Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Comencé a ver el filme Genius a las 10 de la noche; continué a las 3 y la terminé a las 5:30. En medio: sueño, pensamiento, lectura, café, galletas, internet, Ucrania, Rusia, Moldavia.
El genio es Thomas Wolfe, o su editor Max Perkins. Título con ansia de ambigüedad, o simplemente homenaje a dos hombres notables, cada uno en su campo. Suele ser que el editor, con tino, inteligencia y talento, puede realzar una obra que se pierde a sí misma en sus vericuetos. Difícil labor porque siempre enfrenta la vanidad del creador, quien no necesariamente y a pesar de cualquier grandeza, sabe discernir acerca de volumen, espacio, pausa, interés del lector y tanto detalle. Perkins “creó” a Thomas Wolfe, le dio un estrado, comprendió el brillo de su prosa. De las 5000 iniciales páginas de On Time and the River, Perkins obligó a Wolfe a trabajar dos años en su pulido y recorte para imprimir una obra maestra.
Aparece Hemingway por instantes, desmereciendo la obra de Wolfe. Un alicaído Scott Fitzgerald, con Zelda demente, rumia acerca de sus imposibilidades como escritor. La caída es dura mientras más alto se esté. Solo cinco años después de su éxito, camina desesperado. Cuenta que tal año (no sabemos cuál) sus regalías por El gran Gatsby fueron de dos dólares y centavos. El olvido es más seguro que la inmortalidad.
Me gustó la película, excede la existencia de sus personajes. Hay diálogos en donde la señora Bernstein, amante de Wolfe, da consejos que equivalen a filosofía. Las digresiones acerca del éxito y la gloria podrían extenderse a cualquier ámbito. No hay moraleja, sin embargo. Incluso la enfermedad repentina de Wolfe (tuberculosis militar que avanzó hasta el cerebro), su exacerbado ego, y la muerte a los casi 38 años, le da connotaciones bíblicas. Lo eterno es lo más efímero.
Leí a Wolfe en mi juventud. He de hacerlo de nuevo. Jazz en las letras. Tom Wolfe lleva a Max Perkins a un club de jazz de la negra Baltimore, la de Poe. Explica a su recatado y serio editor sobre la ruptura de esquemas. Nada más ejemplificador que el jazz. Aquí está mi obra, parece decir, el origen de mi obra. En las caderas negras, el ritmo; desfachatez y erotismo. Putas negras. Bourbon. De por allí vienen los Stones, y Bob Dylan.
Hasta que se abre una boca devoradora en el piso y se traga hasta el gris cielo y la lluvia. Necesitamos estar solos para comprender lo que es vivir en colectivo. Nadie es imperecedero, nadie único. Bailar la vida como bailar la muerte, al son de trompetas y tetas sudadas.
Domingos de la calle Clarkson, Capitol Hill. En la terraza tose un marihuano. El olor a mota es lo primero que se siente al entrar. Mi departamento huele a jazmín japonés y guarda calma de nicho. Hasta que despierto y me entristezco con Mozart, o bailo un solo con el taarab de Zanzíbar. Nunca escribiré una obra maestra, pero escribo. Lo que quede, fuera del papel impreso, perdurará un par de años después del silencio. ¿De qué valió el dolor, las dentelladas de las divas? Ellas envejecen, como yo. Y lo que fueron pezones como aceitunas se convierten en guijarros pequeñitos a los que llaman cascajo. A vivir, que nos morimos, y a crear para justificarnos. Trombones y saxofones, que el baile elude el reloj. Cumbia y vallenato, kaluyo.
29/09/19
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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Publicado originalmente en Le Coq en Fer (29/09/2019)
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