A paso lento pero firme, subiendo por el polvoriento camino que atraviesa el majestuoso paisaje de la serranía de Aruntaya a puro sol de mañana, con la suave brisa y el rumor del río de compañía, vimos venir a Pedro y a “el Chachito”, su burro. De muchacho, Chachito de cariño, según nos contó Pedro. Los esperamos, caminamos juntos.
Pedro me iba diciendo los nombres de las montañas.
-Todo tiene un nombre aquí- señaló orgulloso, reafirmando ese sentido básico de pertenencia y arraigo que vuelve todo cercano, amistoso y feliz.
-¿Vas a ver tu papa?
-Mi papa y mi oca-agregó con la seguridad de aquel que sabe que mañana comerá y que el fruto viene de sus manos y de la tierra que es suya, no por poseerla, sino porque es uno con ella y sus plantas, con las montañas que nombra -como Viracocha las fue nombrando, a su vez, una a una-, con el agua del río que las fertiliza, con el sol que las hace crecer y la brisa que corre y que no sólo acompaña: limpia el alma, la fortalece, la ensancha.
Pedro y Chachito se quedan en su sembradío.
Mientras nos alejamos, pienso en Chachito y en la injusticia que padecen los burros, esos nobles animales sin cuyo concurso no hubieran existido la Independencia, la libertad, la democracia. Pienso: ”burros” son los que no entienden eso, “burros” son los que no valoran ni respetan a seres tan raigales y fecundos como don Pedro que si vas por ahí y te lo encuentras y vas andando con él por la huella, va nombrando, como Viracocha, una a una, a las montañas.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 27 de abril de 2021
Imagen: by Artifakts
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