Pablo Cingolani
Los antiguos japoneses creían que los muertos buscaban su última morada ascendiendo por los ríos. Scorza imaginó el Pachacuti a través de los ojos ciegos de una tejedora: doña Añada. En sus tapices, las aguas subían las montañas por el cauce de los ríos. El mundo al revés: la liberación de los oprimidos. Esas imágenes van conmigo cuando me interno por las quebradas de Río Abajo, subiendo por sus playas que se angostan tanto que, a veces, sólo puedes seguir andando si pasas de costado o trepando por las piedras.
Soy así, soy lo que soy: había denominado “huayquear” a este tipo de caminata. Un día, advertí que eso que hacía tenía un nombre dentro del ancho y comercial ámbito del llamado “turismo de aventuras”. Le dicen “barranquismo” en las Españas y “canonying” entre los anglosajones. Lo mío está lejos de toda la parafernalia de arneses y sogas con la que los turistas se meten en estos sagrados tajos de la Tierra.
Sentí siempre el llamado de las quebradas, de los huaycos en el mundo andino. Mi amigo Ricardo siempre cantaba un huayno de su cosecha cuando lo hacíamos juntos: Por las quebradas yo iré/ por las quebradas yo iré/ y no moriré, no moriré. Santa filosofía popular.
El “huayqueo” es una especie de viaje al centro de la Tierra, en la superficie y a la luz del día, pero es obvio que carga mucho de penetración, de un introducirse en un ámbito íntimo del espacio, la geografía, la geología, el cosmos. Uno va viendo cómo las montañas se pliegan, se cierran, se enciman entre ellas, y uno ahí, tratando de que no se te caigan encima. Tratando, como cantaba el Riki, de no morirte, allí adentro.
Como estas quebradas son de ida y vuelta, el hecho carga también mucho de caverna platónica, mucho de ese ir y venir desde un algo aparentemente inútil, algo hostil en grado sumo –se pierde la señal de tu teléfono allí adentro, hay una película –que no vi- pero donde le sucede eso a un caminante y el debe amputarse un brazo para escapar.
En realidad, en la realidad-real, eso pasa. Una vez, Carolina se cayó dentro de unas arenas movedizas que escondían unas piedras del tamaño de elefantes. Quien escribe, gracias a los Apus, iba retrasado –buscando piedras. Ella no tenía ningún punto de apoyo desde donde fuera capaz de salir por sus propios medios de esa trampa inesperada. Las arenas, cargadas de agua del verano, la habían chupado e inmovilizado. Empezó a gritar. Yo la escuché y me desvié hacia donde provenían los gritos. Allí estaba ella, exhausta. Tuve que usar toda mi fuerza para extraerla –por partes- de ese barro mortífero. Si hubiera estado sola, andá a saber qué pasaba. Y todo eso sucedió a cinco minutos en minibús de la casa. Anécdotas de la vida entre las montañas.
Huacallani se llama la quebrada. Me riñeron unos quechuístas peruanos por mi “caprichosa” traducción del término, así que no digo nada. Carolina la bautizó desde su ser artista: Río Rojo, el color predominante y magnético de las aguas cuando bajan en verano. ¿El motivo? Una impresionante mole de piedra y sedimentos que bautizamos “La Catedral” y que corona la quebrada hacia el este.
Mezcla de precordillera con “bad lands”, Huacallani es un santuario natural que –como debe ser- no figura en los mapas.
No vive nadie en la quebrada, salvo el Elías y su mujer pero en las alturas del cerro Huacuni: un paraje que ellos llaman Millumarka, donde están el árbol y el sapo a los cuales siempre aludo.
La quebrada, de hecho, carece de salida. Eso la vuelve un pequeño mundo cerrado, un microcosmos, algo que puedes –si la habitúas- comenzar a sentir, a entender, a incorporarlo a tu ser, a tu estar caminándola, comprendiéndola, sintiéndola en todo su ser y su estarse quebrada.
