Pablo Cingolani
Pasan los años y advierto que mi amor por las montañas no es otra cosa que un desgarrante amor por la hostilidad. Es un amor de desgarros: a la veneración por la belleza de lo áspero se opone –se conjuga- una dosis inevitable de dolor, de soledad, de sacrificio. No es así nomás ese amor extremo. Es duro como la piedra. Y aunque las piedras me hablen, no deja de ser el rostro luminoso de algo semejante a un martirio, un martirio que además es autoimpuesto.
No me adapto. Carezco de cualquier atisbo de duda sobre el destino. Es más: al destino lo he vuelto ese amigo fiel, invisible pero fiel, con el cual dialogo y me confieso en el medio de los cerros. El destino, ese destino, no cualquier destino, se asemeja mucho a ese venerable mundo hostil que es el mundo de las montañas. El destino, ese destino, es un espejo incesante que trasmuta a la piedra en vida y a la vida la vuelve esa piedra forjadora de destino, esa piedra-imán que deviene piedra-brújula, piedra-faro, piedra-horizonte, piedra blindada de fe y de esperanza: la Madre de Todas las Piedras, la Gran Dadora, la Madre Nutricia de Todas las Vidas.
¿Qué la recompensa es escasa? Puede ser. El mundo de la hostilidad es un mundo de escasez, de pequeñas dichas, de nada que hoy tenga valor en este planeta de desarraigos forzosos. Pero es un mundo, es un espejo, capaz de neutralizar el daño que te causa ese otro mundo de apariencias y de simulaciones que hacen sufrir, demenciar y llorar a la especie.
Es un mundo real –la realidad de lo hostil- donde no hay conjeturas posibles o mejor: no hay conjeturas que no te vuelvan a arraigar al origen. Por eso, no dudas. Por eso, sabes a dónde estás yendo, sabes que siempre estás volviendo y que esa vuelta al origen no tiene precio.
Es sólo virtud, esa virtud espinosa y que duele y que es la suprema virtud de lo hostil, la recompensa de la hostilidad: eso que te amarra al destino y te aleja de las mutilaciones y los absurdos padecimientos que acechan en ese mundo, el otro, donde la tecnología ha arrasado con todo lo bello y con todo lo bueno.
En ese mundo, ya no queda más opción que acoplarse al desangramiento –y simular una felicidad imposible- o, simplemente, evitarlo, evadirlo, escapar de él, fugarse en busca del destino, liberarse al fin de la mentira, de la crueldad, de esa complacencia obscena con la mentira y con la crueldad, y morar en el lado hostil, el lado áspero, el lado salvaje, el lado donde los sueños son eternos pero, al fin y al cabo, son sueños y no toda esta mierda de los mercaderes que nos enchastra, el último invento de la aldea global: lo políticamente correcto. San Juan de la Cruz vive y, algún día, volverá.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 18 de abril de 2018
Fotografía: "El Roble Guacho", © Jorge Muzam
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