Historias de nieve

Concha Pelayo

Hoy, día de copiosas nevadas en todo el país, me encuentro con una fotografía donde está mi querida hermana Manoli con su vestidito de comunión. Está fotografiada junto a la casa donde vivíamos allí en el Salto del Esla, nuestro pueblo. Eran unas casas, todas iguales. Se encontraban distribuidas haciendo calles. Algunas tenían balcones y escaleras, otras no. Se ajustaban al desnivel del terreno. En aquellas casas vivimos nuestros primeros años de infancia con nuestros padres junto a las familias de nuestras amiguitas que, como nosotras, vivían allí. Más tarde aquellas casas desaparecerían y serían sustituidas por las actuales, preciosas, por cierto. Allí, en nuestro pueblo vivimos situaciones increíbles con la nieve. Recuerdo una parecida a la de ahora, inmensa, tanto, que habían abierto caminos entre el manto blanco con más de un metro de altura. Caminábamos por aquellos túneles de nieve que medían más de dos metros y era algo maravilloso. La nieve siempre es amable, benefactora. Hace bien. Precisamente, estos días he hablado con mi amiga Maritere Paz, la primera amiga de juegos infantiles y la más entrañable. Aunque han pasado muchos años y vivimos alejadas la una de la otra, de vez en cuando nos recuperamos y retomamos las conversaciones que siempre se dirigen a nuestras andanzas en nuestro pueblo. Hoy, rodeada de un hermoso paisaje nevado he hablado con mi amiga Maritere y juntas hemos vuelto a recordar aquellos años de infancia en los que fuimos tan felices. Y, cómo no, hemos hablado de mi hermana Manoly, fotografiada con su vestidito blanco de comunión y se me encogía el corazón al recordarla, ahora presa de una de las más terribles enfermedades, el Alzheimer. Sí, hablando hemos recordado muchas cosas. Con Maritere es fácil de pasar a la tristeza a la alegría. En nuestra conversación salió a relucir la casa de su abuela Domitila llena de rosas y geranios, una gata blanca de angora, hermosísima y aquella perra enorme que la llamaban Loba. Maritere me decía que se acordaba perfectamente de las casas de mis dos abuelas, en Muelas y en Ricobayo, de mis primos y primas. Yo recordé a su madre Teresa, a sus hermanos, también a sus primos y primas. Todos ellos guapísimos, por cierto. Ella se acordaba de mi madre, sentada y cosiendo, mientras todos nosotros, sus hijos y amiguitos nos sentábamos en el suelo oyendo a mi madre con el oído atento y con la boca abierta. Mi madre era una gran narradora dotada de una gran memoria que la conservó hasta su huida final con 95 años. Y recordamos divertidas las comedias que hacíamos en los gallineros y cobrábamos a los otros niños diez céntimos, o cuando le poníamos películas con una maquinita que nos había regalado mi padre que tenía una pequeña manivela e iban pasando las cintas de las películas, todas de colorines: Blancanieves, La Cenicienta....También les cobrábamos cinco, o diez céntimos. No reímos con ganas recordando estas pequeñas cosas. Y a la vez tan grandes. En fin, esta nevada me ha devuelto mi infancia, me ha devuelto a mi madre que ya no la tengo y que la extraño mucho, porque siempre me contaba cosas que a ella le contaban y ahora nadie me las cuenta. Todos han ido desapareciendo y siento una especie de orfandad irremediable. La nieve es momento de quietud, de lectura, de recuerdos y de llenar hojas blancas con sueños y quimeras.

*Publicado originalmente en el blog de la autora, Quién me entiende a mi (13/1/2021)

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