Chatwin “enloqueció” cuando le diagnosticaron VIH -para él, SIDA era mala palabra, era estigmatizante y cruel y tenía razón. El escritor británico ya era famoso por sus libros, legendario por sus viajes y su no-estarse-nunca-quieto. Herzog y dos mil amazonas de ébano estaban filmando en Ghana una de sus obras, el bueno de Bruce acudió hasta África a ver qué onda y salió escaldado con el clima delirante del rodaje de Cobra Verde y ¡zas! luego le anuncian la portación del virus…fue demasiado. En su epistolario -titulado Bajo el sol- Chatwin enumera a sus amistades una larga serie de hipótesis en torno a dónde y cómo se pescó “el bicho” -todas, fiel a su estilo desmesurado- y sobre su ímpetu por el estudio de la virología, incluyendo anuncios de hallazgos personales que, según el atormentado escritor, cambiarían la historia de la medicina y la conflictiva relación entre los seres humanos y su eterno enemigo íntimo. Eran los años ochenta cuando el VIH hizo eclosión y estragos y cualquier semejanza con el momento actual, NO es coincidencia. A sus afanes de encontrar el mismo la cura al mal que lo afectaba, Chatwin le agregó un brote místico: se convirtió a la fe ortodoxa y estaba decidido a recluirse en Monte Athos.[1] No pudo concretar su deseo: la muerte lo encontró en Niza una mañana de invierno de 1989.
¿Por qué cuento todo esto? Porque las cartas de Chatwin -de manera precisa: las que escribió de su puño y letra o las que fueron dictadas cuando ya su estado de postración le impedía hacerlo- fueron mi primera lectura, relectura en realidad, tras que me sometí a la primera operación quirúrgica consentida de mi vida. Esa vuelta a la lectura, tras varios días de haber pasado por la anestesia, el desgarro y la sutura, a la lectura de las intimidades de un paciente -cuyos anhelos y pareceres, hay que decirlo, se conocieron póstumamente- puede parecer, a primera vista, en la situación que experimentaba, un acto masoquista, acentuado además por un final trágico y triste. Pero lo diré así: en medio del acuciante y perturbador dolor que sufría en el post operatorio, más allá de estar absolutamente en reposo y seguir una dieta estricta que consistía en una fibrosa sopa de zapallo con generosas dosis de analgésicos, para no caer en los excesos que había caído el pobre de Chatwin, no tuve mejor idea que usarlo como antídoto. Y en medio de la nube psicotrópica a donde me colgaban los analgésicos, decidí que así nomás había sido, que ya no quería volverme tan loco (León Gieco) y que no había otra cosa que hacer que aguantarse, seguir metiéndole nomás a la sana sopita de la noble cucurbitácea de color naranja y, como me dijo mi madre por teléfono: hacerle caso al médico.
En esa dirección, mi plan de lecturas siguió el mismo rumbo terapéutico y fue entonces que -tras volver a leer Los trazos de la canción, el libro patagónico y el libro que siguiendo la travesía austral de Chatwin escribió un tipo que luego se mató en un accidente aéreo[2]- me volví a embarcar en la relectura del libro de Krakauer sobre el malogrado Chris MacCandless. Esta vez lo leí desde la mitad -cuando Chris llega a Alaska- hasta el final y luego leí el principio. Así duele menos.
La historia de Chris es una terrible, contradictoria y muy debatida historia anti-sistema.[3] De ahí, su lado honorable y glorioso. De ahí también, su atracción y su magnetismo. Pero el final de la historia es tan trágico y doloroso que dio pie a todo tipo de cuestionamientos y reproches contra su protagonista. Sobre todo en la ártica Alaska, donde Chris literalmente dejó sus huesos, siguen sin quererlo nada al héroe de la película de Sean Penn, no sólo por considerarlo un irresponsable sino porque la forja del mito Chris -producto del libro que releía y del film que lo amplificó sin límites-, atrajo legiones de seguidores, varios que, como él, encontraron la muerte frente a la misma hostilidad del medio ambiente que hizo que Chris sucumbiera de inanición y/o de envenenamiento por ingesta de plantas que desconocía. El sitio elegido para la devoción y homenaje a la memoria de Chris era el micro abandonado que terminó siendo su tumba y que el bautizó como “el bus mágico” (The Who: The Magic Bus). Fue tal la resistencia que los alaskeños manifestaron contra tal peregrinación que, finalmente, hace unos pocos años, las autoridades del estado trasladaron el vehículo, vía helicóptero, a un sitio que aún se desconoce cual es.