Son cuestiones que proceso a mi modo: las amo profundamente y, luego, luego las escribo tratando de transmitir esos sentimientos de arraigo y de verdad que me promueven. Diré una cosa: más allá de la posibilidad de aniquilación latente que encierran las quebradas, no hay dolor cuando las transitas, no hay pesar que te agobie, no hay padecimiento. Es tan cambiante la travesía, cambian y cambian las formas y las circunstancias que la realidad se vuelve caleidoscópica, se vuelve tan irreal por momentos que nada puede amarrarte a ningún despropósito: todo es vital, todo es luz, todo es energía. Todo es danza.
Cuando vas por ahí, puedes ver aviones que vuelan, suben por los cielos. Yo mismo he estado en esos aviones, viendo desde arriba estas quebradas. Desde el aire, te extasías viendo lo profundo de esas cicatrices, la belleza de la tierra. Desde abajo, te sientes el ser más pequeño de la galaxia –estás solo en medio de una nada agreste, sólo cuentas con vos mismo- pero atesoras una certeza: estás en el mejor lugar del mundo, estás en el fondo de una quebrada –donde no hay nada más que hostilidad y belleza, el sol que te parte la cabeza y hay belleza, el ahogo de la geografía pero hay más belleza aún. Es entonces, cuando decides: te quedas con la belleza. Si vas a morir, dime, ¿no hay tumba más gloriosa?
Hoy volví por el “Río Rojo”. Necesitábamos (con Gary y con Mauricio, in absentis) una dosis extra de energía, un “trabajo” –como lo llama Fabián- para que vaya bien mañana, domingo, una cuestión de amarres y virtudes desatadas.
Señales, señales, señales: ya lo conté en otro texto. Se precisan señales en el diálogo con la naturaleza. Se precisa un oka. Algo. Hoy encontré algo fantástico, algo que me dejo cojudo, con la boca abierta, riendo como siempre hay que reír.
Sabía que podía pasar porque la última vez que había andado por ahí, la vi. La vi a la tierra moviéndose, la vi a la tierra latiendo, la vi a la tierra con ganas de sacudirse y bailar. Y ahora, mierda, había pasado: la montaña se había derrumbado.
El derrumbe era colosal: miles, miles de miles, de toneladas de piedras y arenisca se habían venido abajo. Habían caído. Se habían desmoronado, despeñado. Habían cedido, sucumbido, se habían “desgraciado”.
Cuando advertí el derrumbe, lo primero que pensé es si habría paso, si se habría formado un dique de piedras –algo así, cuenta o me inspiró a escribirlo Bartolomé Leal en su novela Morir en La Paz, algo que también amo.
Sentí el impulso ascendente acelerado: quería ver (Quiero ver, quiero ser, quiero entrar; Porsuigieco: ¡qué temazo! Siempre lo escucho, caminando). Y lo que vi, cuando finalmente accedí al sitio preciso en el momento adecuado, fue perfecto.
Media montaña se había derrumbado. Medio mundo había caído. ¡Ay, doña Añada! Lo que veían mis ojos eran tus tapices, lo que veían mis ojos eran lo que siempre intuyeron, siempre vieron, tus ojos cegados: otra imagen del Pachacuti, otra vez la liberación –de los pueblos, de las angustias, de los sinsentidos- , otra vez la gracia de ver, sentir, entrar al derrumbe más arrasador, al derrumbe más liberador.
Pensé en tsunamis. Pero nosotros somos montañeses. En las montañas, los tsunamis se llaman huaycos, se llaman aludes, se llaman derrumbes…
Cuando niño, me acuerdo del terremoto de Chimbote. Como Vietnam, como Perón, como los Montoneros, son imágenes que no se te borran jamás. Luego, vino a mi memoria el Volcán de Ruiz y la ciudad de Armero, en Colombia. Estuve con sobrevivientes del tsunami de 1960 en el pueblo de Cucao, en la isla de Chiloé: en sus relatos, lo volví a vivir junto a ellos. En el NOA, a los huaycos le dicen “volcanes”. He visto volcanes alucinantes en Iruya adentro, con Tata Pasallo desde un peñón encimita de su casa, la única casa de todo el extremo noroeste de Tucumán, en medio de las montañas, de las Cumbres Calchaquíes. Pasamos con el Riki, otro Riki, un derrumbe fantasmagórico, era media noche, camino a Italaque, Norte de La Paz, Bolivia. Con Carolina, la sobreviviente, nos metimos juntos en un huayco impresionante por los lados de Huaricana, corazón de Río Abajo, otro de los corazones de la rebelión tupakarista.
