No hay que morirse para volverse bueno, hoy que andamos más o menos todos por calles y por plazas como en los cuadros de El Bosco o en los de Brueghel, fantasmas de nosotros mismos y signos de una humanidad sin rumbo.
Con Víctor he paseado adentro de la Muerta ciudad viva mil veces, me hice llokalla para oír, para oler y ver detrás de puertas macizas, donde en una chichería se ocultaba una fauna hoy ya desaparecida, el khepiri mudo frente a una tutuma ya vacía y la cholita gritándole que salga, desplazándome hasta la esquina de la anticuchera, Caracota, un mundo adentro de otro mundo, unas matrioshka hechas de unos mestizajes aun en búsqueda de una clave, de mil narraciones, de su merecida poesía.
Víctor, el mas bohemio entre los bohemios que fuimos y no fuimos, en la curiosidad del ser, él fue investigador, de aquella curiosidad sin espionaje, antiquísimo empirismo que heredó del padre, y del padre de su padre, en una cadena que nos lleva hasta los Países Vascos, a un queso manchego, a su Argentina, a su sueño de que hagamos algo juntos. Escribo ahora, cuando se muere un amigo y se nos muere también una parte de nosotros.
Viajaremos desde aquel puerto donde Homero decidió enceguecerse, seguiremos el canto de las sirenas hasta enloquecer con charadas, con visiones de hipogrifos y con la voz del almuecín; serán Samarcanda e Trapani, el desierto y el mar de los piratas, todos tus viajes y los míos.
Viajaremos porqué aquel teocintle que traje de México y que tienes entre las manos será mazorca y será harina, será “polenta coi oséi”, será el plato que tanto reclamabas cuando me llamabas avisándome que habías vuelto.
Ciao Víctor, hasta siempre.
Maurizio Bagatin, 14 de junio 2021
Imagen: Víctor y el teocintle
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