TATA


Pablo Cingolani
 
La vida es corta y el amor muy dulce
mirá a toda esa gente corriendo por sus vidas en la calle
¿De qué escapan? ¿Hacia dónde corren?
Andá y preguntales, yo también quiero saberlo
Leé y destruí todo lo que leas en la prensa
Leé y destruí todo lo que leas en libros
es una pérdida de tiempo
es un gasto inútil de energía
es un desperdicio de tinta...
 
John Weldon Cale
 
 
A Fabián Luna
 
 
Cada vez que voy a peregrinar por los cerros –sobre todo si voy a la wak`a a ofrendar a la Madre Tierra-, necesito señales que validen, certifiquen, refuercen el rito. Tal vez, esto sea un mecanismo vano, innecesario –el sentimiento lo es todo- pero, valga la redundancia, lo siento así. Debe aparecer una señal que blinde el fervor y el corazón, que potencie los buenos augurios, que amplifique la buena ventura. Y siempre sucede, siempre sucede.
Hoy, acudí a las montañas por una ofrenda concertada, a más de tres mil kilómetros de distancia, con un amigo. Suelo hacer eso: ir a ofrendar, diríamos, por encargo. No todos tienen montañas tan a mano para hacerlo. Y en el convencimiento de que la montaña atesora el poder supremo de la sanación y de la alimentación nutriente del destino, cualquiera sea, pero nuestro destino, al fin y al cabo, es que voy por otros, voy representando a otros, desde ya, seres que sé que caminan conmigo, en sus sentires y en sus adhesiones, física y espiritualmente.
Entonces, hoy fui. Y lo más increíble de todo –por eso, lo escribo, muy esperanzado- es que la señal, la dichosa señal, que siempre anhelo ratifique el pacto con la naturaleza, selle el amor por el vínculo, aumente y dispare la energía, sucedió antes de comenzar la caminata, se precipitó, y por lo mismo, fue epifánica, tremendamente reveladora de lo que sabe el destino y nosotros, si nos abrimos, podemos recibir, podemos aprehender, podemos sentir en la profundidad de nuestro ser.
Sucedió esto: ahora que pasan los años, usamos transporte público para hacer la aproximación a los cerros. Son cinco minutos en minibús –pateando es media hora, algo más. Abordé la navecita con neumáticos. Estaba llena: voy de pie, doblando mi cabeza. Pasa nada, un minuto, el carro se detuvo. Hay lugar para que otra persona, en las mismas condiciones, viaje a mi lado. Cuando veo quien sube, me estremecí: es un tata, un hombre mayor, flaco, arrugado, sereno, vestido como cualquier campesino antiguo de Río Abajo se viste: con las únicas pilchas que debe tener. Subiendo le preguntó al chofer: ¿Taypi? El chofer asiente. El tata terminó de subir y nos acomodamos como se pudo.
Pasa otro minuto: dos personas se bajan del minibús. El tata y yo nos bajamos de la movilidad para permitir que lo hagan. Aquí empieza a desencadenarse la magia. Obviamente, dejé que el tata suba primero. Cuando lo hago yo, veo que el tata se acomodó del lado de la ventana del asiento doble que había quedado vacío. Obviamente, me senté a su lado. Cuando me aposento, mi mochila encima de mis rodillas, sentí una tremenda energía: es el tata, sonriente, que se vuelca y me extiende su mano, mientras murmuraba algo en aymara. Nos estrechamos las manos. La suya era rugosa, dura, de piedra: poderosa huella de una vida de trabajo en el campo, de sol a sol, para alimentar a esa vida, a sus hijos seguramente, al mundo que nos rodea. Jupapina se acababa, el valle se abría, tras una curva del camino. Dos minutos después, ahora soy yo el que repito el gesto y volvemos a estrecharnos las manos. La misma alegría, la misma certeza compartida de que eso es sano, es bueno, es vital. Me bajé del minibús sabiendo que la señal ya estaba dada, sintiendo que no hay nada más potente ni nada más feliz en este mundo que la comunión entre los seres humanos, que el respeto entre desconocidos-hermanos arrecie, que la dicha de saber que eso suceda, siempre sucede.
