James Cowan escribió muchos libros en diversos géneros y sobre los más cautivantes temas. Leí uno solo. Lo releí y me deleité con él innumerables veces. Un día, fines de los 90s, lo vi expuesto en una librería en El Prado de La Paz, una librería que ya no existe, y sin saber ni remotamente quien era el autor, tuve a bien adquirirlo por dos motivos fetiches: por el título -que reza: El sueño de un cartógrafo. Las meditaciones de fray Mauro, cartógrafo de la corte de Venecia. Mis abuelos maternos son oriundos de ahí- y por la ilustración de tapa -el venerable cuadro de Vermeer titulado El geógrafo. Cuando empecé a leer, advertí que esa compra a ciegas, me deparó un cofre rebosante de maravillas. Es un libro único y fascinante, de principio a fin.
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Venecia, esos tiempos del mil cuatrocientos, era el centro, el nervio, del mundo cristiano. El mapa de marras -un mapamundi del orbe conocido por los occidentales- le fue encargado a Mauro y fue financiado por el oro de Enrique el Navegante, príncipe de la corona portuguesa.
Enrique lanzó al mar todas las naves que pudo, las cuales, sucesivamente, fueron arribando a las islas Azores, el cabo Bojador, las islas del Cabo Verde, la Guinea y la Sierra Leona, media África atlántica: el conocimiento de la geografía debía volverse poder y, para eso, todos los hallazgos tendrían que registrarse en un mapa. Fray Mauro se encargó de ello. Por sus labores, el fraile fue honrado con el título de “geographus incomparabilis”.
Cowan, en su escrito, recrea la elaboración del famoso mapa y lo hace con una belleza y una hondura expresiva que el libro se vuelve un espejo no sólo del apasionado espíritu del cartógrafo medieval sino de todos los cartógrafos de todos los tiempos. La cartografía, deben saber, no se trata sólo de la técnica o la destreza de trazar mapas. La cartografía es un arte que aborda, que raspa e indaga los límites del tesón humano, la voluntad desplegada, la ilusión hecha un istmo que se alarga hacia los sentimientos más nobles del alma humana.
Cowan, el bueno de Cowan -lean su biografía en la enciclopedia virtual y verán cómo se conmueven con los trabajos y los días de este hombre insular, como fray Mauro-, con su novela, nos envuelve en su tapiz narrativo y nos conduce, suavemente, con una admirable sutileza en el decir que se palpa palabra por palabra, por los caminos de la imaginación expansiva y la reflexión profunda, desde ese crucial momento de la historia mundial cuando todo estaba a punto de estallar y volar por los aires: no faltaba nada para que Occidente “descubriera” América y el mundo de las caravanas de camellos que se estiraban hasta el país de la seda, los narvales y los krakens que devoraban barcos, las catedrales que daban vértigo y los geógrafos inmóviles, nunca más volvería a ser el mismo. El libro de Cowan, a su manera, es otro obituario, uno sublime, tan honroso y entrañable como el que escribieron para él a raíz de su fallecimiento en 2018. Había nacido en 1942.
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Dicha práctica trataba sobre una técnica de oración sumada a una de respiración en la que los monjes meditaban con la cabeza baja, mirando a su ombligo. En esa posición, la repetición constante del Padre Nuestro, provocaba en los orantes estados de éxtasis. De ello, habla San Juan Climaco, según anota Cowan.
Esta es la mejor parte de la muy fértil y muy dichosa nota al pie de página y asegura que San Gregorio Palamas, teólogo ortodoxo, aconsejaba el procedimiento para que, con la ayuda de Dios por supuesto, los practicantes “hagan su mente impermeable e impenetrable a todo lo que les rodea. Se hallarán en disposición de envolverla como un rollo limpiamente cerrado en un sólido cilindro”. Nada mal, ¿eh?
El místico bizantino llamaba a ese estado hesychía, quietud, paz interior, según él “la inmovilidad de la mente y el mundo, olvido de lo que está abajo, iniciación en el conocimiento secreto de lo que está arriba”. El final de la cita es impagable: para San Gregorio Palamas, la hesychía era “el dejar a un lado los pensamientos por lo que es mejor que ellos”.[1] Uno siente que, al fin, alguien nos comprende.
Escribió un tal Peter Thompson en el obituario de James Cowan: “es el gran escritor australiano del que nunca has oído hablar”. Ahora ya sabés.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 28 de abril de 2021
[1] Las negritas son mías. Debo decir que es una nota al pie de página demasiado trivial y escueta en un texto que homenajea a un cultor genial de las mismas. Los hados sabrán perdonar mi falta de delicadeza. Sin embargo, deben saber que incluí esta estrecha nota al pie de página porque no podía concebir no incluir una por lo ya dicho. Sepan que así parezca poca cosa, la introduje con mucho cariño y devoción por el señor Cowan.
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