Con el Riki, el mismo no, el otro, compartimos tantos huaycos que ya no me acuerdo.
Lo que sí: algunos le daban miedo. A mí, y no es por hacerme el listo, a mí, me causaban una profunda reverencia. Ver todo el poder de la naturaleza desplegado, ver la acción de la Pachamama, verla sin límites, sin medida ni clemencia: verla, me causaba una profunda devoción, una profunda calma. Si teníamos que morir, moriríamos que toda la dignidad y la mayor belleza que podíamos procurarnos. Estaríamos enterrados bajo millones de toneladas de piedras.
Ahora que lo escribo, recuerdo, empiezo a recordar, una épica vuelta desde la selva hacia La Paz vía el Perú, desde Puerto Maldonado hacia Macusani.
Nuestros compañeros de viaje, como siempre, se habían rendido. Se volvieron en avión desde Cobija. Nosotros, en el medio del verano –la estación más cruel en las serranías, todo fluye, todo se desliza, todo se mueve- nos volvimos, como siempre, por el camino más difícil. Tolkien en su opus magna dice algo así que siempre suscribí: no seas ni temerario ni menos cobarde, pero si tienes que elegir, ve siempre hacia el peligro. Nos volvimos por Ollachea, Puno, Perú Lenin decía: la revolución nace del derrumbe.
El peligro. La revolución. El derrumbe. En la quebrada de Huacallani, en sintonía con el sentir de los antiguos japoneses, he ido a despedir a las almas de seres notables como la machi Cristina Lincopán y al mismísimo Hugo Chávez Frías. Eran mis obituarios íntimos, eran mis despedidas sensibles. Ellos no se podían morir pero, sin embargo, murieron. Una mapuche, un venezolano y una quebrada en el medio de la precordillera de los Andes: no hay mejor cueca para que sigamos bailando, para que sigamos soñando, para que sigamos luchando.
(Digresión: En la quebrada del Yuro o Churo o cómo mierda quieran llamarla, hacen casi ya cincuenta años, lo capturaron vivo al Che Guevara, tras un combate in extremis. Luego, vilmente, por cobardía y por seguir las órdenes de la CIA, luego lo mataron, lo asesinaron vilmente, dos veces.
El Che ha sobrevivido a su captura en la quebrada. Hoy, las agencias de turismo de aventura de Santa Cruz te llevan hasta ahí: hasta la puta quebrada del Yuro donde lo agarraron vivo al Che. ¡Qué onda buey! ¡Qué onda, bro! Me cago, me cago profundamente, en todos los seres humanos que van a ver el lugar donde lo cagaron al Che y no están dispuestos a morir como lo mataron a Él.)
Tengo que terminar este puto texto. Escribe, escribe, escribe, me decían de niño. Yo siempre tuve que lidiar con eso. Y yo quiero escribir –siempre escribí, desde niño- pero, a la vez, no quiero, no me importa, no deseo pelear contra eso. Escribo lo que siento, escribo lo que no puedo dejar dentro mío –por eso, lo imprimo, lo difundo, lo publico. Qué lindo sería volver a combinar el espíritu libre con el cual hicimos con el Negro Marcos eso que llamamos Llega un momento (por una canción de Neil Young) cuando tuvimos dulces 16 con estas quebradas que camino, camino, camino, ahora que tengo 53. ¡Dale, Negro!
Pablo Cingolani
Río Abajo, 29 de julio de 2017
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