Márcia Batista Ramos
Nací en la selva, en el pulmón del mundo, un lugar inhóspito para los aventureros que perdieron la vida en busca del “Paititi” (tigre grande) o “El Dorado”; o también, el árbol de la vida eterna, para muchos, una entidad legendaria que otorga la vida eterna a quienes beben de su savia. Sabemos que es cierto, que lo que ellos llaman leyendas, para nosotros es la pura verdad ...
La selva no es inhóspita, es nuestro hogar, es mi hogar.
Conozco la jungla, sé que respira como un ser vivo. Se mueve, suda y se estremece, a veces. También sé que la jungla tiene un cuerpo antiguo y primordial. Sus secretos se acurrucan en la larga noche del tiempo y fluyen por sus arterias fluviales, desembocando en el mar.
Es cierto que la selva guarda muchos secretos, para todos los codiciosos que vienen en busca de riqueza, sin respeto, destruyéndola para hacer fortuna. Entonces, ella no los perdona ... de alguna manera, les devuelve la mala energía que trajeron.
Para mí, la jungla es el lugar donde nací, crecí y un día, cuando mi cuerpo se canse y ya no pueda funcionar, me separaré de él y me uniré a la jungla, como un solo espíritu y mi cuerpo se unirá a la tierra como un solo elemento.
Desde pequeño conocí las plantas y animales que conforman la región con mayor biodiversidad del mundo, entendí que las plantas son regalos de seres dadivosos que, por alguna razón, nos honran con sus demostraciones de amor.
Mis abuelos me contaron que sus abuelos les dijeron que el nenúfar, por ejemplo, era la india Naiá, que se ahogó después de apoyarse en el río para intentar besar el reflejo de la luna: Jaci, el astro, de quien estaba enamorada.
Una noche, cuando la imagen de la luna se reflejaba en el agua, Naiá, que parecía estar frente a Jaci, inconscientemente se inclinó para besarlo y cayó al río, ahogándose.
Al enterarse de lo sucedido con Naiá, Jaci se emocionó mucho y por eso quiso honrarla transformándola en una planta acuática, el nenúfar, que se conoce como la estrella del agua. Y el nenúfar abre sus flores al anochecer, en presencia de la luna, dicen que Naiá y Jaci se besan.
La selva que me cobija y me rodea es limpia, fuerte, diversa y hermosa. Sus ríos son caudalosos, benignos, con variedad y cantidad de peces y sirven de hábitat al boto, un gran mamífero, que abandona el cauce del río y recorre las zonas inundadas en busca de alimento.
Cuentan que en la casa de Firmino, un gran brujo de la región, hubo festejos que se quedó famoso, por la variedad de comidas y la gran cantidad de chicas guapas que allí aparecieron, donde también estuvo presente el hombre vestido de blanco, con un sombrero en la cabeza. Nadie sabía de dónde vino ni adónde fue cuando terminó la fiesta. Muchos estaban seguros de que se trataba de un boto, del gran lago de Ácara. Entonces, la hija de Firmino quedó embarazada en una de estas fiestas, y le dijo a su mamá Chiquinha, "estoy así por el boto", y ella no creyó, dudó, "cómo hijo de un boto", pero doña Chiquinha la examinó, y se dio cuenta de que era el hijo del boto. Por eso, desde entonces no se invita a ningún extraño a una fiesta.
Plantas, animales e historias fantásticas forman parte de la inmensa jungla. Contar y escuchar historias de noche, alrededor del fuego, es una forma sencilla que tenemos de crear un puente entre generaciones; y las historias representan el lugar seguro donde descansan las vivencias y las creencias de los habitantes de la selva amazónica.
Por eso, a los ojos del forastero, nuestra selva parece un lugar inhóspito, pero, de hecho, no lo es.
