Márcia Batista Ramos
En el último domingo, mi marido y yo, salimos temprano para caminar en un bosque de propiedad de un amigo, donde abundan los árboles centenarios, que abrigan la historia de muchos viajeros que cabalgaron o caminaron por el lugar, cuando no había camino carretero allá por los tiempos del capitán español Melchor de Rodas en 1586, cuando él fue a refundar San Miguel de la Laguna, después, que los Chiriguanos Mapae, Area, Kandio, Tendí, con más de 2000 guerreros, atacaron a la población, matando a todos sus pobladores incluido su fundador Miguel Martín y el padre Antonio Gallegos Bermúdez.
El bosque que ocultó a los guerreros antes del ataque a San Miguel de la Laguna, ya estaba allí surcado por arroyos, abrigando algarrobos, lloques, tipas, sotos, acacias, ceibos, bandores, satajchis y otras especies como el nogal, el pino de cerro, el aliso, el molle, el sahuinto y la kewiña, árboles tan antiguos, que tienen el tronco tan grueso, que cuando los tocamos, pudimos sentir la energía que emanan.
Hábitat de venados, liebres, oso de anteojos, pumas, zorros, zarigüeyas y otros.
En el bosque hay una cantidad impresionante de kewiñas de más de diez metros de altura con el tronco retorcido y grueso, con más de un metro y medio de circunferencia, con incontables camadas de láminas delgadas, desprendiéndose de la corteza que protege su tronco.
Apoyé las manos sobre las láminas de un robusto tronco de una Kewiña centenaria, cerré los ojos y esperé por un momento, hasta entrar en consonancia con el árbol, que sin mayores prolegómenos contó que el bosque está repleto de plantas que curan y dijo: - “Mira a donde pisas porque hay plantas que alivian las dolencias del humano, también en otros árboles, porque aquí está la mejor botica del planeta, hay: Guayaba; Matico; Wira-wira; y otras especies… Estuve muy absorta asimilando las lecciones, cuando escuché una bandada de loros ruidosos, que, automáticamente, rompieron la conversación telepática con la kewiña.
Entonces, me senté a su sombra sobre el espeso follaje y pude observar algunas aves como: la Garza Blanca, el Hornero y algunos otros bellos pájaros que no conozco el nombre y que hacen ruido en el bosque, como si se tratara de una gran urbe con sus imparables sonidos.
También, observé las raíces de los árboles, retorcidas un poco salidas de la tierra, formando figuras impresionantes. Los gajos gruesos cubiertos por líquenes que, seguramente, son morada de duendes; al liquen, en mi niñez, llamábamos de “barbas de palo”, tal vez, reconociendo la inteligencia perfecta que representa cada ser vivo llamado árbol.
Caminamos en la espesura del bosque, que es naturalmente sombreado, fresco y escueto en su paleta de colores en tonos verduzcos y marrones. Lugar precioso, que emana energías que logran renovar, en una especie de limpieza, nuestras energías citadinas, cargadas de tecnologías.
Abracé a un frondoso pino y pude escuchar algunos nombres que no me eran para nada familiares como: Abilio, Abundio, Afrodísio, Baudilio, Belarmino y otros, tan antiguos, cuanto el pino que susurraba a mi oído aquellos nombres…
Con los ojos cerrados, me concentré en el nombre: Ermelo y pude ver a un hombre pensativo, de baja estatura, muy robusto, con los ojos redondos, bajo unas cejas tupidas, que estuvo apoyado al mismo pino cientos de años atrás (se notaba por su vestimenta que correspondía a un tiempo lejano). Traté de saber en qué pensaba el hombre y ver cuántos otros le acompañaban, pero no fue posible, porque el pino no se callaba y seguía susurrando nombres: Alamanda, Epaminondas, Críspula, Cristeta, Cutacia… Pensé: ¿Quién serían esas mujeres? ¿Las novias? ¿Madres o hermanas? ¿Las que se quedaron allá, al otro lado del océano con sus rosarios? ¿O quizás, eran los nombres de las valientes que vinieron a descubrir y a fundar esas tierras chuquisaqueñas y también se acercaran al pino? No lo sé, tal vez, nunca lo sepa, por qué el pino balbuceaba esos nombres aprendidos hace tanto tiempo.
Cuando me alejé del pino, busqué algunos montículos de piedras, imaginando que podía encontrar algunas tumbas, algún cementerio antiguo… Pero no había nada. Entonces, me quedé pensando que quizás, el pino haya aprendido mi nombre y un día, en un futuro muy lejano, lo murmure al oído de alguien que lo abrace.
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