Luis Alfaro Vega
a mi padre, en abierto regocijo de concebirse agricultor
1
Las
campanas de la colindante ermita exploran los límites del pueblo de teja y
barro, con melódico repicar salmodian de vibraciones la dócil campiña. El
torrente de enfáticos repiqueteos profundiza la tranquilidad de la tarde en
contagiosa solemnidad, palpitantes oscilaciones que vivifican el escenario
campestre de esmeralda vivaz. En repentina aceleración de imágenes, inclinado
sobre sus propios pensamientos de búsqueda, al calor del fogón de una de las
casas, un niño se dirige con premura hacia una robusta anciana, y, con el ánimo
perspicaz le inquiere la lectura del viejo libro. La mujer hace un garabato con
la lengua, la moja de íntimas lágrimas de gozo y lo incita para que se instale
en el mullido butaco, atento al alba de una lectura que le alimentará el alma
de anhelos deleitosos. La abuela concede las insólitas frases al atento oído, melodiosas
palabras que se zurcen al corazón del niño.
2
Pronto
lloverá y la crecida milpa dará las tortillas para satisfacer las ruidosas
tripas. Ahora no hay nada en la despensa, pero habrá, habrá…El niño se retira
aligerando una tenue sonrisa dedicada a su madre, al remolino de ánimo en que
está convertida sazonando con olores la humeante olla de frijoles. El niño ya
sabe de las vueltas fértiles de la luna, del arrullo de las aguas depositando
los minerales para que crezca la cosecha. Conoce del vigor del sol punzando la
rigurosidad del suelo, calentándole las entrañas con repetida caricia de
establecido equilibrio. El niño adivina en la sutil sonrisa de los progenitores,
el drama del vaivén anual de las determinantes estaciones. Y va sazonando en la
tierna colegiatura de su mente, por la tonalidad y el aroma de las flores, por
el canto de los pájaros y el litigio del brote de las semillas, que hará alegría
en los rostros de los pobladores, ancestral música en vigilia constante de
argumentos de vendimia.
3
Como respuesta a la compungida voz de la
madre, el infante da la vuelta en el patio y se encierra en la estrecha caseta
del escusado, a llorar en soledad la punzante hambre que le carcome las
entrañas. Se despoja del empolvado pantalón corto, se sienta en la silla de
defecar, abre las piernas, se encorva e inicia un vómito que le brota del
horrendo grito que se le atoró en la garganta. Un violento grito que le cubre
todas las células del cuerpo, pero que no es capaz de proferir al mundo
externo, furibundo grito que se parece a todas las frustraciones que un ser
humano puede acuñar, silente grito que le calienta la sangre en un hormigueo de
dolor intolerable. Vomita con la roja brasa de la incomprensión, del fondo del
vacío estómago expulsa la mueca de su rota voluntad. Ayudado por las lágrimas
hace una pausa, sólo para escuchar el remedo de las descompuestas campanadas de
la ermita repicando a misa. En la tarde de un domingo aciago, un anónimo niño
hambriento, ¡se hace viejo!
4
Te
busqué por un placer inédito que me brotó en el sueño, alegre sigilo de los
cuerpos dispuestos, urgencia repetida de una solemnidad ciega en el tacto del
cuerpo ansiado. Te encontré en la virtud detenida de una sorpresa redentora,
iluminada con la galante tesitura de tu limpia sonrisa juvenil. Aleteo hacia ti
alimentado por un deseo de sorpresas, libre en la conquista de los íntimos
espacios. Vislumbrada y anhelada, con un seductor guiño de tensión me atrajiste
al umbral de tu piel, clima de una deleitosa destemplanza que me postra gozoso.
Animal dormido vine del sueño con pasos de ángel para conquistar la danza
húmeda en diluvio de tu lujuria expuesta. A lo más alto de la colina vine con
efecto redentor, con eficacia en la exposición de todos mis gestos,
direccionado al horizonte de tu más íntimo refugio, donde mi corazón palpitará
frenético, auspiciando entusiasta el doble asombro de nuestros cuerpos,
enrojecidos, brillantes y sudorosos en deliciosa dolencia de tanto abrazo y
beso. ¡Desnudos en campo abierto, libres, enlazados al cosmos!
5
Sobre la distendida superficie de la meseta viva se
erigen góticas hileras de árboles imponiendo su fructífero significado,
esfinges naturales que ostentan, con libidinosas poses de ramaje tierno, los
mejores atributos de la iconografía de una flora que contiene y define a los
pobladores. Entre el espeso follaje, coloridos loros silban recreando con
nombre propio los acontecimientos que acariciaron el discurrir de las horas de
luz. Los individuos reposan en las humildes moradas, en los rincones guardan
con obsequioso empeño las huellas para la próxima jornada, deslizando suspiros se
refugian guitarra en mano entre la tibieza de menudas luces, que con su
zigzagueante juego estampan las sonrisas contra las paredes. Minutos en lenta
cadencia de versos que narran el asombro de la memoria. Juguetonas horas de
cosquilleos y cantos, aplausos y lirismo. En la alta noche un soplo potente
apaga la lumínica flama, se distienden las tinieblas en el espacio que dejan
los cuerpos. Ímpetus humanos se buscan palpando a tientas el abrazo. Sobre las
inclinadas residencias que destilan la humedad de la añeja estirpe, olor y
nomenclatura de la sangre hecha de limo, fulgura una redonda luna, viva en su
parpadeo, espiando con su fecundo caudal de enigmas, el sueño y la razón de ser
del equilibrio campesino.
Imagen: Manuel TAURE GARCÍA
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