Nosotros, los habitantes de la selva vivimos con mucho respeto entre todos, por eso cuando pasa una anaconda gigante, de esas que traspasan los límites que conoce la ciencia, no tenemos miedo, la vemos pasar; le echamos agua fresca en la espalda si es un día muy caluroso; le decimos buenas noches cuando oscurece y nos vamos a dormir sin miedo, mientras ella sigue pasando; la llamamos Madre del Agua y sabemos que es parte de la jungla, que es un espíritu viejo y que no aparece para hacer mal ni para destruir. Pasa, lentamente, como si fuera una procesión, porque es su deber dar la vuelta por la selva, ya que es una especie de vigilante que cuida todo nuestro territorio.
El nombre de nuestro territorio fue documentado por Heródoto en sus crónicas, porque en la época en que llegaron aquí los griegos, antes de los cataclismos y las inundaciones, existía una tribu de bellas guerreras que dominaba toda la longitud del río más grande del mundo; practicaban una religión que les impedía ponerse en contacto con los hombres, excepto una semana al año, en el festival de la fertilidad. Después de la fiesta, ellas les disparaban con una piedra verde, también les advertían que, si regresaban antes de la fiesta del próximo año, encontrarían la muerte.
Luego, pasó el tiempo ... Los árboles crecieron más, las mujeres guerreras, decidieron vivir como la divinidad dicta y se dividieron en varias tribus amigas, casadas con hombres, construyeron familias ... Y el tiempo siguió pasando, como si fuera un sueño y la jungla siguió dando frutos para nuestra alimentación y la curación de nuestro cuerpo y mente.
Desde antes, en tiempos remotos, los habitantes de la selva ya habían bebido una bebida que genera divinidad interna, en ocasiones muy especiales y necesarias, con sustancias y propiedades curativas. La bebida llamada ayahuasca es capaz de desintoxicar, reactivar órganos dañados y brindar curas en trastornos mentales, además de curar todas las enfermedades, porque permite que el espíritu vuele sin que el individuo muera. Pero, como sabemos que Dios es Dios, las enfermedades que vienen por sentencia divina no se pueden curar.
En las noches estrelladas también nos acostumbramos a cantar bajo el brillo de las estrellas.
El conocimiento de los ancianos es muy valorado, por eso los escuchamos en silencio, con atención, cuando nos cuentan, una y otra vez, la misma historia, como la del hombre-jaguar, que dice que es un mago, que tiene la capacidad de transformarse en un enorme jaguar negro.
Nos hablan del guerrero que vivió mil años, porque después de bañarse se cubrió de oro en polvo, por lo que era inmune a todas las enfermedades y no envejecía y los visitantes que venían de las montañas de la otra costa del mar lo llamaban “El Dorado”. Luego, en la época de la conquista española, llegaron muchos soldados con armaduras y espadas, queriendo encontrar “El Dorado” pensando que era un lugar, no una persona. Nunca lo encontraron. Y nunca llegaron a la ciudad del oro, construida con bloques de oro, que todos conocemos y visitamos una vez en la vida, al menos. Pero no le enseñamos el camino a ningún extraño.
Para todos nosotros, habitantes de la selva más grande del mundo, la divinidad se manifiesta a través de la naturaleza, que en sí misma es maravillosa y nuestros abuelos son las personas que nos enseñan a contactar a través de los conocimientos ancestrales con el mundo sutil, que nos acompaña todo el tiempo, y no somos conscientes, porque la sutileza escapa a nuestros sentidos. Entonces, nos enseñan a través de sus relatos a vivir en armonía con la selva, a disfrutar de su amabilidad, a comprender sus fenómenos y, sobre todo, los relatos de nuestros abuelos, nos brindan las claves del mundo ancestral para que podamos entrañarnos en los misterios guardados en las profundidades de la jungla más grande del mundo.
1 Comentarios
Preciosa oda a la jungla. Ella es un mundo lleno de sorpresas, leyendas y sabiduría. La sanación de las almas está en los poderes de la naturaleza. A decir de nuestra etnóloga Lidia Cabrera, en su libro El monte y parafraseo: los credos que viven en su interior "son el abrazo perpetuo entre el hombre y su imaginación..." Hermoso relato de identidad.
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