Te oí bramar en desiertos donde lo más fácil era derramar la fe pero vos me alentaste a seguir en mis pies
Ahora lo sé: yo escuchaba en tus aullidos ecos de antiguas marcas, confesiones entre amigos, promesas de arrieros, memorias de huellas, caminantes y profetas que recirculaban en mi ser y me empujaban, me insistían, me levantaban cuando quería caerme
Entonces elevaba mi rostro y sabía que entre mí cuerpo y el volcán, entre mí piel y la sal infinita, estabas vos, estabas ahí para que no caiga: vos me llevabas en tus alas, aguijoneabas mi alma, la templabas con tu arreciar, calentabas mis manos, encendías mi ardor por aprender de vos, por caminarte, por no rendirme
Un día, en otro desierto donde también la fe podía escaparse y dejarme solo, tan solo que podía perderme y no volver a encontrarme jamás, ese día, entendí el porqué de tu presencia generosa, de tu amistad sin condiciones, de tu lealtad sin fisuras: tu ímpetu es como la fe.
Son invisibles pero son colosales. Son invisibles pero tienen mucha fuerza. Son invisibles pero nada puede detenerlos. Por eso, no hay ausencia que no pueda enfrentarse. Por eso, no hay desierto que no pueda atravesarse. La fe nace del viento y el viento fertiliza la fe. Ahora, más que nunca, lo anhelo, lo siento, lo sé.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 31 de octubre de 2018
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