EMANUEL MORDACINI
Me levanté cerca de las diez; mamá no estaba. La mañana era gris y fresca. Respiré con alivio, pero la calma no duraría mucho, así que decidí aprovechar esos pocos minutos en soledad de la mejor manera posible. Era como si la casa me rechazara, como si todo el pasado encerrado allí luchara por escupirme. Me froté los ojos, me desperecé por tercera vez y me desplomé sobre el sofá. No sabía por dónde empezar, me sentía una forastera dentro de mi propia historia. Solamente pensar que en pocos minutos tendría que enfrentar de nuevo a Sofía me crispaba los nervios. Sentía como una espina atravesada en el estómago. Miré el reloj; eran las diez y cinco minutos. Revisé mi celular; había un par de mensajes de Axel que contesté presurosa. Navegué un rato en Internet, chequeé mi face y escribí algunos tuits subidos de tono. Me levanté del sofá y caminé hasta la cocina. Había una nota de Sofía pegada con un imán en la heladera:
FUI A HACER UNAS COMPRAS, VOY A TARDAR UN POCO, EN LA ALACENA HAY TÉ, CAFÉ Y FACTURAS, SERVITE A TU GUSTO.
FUI A HACER UNAS COMPRAS, VOY A TARDAR UN POCO, EN LA ALACENA HAY TÉ, CAFÉ Y FACTURAS, SERVITE A TU GUSTO.
MAMÁ
Me pregunté a qué hora habría escrito Sofía esa nota ¿A las siete, a las ocho, a las nueve? ¿Cuánto tiempo era para ella “tardar un poco”? Fui a la alacena; en una bandejita de telgopor había cinco facturas con crema pastelera y dulce de membrillo, la caja de té estaba en el estante de arriba. Agarré todo y fui hasta la mesada. Llené la pava con agua y la coloqué encima de una hornalla encendida, tomé un saquito de té y lo coloqué dentro de una taza de cristal. Agarré una factura y me la llevé a la boca; la devoré en tres o cuatro bocados. Agarré otra, ídem. A la tercera la dejé por la mitad. Vertí el agua a punto de ebullición dentro de la taza y esperé unos minutos, cuando la infusión estuvo a mi gusto tiré el saquito a la basura. Después de agregar tres cucharadas de azúcar me dispuse a tomar mi té de a pequeños sorbos. Fue reconfortante, como si grageas de un tímido verano se licuaran en mi garganta alejándome del siniestro invierno que se debatía afuera. El tiempo corría y Sofía podía aparecer en cualquier momento; con ella nunca se sabía. Disfruté del té sin demorarme demasiado, una vez finiquitado el asunto limpié la taza y devolví todo a la alacena. Mi celular comenzó a vibrar con más mensajes de Axel. Mi novio me revelaba una faceta absorbente que yo desconocía. Desde el comienzo lo había puesto al tanto de mis vericuetos familiares. Sabia de mi madre loca y, por supuesto, sabía también de Estefanía. Me dijo en algún momento que Stefy y yo éramos como Mina y Lucy, las protagonistas de la novela Drácula. Recuerdo que la comparación me llenó de ternura, y que ese año releí de un tirón el libro de Bram Stoker. Efectivamente, había en mi relación con Estefanía ciertos indicadores que remitían a esa novela y a esos personajes en particular: nuestras conversaciones nocturnas, nuestra ambigua complicidad, esas cartas interminables en las que jugábamos a adivinarnos, la aceptación total de nuestros respectivos universos. Prendí la TV; no encontré nada que lograra interesarme. Mi ansiedad crecía a medida que pasaban los minutos. Esa no era mi casa, no tenía por qué estar allí. Mis sienes latían, la tristeza de a poco empezaba a llenarme. Estuve a punto de entrar en pánico, pero la crisis se disipó y de nuevo me encontré sumida en una tensa calma. Volví a sentarme solo para ponerme de pie inmediatamente, como impulsada por un resorte. Salí un rato al patio; el aire fresco de la mañana consiguió despejarme. Tenía en la garganta un reflujo a teína y crema pastelera. El cielo seguía encapotado, con irregulares agujeros celestes por los que se filtraba la luz de un sol pálido y desganado. Una mierda todo, pensé para mis adentros. Una porquería. Ya eran más de las diez y media ¿A qué hora regresaría mi vieja? El patio tampoco era el mismo, había menos césped y bastante más cemento, como en la plaza central de Las Rosas, como en todo el maldito pueblo. El tendedero languidecía bajo la luminosidad mortecina. Las prendas de Sofía (bombachas, corpiños, camisones, pulloveres, buzos, fajas, camisas, pantalones) colgaban como fantasmas aburguesados mecidos por la brisa. Volví a entrar, aturdida por el aburrimiento. Crucé el zaguán con pasos rápidos, como si caminara sobre brasas. Centímetros antes de llegar al living escuché el sonido del automóvil de mi vieja. Sentí una descarga, una punzada en las tripas, me vinieron arcadas y estuve a punto de cagarme encima. Me detuve en la sala y quedé allí, estática, con la mirada fija en la puerta. El aire pareció estancarse de repente, la atmósfera se volvió insoportablemente pesada. Pensé en correr hasta el sofá y dejarme caer ahí, pensé en regresar a mi habitación y hacer de cuenta que recién me levantaba, pensé en huir al baño y sentarme en el inodoro y soltar todo lo que tuviera que soltar, pensé muchas cosas en los segundos que mediaron entre que cesó el ruido del motor del coche de Sofía y se abrió la puerta de la sala. Pensé en atravesar la ventana de un salto y perderme calle arriba, pero quedé ahí, clavada en el piso como una princesa embalsamada, sin atinar a nada, sin pensar en ninguna cosa. Vi el picaporte moverse, la puerta abrirse lentamente descubriendo de a poco una sombra difusa, sentí una ventisca fresca acariciarme el rostro, vi a Sofía entrar cargada de bolsas, recordé el inicio de su nota pegada con un imán en la heladera: FUI A HACER UNAS COMPRAS, VOY A TARDAR UN POCO… Eran más de las once y media.
Imagen: Dorian Vallejo
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