Roberto Burgos Cantor
Arturo Alape había escrito un libro celebrado por lo acucioso de la investigación, la novedad de las fotografías, y lo ambicioso de su historia: El Bogotazo. Su calidad de crónica histórica despertó, después de años, el interés por esa tragedia.
Esa mañana de noviembre, húmeda, desabrida, la ciudad estaba envuelta en una niebla espesa de ceniza luctuosa y detrás de los cerros una nube generosa parecía llevarse las llamas de la Plaza de Bolívar.
Tuve la breve esperanza de que los aviones no pudieran volar y quedarme en silencio.
Alape tenía el rostro desencajado y con las devastaciones de las vigilias. Me confió que tres días antes había esperado en el aeropuerto a su amor. Llegaba de unas vacaciones en el mar. Sin mediar piedad, antes del abrazo de bienvenida, le dijo, con voz salitrosa, que no quería verlo más. Ninguna de las dialécticas de la ternura logró que la mujer dijera algo más. Una explicación, aunque fuera de mentira, de compasivo homenaje a lo que fue. Nada.
Arrulló la desolación viajando, por rutas de azar en buses urbanos.
Justo el día anterior, compartió sonrisas con una mujer joven. Le escribió un poema. Se concedieron una cita. Y sintió que el pozo de lo amoroso no se había envenenado.
En medio del espanto que enmudeció a Colombia, esta historia de desgracia íntima y resurrección del corazón, me estremeció. Algo de ello relató el conde Tolstoi.
En el aire, entre los inciertos dolores, comenzamos a hablar. Era difícil razonar en medio de una tragedia que rebasaba la capacidad de aguantar sufrimientos. Por todos.
Recordé que el movimiento que tomó el palacio de justicia, se anunció al país con una especie de tribunal popular. Secuestraron a un líder obrero, negro, y mediante carteles en los cuales se enumeraban sus faltas contra la clase obrera, se llamaba a votar por su condena. Apareció su cadáver al cabo de semanas en una bolsa plástica de basura, encima de la hierba húmeda de uno de los círculos del tránsito, en pijama y con el preciso hueco ensangrentado por el cual se le fue la vida. Hueco que vimos hasta el asco en los años de Colombia que siguieron.
Muchos detestamos ese culto a una juridicidad ajena y cuestionada hasta el hartazgo por su ineficiencia, su ineptitud, su falta de creatividad y su burocratismo kafkiano.
Supimos que el motivo de la toma del palacio era incoar un proceso, por incumplimiento de promesa, de pacto, contra el Presidente de la República. Otra vez la subordinación a lo jurídico. Con un agravante: nadie que aspira a transformaciones profundas de la sociedad puede pretender apropiarse de símbolos que no le pertenecen. Justicia burguesa, procesos, sentencias. ¡Qué necedad!
Y un imperdonable desconocimiento de la realidad de esa Corte. Allí se incubaba una fuerza transformadora de magistrados surgidos de la entraña popular y formados en las mejores escuelas.
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