Si leerlo a Chatwin era un conjuro contra la locura momentánea que sentía acosándome por mi inédito estado de salud, leerlo a Krakauer, leer su versión de la vida, muerte y transfiguración de Chris, dado el parate forzado donde sigo transitando, sirvió para calibrarme, para afinar ciertas certezas o desmentirlas y suponer que ando preparándome para cuando el doctor me conceda el alta y uno pueda volver a su “normalidad”, esperemos mejorada. Chris no pudo intentarlo: la crecida de un río glacial se lo impidió. No pudo regresar a Itaca, a la Itaca del poema de Kavafis, que hubiera sido mejor guía para su búsqueda existencial que las tortuosas páginas que leyó de Jack London. De ahí, mi cuidado con las lecturas que elijo en este trance…
Y, en fin: así va la vida. Régimen hospitalario, pero en casa. Una semana, dos semanas, hoy se cumple mi tercera semana de convalecencia: avanzamos, dejamos a un lado los analgésicos y pasamos de la sopa al puré (de zapallo, por supuesto) y, siempre bajo prescripción del facultativo, ya empecé a masticar ese alimento que tanto aprecio: carne de vaca, deliciosa proteína y gloriosa costumbre argentina. Y permítaseme la digresión, o no tanto. Dado mi circunstancial status de convaleciente, me alejé de cualquier conexión con la realidad que no fuera la caja boba, el super analgésico global. Allí me enteré de las mutaciones del virus pandémico y de la nueva cepa “de Manaos” o “amazónica”, más contagiosa y más letal según vociferan los de la tele. Pensé: Manaos, la irreal capital de una ilusión elástica y efímera pero que precipitó un genocidio que sigue impune. Recrudecí: la Amazonía, uno de los ecosistemas más amenazados de la Tierra y del cual depende la supervivencia del planeta. Medité: una de las causas de su devastación es, precisamente, querer meter dentro de ella a las pobres vacas a la fuerza, deforestando, erradicando la selva. Y nada ni nadie -ni el mismísimo Señor Papa de la Cristiandad- tiene la fuerza suficiente para detener lo irreversible. Concluí: Que una variante más fatal del covid surja y se expanda desde ese escenario ya de por sí lamentable y catastrófico, disculpen mi humor negro, pero, llegado el caso, asistiríamos a un final con cierto decoro, dignidad y justicia histórica. Fin de la digresión.
Tal vez, para favorecer y acelerar mi cura, hasta que me den el alta, debería dejar de ver las putas noticias o, vía rápida, volver a los paraísos artificiales baudelerianos, a los benditos analgésicos y dejarme de joder, aunque como no concibo la conducta del avestruz, habrá que insistir y aguantarse hasta sanar y seguir leyendo…sólo poemas de Manuel Castilla.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 31 de marzo de 2021
[1] Vía e mail, comenté este hecho con Salvador Gargiulo, editor de Siwa, la mejor publicación de geografías literarias del orbe. Su respuesta bien vale la muy merecida nota al pie de página que transcribo: “No lo sabía!!!!! Me lo consagraste, ahora sí, como un absoluto ídolo, y con toda razón. Es el sitio donde olvidarse del mundo. El día que se animen a sacar el pasaporte eclesiástico para entrar al Athos (diamonitirion), me dicen y armamos el plan de viaje. No se lo van a olvidar jamás. En la cima del monte mayor del Athos, el Metamorfossi, hay aldeas de monjes iconógrafos. Y hesicastas que viven en la cornisa de la montaña. Si nos hacemos pasar por cristianos ortodoxos, nos integran a los ritos de medianoche. Allí no hay pesos, ni euros, ni dólares. El día empieza a la tarde (calendario juliano), se bebe vino y se comen uvas y nueces. No hay mujeres, salvo la Theothokos. Allí no nace nadie hace mil años. Las sendas te llevan por los monasterios. Si llegás después de las 17.00 horas, cierran las puertas y pasás la noche en el bosque. Si no, te recibe el monje hospedero y te aloja en una celda con vista al abismo”. Por si acaso, ya saben.
[2] Se trata de Adrián Giménez Hutton. El libro se llama La Patagonia de Chatwin. Contiene todas las puteadas (es un decir) que Osvaldo Bayer le lanza al inglés por los libros que le prestó -algunos, asegura, ni siquiera se los devolvió- y con los cuales escribió los fantasiosos capítulos sobre las criminales matanzas de obreros que acontecieron en la Patagonia a principios del siglo XX y que fueron, prolija y militantemente, estudiadas, escritas y publicadas por el propio Bayer.
La muerte de Giménez Hutton fue producto de un accidente aéreo, volaba rumbo a la provincia de Santa Cruz, el mismo escenario de las masacres, el año 2001. Recuerdo siempre este ingrato hecho porque en la aeronave también revistaba Fonrouge, el gran Fonrouge, uno de los más grandes andinistas de la historia argentina. Tuve el gusto de conocerlo cuando mis 17, acudiendo a su casa, donde el mismo me terminó confeccionando mi primera campera de duvet que si bien ya no la uso, es fácil imaginarse porque la conservo.
La chamarra es una tremenda pieza de ropa de montaña, de un color celeste metálico, semeja indumentaria de astronauta, cosida a mano por el propio montañista (Lean una biografía del hombre en http://www.culturademontania.
La campera fue estrenada el invierno del año 1980 en un rocambolesco viaje que hicimos con E. a Bariloche. Casi si quema en otro viaje, esta vez con Fabián Luna y el “negro” Marcos, cuando hicimos noche en una garita policial perdida por algún camino de la provincia de Salta. No recuerdo exactamente donde fue el percance, pero lo que si no me olvido fue que estábamos mateando y tomando ginebra con el sargento y, de repente, la muy inflamable prenda se iba derecho sobre las brasas y todos nos arrojamos sobre ella para salvarla. En Bolivia, ya usaba una campera de plumas de tecnología moderna, menos estruendosa, pero recuerdo que se la presté al Gabo Guzmán cuando subimos al volcán Tunupa.
[3] Sobre la historia, escribí El blues de Chris. Ver https://
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