Pablo Cingolani
El frío te cortejaba desde un inicio: es bueno cuando la emprendes con la montaña. Cuando caminas, tu cuerpo se activa: tu mente deja de acosarte. Al producirse ese fenómeno tan positivo, te olvidas del cuerpo: los sentimientos te inundan. Subes, leve, sin otro acecho que el de abrirte a lo contingente, navegar en lo áspero hasta que la belleza irradie tanto que ya no puedas sino rendirte a ella.
Es cuando sientes que la mente no solo dejó de sitiarte, sino que la has vencido, la has sepultado en algún abismo, ya se te olvidó que la olvidaste, y sigues subiendo, cada más leve, buscando esas señales y maravillas que sólo pueden brindarte el agua abandonada de las oquedades de los cerros, agua de lluvia que resistió allí para que te limpies de regocijo al contemplarla, tan quieta, tan silenciosa, tan llena de mensajes: voces, voces que desconoces, voces que fertilizan tu ascenso, voces que van encendiendo tu marcha.
Es entonces donde llega el momento del despliegue, de la disposición sincrónica de todos los elementos de la naturaleza, la conjugación precisa entre vos y los cerros: rompes la línea cautiva del horizonte y lo liberas. El horizonte se ensancha, la mirada se profundiza, el cielo comienza a envolverte, lo empiezas a tocar con las manos, lo empiezas a acariciar con tu corazón.
Afuera y adentro. Afuera y adentro se equilibran, todo cede, todo comienza a devenir ritmo, juego cósmico: algo que está más allá de toda duda, algo que es incapaz de fugar, algo que sólo te brinda la certeza del entusiasmo, la convicción de la vitalidad.
No cambiarías ese momento por nada en el mundo. Tampoco hace falta: es tan fuerte el aquí y ahora que vibras congelado y ardiendo en ese instante perpetuo, que se prolonga cada paso, mientras más asciendes, más lo sientes, mientras más efímero, más lo eternizas, más te eternizas: es energía pura, danzando.
Es la fuerza de la fe, que se desata. Es el final de todos los principios y es el principio de todos los finales, y eso sucede en segundos, y sucede a cada rato.
Huellas que vuelves a reencontrar: más señales. Pájaros que aunque estuvieron ausentes nunca habías olvidado. Un cactus que renació con el agua de las lluvias y sigue desmintiendo a la hostilidad, al miedo a esa hostilidad, a los sentimientos que no pueden ni mercarse ni abolirse, más allá de todas y cada una de esas hostilidades que buscan que te aplasten como ciegos hipopótamos cayendo desde una babel invisible, que las sientas lacerando tu piel, que te inmovilicen, que te defiendas o te maten.
Nada de eso existe, mientras te elevas. Sólo están las huellas, las rocas, el viento: las presencias verdaderas. No te hace falta más. Sientes la dicha del despojo, celebras la alborada del despojamiento: de reducir todo a una guía, una enseñanza, un motivo, un principio. Uno solo.
De no ceder a la tentación de confundirte en la confusión, de no enchufarte a los mil tentáculos de la electricidad, sus artificios, sus espejismos, sus tragedias. Vas cada vez más leve, enfrentando a todo lo aleve, lo fatuo, lo vano, lo que no resiste una canción de la piedra, lo que no oye el líquido rumor del arroyo, lo que no se escucha a sí mismo jamás y menos escucha al silencio, al agua abandonada, a los cerros y sus verdades inmemoriales, sus músicas, sus ceremonias secretas.
Son muchas señales juntas. Son tantas maravillas que se suceden. O las aceptas o mueres. O te convences o te desangras. O sientes o agonizas.
Estás a la noche en un helado páramo, debes conservar el fuego. Estás cruzando el río, debes llegar a la orilla. Estás en la mitad de tu vida. Simplemente: debes vivirla.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 21 de enero de 2018
Imagen: Noche en el páramo del sol. Valeria Zapata Giraldo (esferaviva.com)
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