Pero hay algo más, algo definitivo: el tata, cuando subió al vehículo, preguntó al chofer si iba hasta “Taypi”, ¿se acuerdan?
En esta comarca, Taypi es la contracción de Taypichulo o Taipichulo, una comunidad de Río Abajo, desviando del camino principal, más próxima al río mismo. Busco en el libro de toponimias altiplánicas de La Paz que compuso el Mauricio Mamani Pocoata, el significado de la palabra “chulo”. Chulu, dice el meritorio investigador andino, es lobo pero allí no hay lobos, aclara´. Tal vez sean pumas o perros cimarrones. Como sea, el topónimo, según Mauricio, remite a la hacienda, a las épocas de opresión al indígena: el lugar del centro –donde vivía el patrón- donde protegían el ganado con perros. Como sea, lo que yo sí sabía era el significado de la palabra taypi. Taypi, en aymara, será siempre el centro, el medio, algo equidistante entre dos extremos, dos opuestos, dos tensiones, dos fuerzas.
Entonces, aquí termina de configurarse y revelarse la señal. Sucede la epifanía. Cuando el tata subió al minibús pidió que lo llevasen hasta “Taypi”, hasta el taypi, es decir al lugar donde, filosófica y cósmicamente, todo confluye, todo se resuelve, todo se anuda, porque esos extremos, esos opuestos, esas tensiones, en la cultura de los Andes, no son solamente eso, sino que son las dos puntas de un mismo lazo.
Taypi es la herencia ancestral, la más clara y la más decidida, de un pensamiento totalizador, esclarecidamente profundo, que tiene que ver con una sola cosa: con el arraigo y la armonía con lo que nos rodea.
El Taypi es la resolución de las contradicciones donde naufraga la cultura occidental para encontrar, desde las montañas, un punto de equilibrio, algo que sea más poderoso que la mezquindad humana y algo que, a la vez, lo explique y lo resuelva todo.
El tata que me brindó su mano –en gratitud, por lo que fuere, tal vez por el gesto de dejarlo subir primero, de respetarlo, de considerarlo y respetarlo en todo sentido, algo que me enseñaron mis padres, y que tal vez el valoró así porque en su vida, eso, tal vez, no fue lo frecuente-, el tata iba hacia el taypi, su taypi, iba hacia el centro, iba hacia el sitio donde no hay angustia, no hay ansiedad, no puede haberla: iba, en suma, no sólo hasta Taipichulo –donde los pumas- sino que iba directo hacia el centro de mi sensibilidad, hasta el centro mismo de mi corazón.
Cuando me bajé del minibús, en una curva subiendo hacia Alto Lipari que permite acceder a la quebrada de Huacallani, sabía, sentía, sonreía con tanto entusiasmo y tanta fe por lo sucedido ya que estaba persuadido que todas las señales estaban ahí, se habían –como dije- precipitado, anticipado, resuelto en unas cuantos minutos donde se habían condensado la intensidad y el sentido de todo: de una vida, de la vida, de lo que nos hace vivir, compartir, crear, creer. De la vida y del mundo, de la tierra, que la alienta, que la inspira, de eso que hace que todo siga, todo perviva, todo renazca, todo regenere, nada muera. Aunque padezca, aunque sufra, aunque envejezca: nada muera. El taypi también es eso: el centro de lo que somos, el centro de ese estar siendo siempre, más allá de las tormentas, más allá de los dolores, más acá con lo que nuestro morar en la tierra puede brindarnos como recompensa por el simple hecho de estar vivos.
Entonces, entrando caminando a la quebrada, sintiendo a plenitud todo lo que ahora escribo, pensé: al tata me lo envió la Diosa Madre, la Pachamama, era Tunupa revivido y transfigurado en el cuerpo de un viejo campesino, uno que labró siempre la Tierra para darle sentido, para concederle un significado, y para que ese sentido y ese significado podamos compartirlo nosotros, aquellos que nacimos sin saber nada pero que lo que sentimos, lo que sabemos, lo fuimos aprendiendo, lo fuimos labrando igual que él.
 
Tata.
 
Tata.
 
Tata.
 
Gracias.
 
 
Pablo Cingolani
Río Abajo, 22 de julio de 2017

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