, allí soplo más cruel y más feroz que en ningún otro lado, sufren pues con tanto hostil azote, lloran con tanta tremenda danza…
El diablo se frotaba las manos, pensando: ahora me pide otra de las mías. El viento prosiguió hablando. Dijo:
-Pero verás, mi hermano –el viento carraspeó, entonó su voz-, cuando me di cuenta del poder de lo que te había pedido, no me arrepentí de haberlo hecho… (El viento jamás se arrepentirá de nada, es el viento, pues)
El diablo estaba exultante, ya llegaría el reclamo de más Jamas, de más hostilidad a troche y moche, de más vendavales, mas drama. El viento continuó su historia:
-No me arrepentí de mi pedido y menos de tu obra pero... (Hizo una pausa, respiró hondo), pero así como me emborracho con vos, también me emborracho con el otro, con Jesús Cristo…
El diablo empezó a sudar, sudar llamas.
-¿Con Jesús Cristo? –inquirió don Sata como si el viento le hablase de corales deshaciéndose en sus manos, como harina que vuela y no hace pan. Sí, con Él, le confirmó el viento. El diablo, tremolando, le preguntó:
-¿Y? ¿Qué pasó?
-Nada. Así como a vos te pedí que creases un lugar donde yo pueda soplar y soplar sin miramientos y sin piedad, un lugar salvaje y desolado como ese Jama, con el cual me has honrado, a Él le pedí otra sola cosa: que crease, que inventase igual, algo que haga que los hombres se animen a enfrentarlo, ¿me seguís Satancito? –el viento se puso canchero y el diablo palidecía. ¿Y?, ¿Y?, insistía.
-Y nada, Sata, vos lo conocés, vos lo conociste en los desiertos, precisamente. Jesús Cristo me dijo, así como es el, que tiene todo el tiempo del mundo, porque es El, y ningún otro. Andá tranquilo, viento, yo me encargó…
Esta es la historia de los porqué San Juan, San Juanito, Sanjuanillo, San Juan, el apocalíptico, el que sólo vestía de blanco, blanco como la nieve arrastrada y elevada por el viento, y que sigue asolando la puna, fue el santo patrono de todos los arrieros, los que devocionaban a San Juan, a Sanjuanillo – que no me pierda/que no me lleve el río-, y además a la mamita, a la mamita del señor Jesús y de todos los santos, la Mamita de Quillacas, en las pampas de los Karangas, allá en Oruro.
Esos tiempos, Quillacas era como La Meca: si sobrevivías al viento blanco, si sobrevivías a esas maldades del diablo que te buscaban en Jama o por Ascotán o por Vilama, debías acudir a ofrendar y a chupar diez días por la Santa Dama, al menos una vez en la vida, o todos los años, si podías, si podías llegar a Huari con tus ganados, con tus piedras, con tus tesoros. Ella y San Juan protegieron siempre a todos los arrieros, a todos los baqueanos, a todos los peregrinos, que se atrevían a cruzar esas cordilleras.
San Cristóbal -San Cristobalito, ampárame-, es el santo protector de todos los camioneros. Ellos han reemplazado a los señores, a los santos arrieros. Ahora van ellos, no con sus mulas, van con sus Scanias, atravesando la puna., internándose por Jama. Esa obra del diablo, sólo para el viento, sólo para los que creen. Cuando parten de Susques, los camioneros se persignan y a viva voz proclaman a la inmensa, indestructible, invencible, soledad de la puna: Señor Jesús, señor Cristóbal, que proteges la vida/ suplico humildemente guardes hoy la mía/ Dame mano firme y mirada decidida/ para que a mi paso el viento no me cause daño.
Cuando llegan a Iquique y abandonan su carga en el puerto –la de sus patrones que no saben ni del viento, ni de la puna, ni tampoco de la vida ni menos del Jesús Misericordioso que sigue nuestra huella con su GPS bondadoso-, luego van a la cantina y se emborrachan en aluvión, copiosamente –sean camioneros argentinos, sean camioneros chilenos, bolivianos, paraguayos, brasileños, sean de donde sean los heroicos hombres que manejan esas máquinas- y cuando el vino empieza a inspirarlos, celebran hablando en lenguas y repiten a quien quiera oírlos, ese diálogo que el viento y el diablo tuvieron esa vez, hace ya tanto tiempo. Así es, así será siempre.
Eso sólo sucede y sólo después que cruzan Jama.
Y eso es cuando los señores camioneros de esta historia breve, brevísima, se vuelven ellos mismos santos, como su San Cristóbal, así sea en un minuto de su borrachera, un minuto de “santitud”, llenos de virtud, llenos de gloria, llenos de gracia, por ese simple hecho: han desafiado al viento, han vencido al diablo, han cruzado Jama.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 9 de abril de 2017
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